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NIVEL UNO » 0003

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El sistema verificó si seguía en la lista de acceso del chat y me permitió la entrada. Mi imagen del aula, que alcanzaba los límites de mi visión periférica, se encogió hasta convertirse en una ventana en miniatura que se situó en el ángulo inferior derecho de la presentación, lo que me dejaba monitorizar aquello que se encontraba frente a mi avatar. El resto de mi campo de visión quedó a partir de entonces ocupado por el interior de la sala de chat de Hache. Mi avatar apareció una vez franqueada la puerta de «entrada» que había en lo alto de una escalera enmoquetada. La puerta no conducía a ninguna parte. Ni siquiera se abría. Eso era así porque ni El Sótano ni sus componentes formaban parte de Oasis. Las salas de chats eran simulaciones autónomas, espacios virtuales temporales a los que los avatares podían acceder desde cualquier parte de Oasis. Mi avatar no estaba, de hecho, en el interior de la sala; solo lo parecía. Wade3/Parzival seguía sentado en el aula de Historia Universal, con los ojos cerrados. Conectarse a una sala de chat era algo así como estar en dos lugares a la vez.

Hache había decidido que su sala de chat se llamaría El Sótano. Lo había programado para que se pareciera a la gran sala de juegos de alguna casa de barrio residencial de la década de los ochenta. Pósters de películas y cómics antiguos cubrían las paredes forradas de madera. En el centro del espacio se destacaba un televisor vintage RCA, al que había conectado un reproductor de vídeo Betamax, un disco láser y varias consolas antiguas de videojuegos. En la pared del fondo, sobre unos estantes, se alineaban suplementos sobre juegos de rol y números viejos de la Dragon Magazine.

Organizar una sala de chat de ese tamaño no salía barato, pero Hache podía permitírselo. Ganaba bastante pasta compitiendo, al salir de clase y los fines de semana, en juegos PvP. Hache era uno de los combatientes con mayor puntuación en Oasis, tanto en la liga de Deathmatch como en la de Capture the Flag. Era más famoso aún que Art3mis.

En los últimos años, El Sótano se había convertido en un reducto exclusivo de gunters de elite. Hache solo autorizaba el acceso a las personas que él consideraba merecerlo. Por eso, que te invitara a pasar algún rato en El Sótano era un honor, especialmente para mí, que era un don nadie sin remedio.

A medida que bajaba por la escalera vi a varios otros gunters repartidos por el local, avatares de aspecto muy variado. Allí había humanos, cyborgs, demonios, elfos oscuros, vulcanianos y vampiros. La mayoría de ellos se congregaba alrededor de juegos antiguos de arcade que se alineaban contra una pared. Unos pocos estaban plantados delante de un equipo de sonido antiquísimo (en ese momento sonaba Wild Boys, de Duran Duran) y repasaban la gran colección de cintas de casete propiedad de Hache.

A él lo vi despatarrado en uno de los tres sofás de El Sótano, colocados formando una U frente al televisor. El avatar de Hache era alto, ancho de hombros, blanco, de pelo negro y ojos castaños. Una vez le había preguntado si, en la vida real, se parecía en algo a su avatar y él, en broma, me había respondido: «Sí, pero en la vida real soy aún más guapo».

Al acercarme, levantó la vista del juego Intellivision con el que estaba practicando y me dedicó una de sus características sonrisas de oreja a oreja, tipo gato de Cheshire.

—¡Zeta! —me gritó—. ¿Qué tal, amigo? —Alargó la mano derecha y me la estrechó mientras yo me sentaba a su lado.

Hache había empezado a llamarme Zeta poco después de que nos conociéramos. Le gustaba poner a la gente como apodos letras. El nombre de su avatar, por ejemplo, correspondía a la letra hache.

—¿Cómo estás, Humperdinck? —le pregunté yo.

Solíamos hacer bromas al respecto. Siempre lo llamaba por algún nombre que empezara por hache, como Harry, Hubert, Henry o Hogan. Intentaba adivinar cuál era su verdadero nombre porque una vez me había confesado que empezaba por esa letra.

Conocía a Hache desde hacía poco más de tres años. Él también estudiaba en Ludus y estaba en el último curso de la EPO N.° 1172, en el otro extremo del planeta respecto de la mía. Nos conocimos un fin de semana en un chat público de gunters y casamos al momento porque compartíamos los mismos intereses, lo que equivale a decir que compartíamos un interés: la obsesión por Halliday y su Huevo de Pascua. A los pocos minutos de conversación supe que Hache era auténtico: un gunter de elite de gran agilidad mental. Lo sabía todo de los ochenta, no solo lo básico. Era un verdadero estudioso de Halliday. Y al parecer él también había visto las mismas cualidades en mí, porque me dio su tarjeta de contacto y me invitó a pasar por El Sótano siempre que quisiera. Desde entonces se había convertido en mi mejor amigo.

Con los años, entre nosotros se había ido desarrollando una rivalidad amistosa. Nos metíamos mucho el uno con el otro sobre cuál de los dos lograría que su nombre apareciera antes en La Tabla. Y nos pasábamos el rato intentando impresionarnos mutuamente con nuestros conocimientos sobre detalles nimios de gunters. En ocasiones, incluso, indagábamos juntos. De hecho, nuestra investigación consistía, por lo general, en ver películas malas y series de televisión de los ochenta allí, en su sala de chat. También usábamos mucho sus videojuegos, claro. Hache y yo malgastábamos un montón de horas en clásicos para dos jugadores como Contra, Golden Axe, Heavy Barrel, Smash TV e Ikari Warriors. Excluyéndome a mí mismo, Hache era el mejor jugador que había conocido en mi vida. En la mayoría de los juegos estábamos al mismo nivel, pero en algunos me ganaba de calle, sobre todo en los de disparar desde un plano subjetivo. Por algo esa era su especialidad.

Yo no tenía ni idea de quién era Hache en el mundo real, pero presentía que su casa no debía de ser ninguna maravilla. Como me sucedía a mí, él también pasaba todo el tiempo que podía conectado a Oasis. En más de una ocasión me había confesado que yo era su mejor amigo y, teniendo en cuenta que no nos habíamos conocido nunca en persona, suponía que debía de estar tan solo como yo.

—¿Y qué? ¿Qué hiciste después de desconectarte anoche? —me preguntó, alargándome el otro mando de Intellivision.

La noche anterior habíamos pasado varias horas allí mismo, viendo películas antiguas japonesas de monstruos.

—Nada —respondí—. Me fui a casa y practiqué un poco con algunos juegos de arcade.

—No te hace falta.

—Ya lo sé, pero me apetecía.

Yo no le pregunté qué había hecho él la noche anterior y él no me contó nada. Suponía que habría ido a Gygax, o a algún lugar igualmente espectacular, a participar en alguna misión rápida y a acumular puntos de experiencia. Pero no quería alardear. Que yo supiera, Hache no era rico, pero parecía poder permitirse pasar bastante tiempo en otros mundos, siguiendo pistas y buscando la Llave de Cobre. Sin embargo, nunca presumía de ello, ni me ridiculizaba porque yo no tuviera pasta para teletransportarme a alguna parte. Ni me insultaba ofreciéndose a prestarme algunos de sus créditos. Entre los gunters era una regla no escrita: si actuabas en solitario, era porque no querías ni necesitabas ayuda de nadie. Quienes la buscaban se unían a clanes, pero Hache y yo estábamos de acuerdo en que los clanes eran para lameculos e impostores. Los dos habíamos jurado que seguiríamos siendo buscadores solitarios toda nuestra vida. A veces todavía hablábamos sobre el Huevo, pero se trataba de conversaciones cautas y teníamos mucho cuidado de no entrar en detalles.

Tras mi victoria en tres partidas consecutivas en Tron, Discos Mortales, Hache soltó el mando, asqueado, y recogió una revista que tenía en el suelo. Se trataba de un número viejo de Starlog. Reconocí a Rutger Hauer en la cubierta, en una foto promocional de Lady Halcón.

Starlog, ¿eh? —dije, asintiendo con la cabeza para expresar mi aprobación.

—Sí. Me he bajado todos los números del archivo de El Vivero. Todavía no los he leído todos. Ahora estoy leyendo este artículo, que es genial. Se titula Ewoks: La batalla por Endor.

—Producida para televisión, emitida en mil novecientos ochenta y cinco —solté yo. Los conocimientos sobre La guerra de las galaxias eran una de mis especialidades—. Una mierda total. Un momento bajísimo en la historia de La guerra de las galaxias.

—Eso lo dirás tú, cara de culo. Tiene grandes momentos.

—No —insistí, negando con la cabeza—. No los tiene. Es peor aún que la primera peli de los Ewoks, Caravana de valor. Debería haberse llamado Caravana de hedor.

Hache puso los ojos en blanco y volvió a la lectura. No iba a morder mi anzuelo. Yo me fijé de nuevo en la cubierta.

—Eh, ¿puedo echarle un vistazo cuando termines?

Hache sonrió.

—¿Para qué? ¿Para poder leer el artículo sobre Lady Halcón?

—Puede ser.

—Tío, te encanta esa mierda, ¿verdad?

—Déjame en paz, Hache.

—¿Cuántas veces has visto esa bazofia? Solo sé que me has obligado a sentarme a tu lado y a verla entera al menos dos veces. —En ese momento era él quien intentaba provocarme a mí. Sabía que Lady Halcón era uno de mis placeres prohibidos y que la había visto más de diez veces.

—Pero si te he hecho un favor obligándote a verla, novato —le dije. Bajé la mano, metí otro cartucho en la consola de Intellivision e inicié una partida de Astrosmash para un solo jugador—. Algún día me lo vas a agradecer. Espera y verás. Lady Halcón es ley.

«Ley» era el término que usábamos para clasificar cualquier película, libro, juego, canción o programa de televisión del que existiera constancia de que Halliday había sido fan.

—Sí, sí. Estás de broma —dijo Hache.

—No, te lo digo en serio. Y no me llames Sisí.

Dejó de leer la revista y se echó hacia delante.

—Halliday no era fan de Lady Halcón. Eso te lo garantizo.

—¿Dónde están las pruebas, capullo? —le pregunté.

—El tipo tenía buen gusto. No necesito más prueba que esa.

—Entonces explícame por qué tenía Lady Halcón en VHS y en LaserDisc.

En los apéndices del Almanaque de Anorak se incluía una lista de las películas que formaban parte de la colección de Halliday en el momento de su muerte. Y los dos la habíamos memorizado.

—¡Porque el tipo era millonario! Tenía millones de películas y lo más probable es que jamás viera la mayoría de ellas. Pero si en la lista figuran DVD de Howard el Pato y de Krull… Eso no significa que le gustaran, mamón. Ni que sean «ley».

—Homero, eso ni se discute —contraataqué yo—. Lady Halcón es un clásico de los ochenta.

Lady Halcón es mala, eso es lo que es. Las espadas parecen de hojalata. Y la banda sonora es pésima. Llena de sintetizadores y de mierdas por el estilo. ¡Del puto Alan Parsons Project! ¡Malalarama! Más que mala. Está en la línea de Los Inmortales II.

—Eh, eh —lo interrumpí, haciendo como que le lanzaba el mando de Intellivision—. Lo que dices es insultante. Solo el reparto convierte la película en ley. ¡Roy Batty! ¡Ferris Bueller! ¡Y el tipo que hacía de profesor Falken en Juegos de guerra! —Rebuscaba en mi memoria para dar con el nombre del actor—. John Wood. ¡Compartiendo película con Matthew Broderick!

—Un mal momento en las carreras de ambos —insistió, riéndose.

Le encantaba discutir sobre películas antiguas, mucho más incluso que a mí. Los demás gunters de la sala de chat ya habían empezado a formar un corrillo a nuestro alrededor y nos escuchaban. Nuestras discusiones solían resultar bastante entretenidas.

—¡Tú vas drogado! —le grité—. ¡Pero si Richard Donner dirigió Lady Halcón, joder! ¿Los goonies? ¿Superman…? ¿Me estás diciendo que el tío es una mierda?

—Aunque la hubiera dirigido Spielberg. Es una peli para chicas disfrazada de historia de conjuros. La única película de género peor que esa es, seguramente… Legend. Esa sí da miedo. Si a alguien le gusta de verdad Lady Halcón es que es una auténtica niñata, con certificado de calidad incorporado.

Risas del gallinero. La verdad es que yo estaba empezando a cabrearme. Era un gran fan de Legend y Hache lo sabía.

—O sea, que yo soy una niñata. Pues creo que el del fetiche con los Ewoks eres tú. —Le arranqué de las manos la revista Starlog y la lancé contra el póster de El retorno del Jedi que tenía colgado en la pared—. Supongo que crees que tus profundos conocimientos sobre la cultura Ewok te ayudarán a encontrar el Huevo.

—No vuelvas otra vez con los habitantes de Endor, tío —me cortó, apuntándome con el índice—. Ya te lo he advertido. Te juro que te vetaré.

Sabía que era una amenaza de boquilla, por lo que estaba a punto de meterme un poco más con los Ewoks, tal vez por el hecho mismo de que los hubiera llamado «habitantes de Endor», cuando un recién llegado se materializó en la escalera. Un inepto total que se hacía llamar I-rOk. Se me escapó un gruñido. I-rOk y Hache iban al mismo colegio y coincidían en algunas clases, pero yo seguía sin comprender que Hache le permitiera la entrada a El Sótano. I-rOk se creía un gunter de elite, pero no era más que un fantasma insoportable. Podía, eso sí, teletransportarse por todo Oasis y participar en misiones y subir de nivel con su avatar, aunque en realidad no sabía nada. Y además no dejaba de exhibir su rifle de plasma del tamaño de una moto de nieve. Incluso en las salas de chat, donde no servía para nada. No tenía el más mínimo sentido del decoro.

—¿No estaréis otra vez discutiendo sobre La guerra de las galaxias? —preguntó mientras bajaba la escalera y se acercaba al corrillo que nos rodeaba—. Esa mierda ya está tan gastada…

Me volví hacia Hache.

—Si lo que quieres es vetar a alguien, ¿por qué no empiezas por este payaso?

Pulsé el botón de reset de Intellivision y empecé otro juego.

—Cierra el pico, Penisville —replicó I-rOk, recurriendo a una variación recurrente del nombre de mi avatar—. A mí no me veta porque sabe que soy la elite. Tengo razón, ¿verdad, Hache?

—No —respondió Hache entornando los ojos—. No tienes razón. Tú eres tan elite como mi abuela. Y mi abuela está muerta.

—Vete a tomar por culo, Hache. Tú y tu abuela muerta.

—Joder, I-rOk —dije entre dientes—. Siempre te las apañas para elevar el nivel intelectual de la conversación. Llegas tú y la sala entera se ilumina.

—Siento molestarte, capitán sin puntos —dijo I-rOk—. Por cierto, ¿tú no deberías estar en Incipio pidiendo limosna? —Agarró el segundo mando de Intellivision pero yo se lo quité y se lo lancé a Hache.

I-rOk me miró mal.

—Capullo.

—Farsante.

—¿Farsante? Penisville me llama farsante, a mí. —Se volvió hacia los reunidos—. Pero si este desgraciado es tan pobre que tiene que hacer autoestop hasta Falcongris para pedir calderilla a los mitológicos kobolds.

El comentario provocó algunas risitas de los presentes y noté que me sonrojaba. Una vez, hacía cosa de un año, había cometido el error de aceptar que I-rOk me sacara del planeta para intentar obtener algunos puntos de experiencia. Tras dejarme en Falcongris, en una zona de misiones de bajo nivel, el muy gilipollas me siguió. Yo me pasé las horas siguientes cargándome a una pequeña banda de kobolds, esperando a que resucitaran para volver a matarlos, una y otra vez. Mi avatar estaba solo en el primer nivel en aquella época y esa era la única manera segura de pasar al segundo. I-rOk había sacado varias fotos de mi avatar aquella noche y las había titulado «Penisville, el Poderoso Asesino de Kobolds». Después las colgó en El Vivero. Y seguía sacando el tema cada vez que tenía ocasión. No iba a permitir que nadie se olvidara de él.

—Pues sí, te he llamado farsante, farsante. —Me puse de pie y me acerqué a él—. Eres un gilipollas ignorante que no sabe nada. Que estés en el nivel 14 no te convierte en gunter. Para eso, además, hay que tener conocimientos.

—Bien dicho —intervino Hache, asintiendo.

Él y yo chocamos los puños. Más risitas del corrillo, dirigidas a I-rOk, que nos dedicó una mirada asesina.

—Está bien, vamos a ver quién es el verdadero farsante aquí —dijo—. Venid a ver esto, chicas. —Sonriendo, extrajo un objeto de su inventario y lo levantó. Se trataba de un juego viejo de la Atari 2600, todavía en su caja. Aunque tapó expresamente el nombre del juego con la mano, yo reconocí el dibujo de la cubierta, en el que aparecían un chico y una chica vestidos de griegos antiguos y blandiendo sus espadas. Agazapado tras ellos se veían un minotauro y un tipo con barba y parche en el ojo—. ¿Tú sabes qué es esto, fenómeno? —me retó I-rOk—. Mira, te voy a dar una pista… Es un juego de Atari, lanzado como parte de un concurso. Contenía varios enigmas y si los resolvías podías ganar un premio. ¿Te suena de algo?

I-rOk siempre intentaba impresionarnos con alguna pista, con algún fragmento de «cultura Halliday» que el muy imbécil creía que era el primero en descubrir. A los gunters les encantaba ser los primeros en todo y se pasaban el día intentando demostrar que habían adquirido algún arcano conocimiento antes que los demás. Pero a I-rOk se le daba fatal.

—Tú estás de broma, supongo —le dije—. No me digas que acabas de descubrir la serie Swordquest.

A I-rOk le cambió la cara.

—Lo que tienes en la mano es Swordquest Earthworld —proseguí—. El primer juego de la serie de Swordquest. Salió en mil novecientos ochenta y dos. —Sonreí de oreja a oreja—. ¿Y tú? ¿Puedes nombrar los tres siguientes juegos de la serie?

I-rOk entrecerró los ojos. Estaba desconcertado. Como ya he dicho, era un fantasmón.

—¿Alguien más? —pregunté, extendiendo la pregunta a todos los presentes.

Los gunters de la sala se miraron unos a otros, pero nadie dijo nada.

Fireworld, Waterworld y Airworld —respondió, al fin, Hache.

—¡Bingo! —dije yo, y los dos volvimos a hacer chocar los puños—. Aunque en realidad Airworld no llegó a salir al mercado, porque Atari entró en crisis y canceló el concurso antes de que estuviera terminado.

I-rOk, sin decir nada, volvió a meter el juego en su inventario.

—Deberías hacerte de los sixers —le sugirió Hache entre risas—. Les vendría muy bien contar con alguien con tus vastos conocimientos.

I-rOk le hizo la higa.

—Si vosotros dos, maricas, ya sabíais lo del concurso de Swordquest, ¿cómo es que no os he oído comentarlo ni una sola vez?

—Vamos, I-rOk —añadió Hache, sacudiendo la cabeza—. Swordquest Earthworld fue la secuela no oficial de Adventure. Todo gunter digno de ese nombre sabe lo del concurso. Pero si es elemental…

I-rOk intentó no quedar del todo en evidencia.

—Está bien, si los dos sois tan expertos, ¿quién programó todos los juegos de Swordquest?

—Dan Hitchens y Tod Frye —respondí yo sin pensar—. ¿Por qué no me preguntas algo difícil?

—Yo tengo una pregunta difícil para ti —se anticipó Hache—. ¿Qué premios entregó Atari a los ganadores de cada concurso?

—Ah… —contesté—. Esta sí que es buena. Veamos… El premio para Earthworld fue el Talismán de la Penúltima Verdad. Era de oro macizo, con incrustaciones de diamantes. Creo recordar que el chico que ganó lo fundió y con el dinero se pagó la universidad.

—Sí, sí —corroboró Hache—. Deja de ganar tiempo. ¿Y los otros dos?

—No estoy ganando ningún tiempo, imbécil. El premio de Fireworld fue el Cáliz de la Luz, y el de Waterworld iba a ser la Corona de la Vida, pero no llegó a entregarse porque se canceló el concurso. Lo mismo pasó con el premio de Airworld, que debía ser la Piedra Filosofal.

Hache sonrió y me estrechó la mano dos veces, antes de añadir:

—Y si el concurso no se hubiera cancelado, los ganadores de las cuatro primeras rondas habrían competido para ver cuál de ellos se llevaba el gran premio, la Espada del Último Conjuro.

Asentí.

—Todos esos premios se mencionan en los cómics de Swordquest que venían con los videojuegos. Cómics que, «casualmente», eran visibles en la cueva del tesoro, en la escena final de Invitación de Anorak, por cierto.

Los presentes aplaudieron a rabiar. I-rOk bajó la cabeza, avergonzado.

Desde que me había convertido en gunter me había resultado obvio que Halliday se había inspirado en la competición de Swordquest para su propia competición. ¿Habría tomado prestados algunos de los enigmas también? No lo sabía, pero por si acaso me había aprendido de memoria aquellos juegos y sus soluciones.

—Está bien, está bien, ganáis vosotros —admitió I-rOk—. Pero queda demostrado que os hace falta salir por ahí y vivir un poco.

—Y también queda demostrado que tú lo que necesitas es otro hobby. Porque te falta inteligencia y dedicación para ser un gunter.

—Totalmente de acuerdo —dijo Hache—. Prueba a investigar un poco, para variar, I-rOk. Por ejemplo, ¿has oído hablar de Wikipedia? Pues es gratis, capullo.

I-rOk dio media vuelta y se acercó a las grandes cajas llenas de cómics apiladas en el otro extremo de la sala, como si hubiera perdido interés en la discusión.

—Lo que tú digas —soltó volviendo la cabeza—. Si no pasara tanto tiempo desconectado, acostándome con tías, seguramente sabría todas esas gilipolleces inútiles que sabéis vosotros dos.

Hache lo ignoró y se dirigió a mí.

—¿Cómo se llamaban aquellos gemelos que salían en los cómics de Swordquest?

—Tarra y Torr.

—¡Joder, Zeta! Eres el amo.

—Gracias. Tú también.

En mi pantalla de visualización apareció una señal de aviso que me informaba de que, en mi aula, acababa de sonar la campana que indicaba que faltaban tres minutos para el inicio de la clase. Yo sabía que Hache e I-rOk también estaban viendo el aviso, porque nuestras escuelas se regían por el mismo horario.

—Es hora de iniciar otra jornada llena de los conocimientos más elevados —dijo Hache, poniéndose en pie.

—Qué palo —sentenció I-rOk—. Nos vemos luego, maricones.

Volvió a hacerme la higa y su avatar desapareció cuando se desconectó de la sala de chat. Los otros gunters empezaron a desconectarse también, hasta que solo quedamos Hache y yo.

—Te lo digo en serio, Hache —le dije entonces—. ¿Por qué permites que ese imbécil entre aquí?

—Porque me divierte ganarle a los videojuegos. Y porque su ignorancia me da esperanzas.

—¿Cómo es eso?

—Porque si la mayoría de los gunters que circula por ahí sabe tan poco como I-rOk, eso significa que tú y yo tenemos posibilidades de ganar la competición.

Me encogí de hombros.

—Supongo que es una manera de verlo.

—¿Quieres pasar después de clase, esta tarde? ¿Hacia las siete? Yo tengo que hacer unos encargos, pero después veré unas cosas que tengo en mi lista de «imprescindibles». ¿Una maratón de Spaced, tal vez?

—Sí, sí, cuenta conmigo.

Nos desconectamos simultáneamente, cuando el último timbre empezaba a sonar.

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