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Mi avatar abrió los ojos y regresé al aula de Historia. Los asientos estaban ocupados por otros alumnos y nuestro profesor, el señor Avenovich, ya se materializaba en clase. El avatar del señor A. tenía el clásico aspecto de profesor universitario elegante, con barba. Exhibía una sonrisa contagiosa, llevaba gafitas de montura metálica y americana de tweed con coderas. Siempre que hablaba parecía estar recitando algún pasaje de Dickens. A mí me caía bien. Era un buen profesor.

De hecho, claro está, no sabíamos quién era el señor Avenovich, ni dónde vivía. Ignorábamos su nombre real y no sabíamos siquiera si en realidad era un hombre. Podría haber sido una mujer inuit residente en Anchorage, Alaska, que adoptara aquel aspecto y aquella voz para que sus alumnos atendieran mejor sus clases. Sin embargo, no sabía bien por qué, yo sospechaba que el avatar del señor Avenovich era y sonaba igual que la persona que lo manejaba.

Todos mis profesores eran muy buenos, o a mí me lo parecía. A diferencia de sus equivalentes del mundo real, casi todo el personal docente de la Escuela Pública de Oasis parecía disfrutar sinceramente con su trabajo. Tal vez por no tener que dedicar la mitad de su tiempo a ejercer de niñeras y policías. De eso se encargaba el software de Oasis, que garantizaba que los alumnos permanecieran en silencio, sin moverse de sus asientos. Lo único que los profesores tenían que hacer era enseñar.

Durante nuestra clase de Historia de aquella mañana, el señor Avenovich cargó una simulación autónoma para que todos pudiéramos asistir al descubrimiento de la tumba del rey Tutankamón, a cargo de los arqueólogos que la encontraron en Egipto en 1922. (El día anterior habíamos visitado ese mismo lugar en 1334 a. C. y habíamos visto el imperio del faraón en todo su esplendor).

En la clase siguiente, que era de Biología, viajamos a través de un corazón humano y lo vimos bombear desde dentro, como en aquella película antigua titulada Viaje alucinante.

En clase de Arte, tocados con unos gorritos ridículos, recorrimos el Louvre.

En clase de Astronomía visitamos todas las lunas de Júpiter. Nos plantamos sobre la superficie volcánica de Ío al tiempo que nuestra profesora nos explicaba cómo se había formado aquella luna. Mientras nos hablaba, Júpiter permanecía suspendido tras ella, ocupando la mitad del cielo, y su Gran Mancha Roja giraba lentamente sobre el hombro izquierdo de la profesora. Entonces chasqueó los dedos y aparecimos de pronto en Europa y pasamos a conversar sobre la posibilidad de que existiera vida extraterrestre bajo la capa helada de aquella luna. Pasaba la hora del almuerzo sentado en uno de los campos verdes que rodeaban la escuela y contemplaba el paisaje simulado mientras, con el visor puesto, me comía una barrita de proteínas. Prefería eso a quedarme en mi guarida. A quienes estábamos en el último curso nos permitían salir a otros mundos durante la hora del almuerzo, pero yo no tenía el dinero que costaban los desplazamientos.

Conectarse a Oasis era gratis, pero viajar por su interior no. Yo casi nunca tenía el número mínimo de créditos para teletransportarme a otros mundos y regresar a Ludus. Cuando sonaba el último timbre del día, los alumnos que tenían cosas que hacer en el mundo real se desconectaban de Oasis y se esfumaban. Los demás se dirigían a otros mundos. Muchos jóvenes poseían sus propios vehículos interplanetarios. Los aparcamientos que proliferaban por Ludus estaban llenos de OVNIS, cazas estelares TIE, viejos transbordadores de la NASA, vipers de Battlestar Galactica y otras naves espaciales sacadas de todas las películas y series de ciencia ficción imaginables. Por las tardes, me quedaba en el campus de la escuela y veía, verde de envidia, todas aquellas naves que inundaban el cielo y se alejaban a velocidad supersónica para explorar las infinitas posibilidades de la simulación. Quienes no tenían nave se montaban en la de algún amigo, o salían corriendo en dirección a cualquier terminal de transporte para dirigirse a alguna discoteca de otro mundo, alguna sala de juegos, algún concierto de rock. Pero yo no. Yo no iba a ninguna parte. Yo estaba varado en Ludus, el planeta más aburrido de todo Oasis.

OASIS, Simulación de Inmersión Sensorial Ontológica Antropocéntrica (Ontologically Anthropocentric Sensory Immersive Simulation), era un lugar muy grande.

En la primera fase solo existían unos centenares de planetas para explorar, todos ellos creados por programadores y artistas. Sus entornos eran muy variados: desde los ambientes propios de espada y brujería hasta las ciudades ciberpunk, que ocupaban planetas enteros, pasando por tierras baldías sometidas a radiación nuclear, postapocalípticas e infestadas de zombis. Algunos planetas estaban diseñados minuciosamente, mientras que otros nacían de una serie de plantillas. Cada uno de ellos estaba poblado por una variedad de Personajes-No-Jugadores (PNJ), humanos controlados por ordenador, animales, monstruos, extraterrestres y androides con los que los usuarios de Oasis podían interactuar.

GSS también empezó a autorizar otros mundos de sus competidores, de modo que algunos contenidos que habían sido creados para juegos como Everquest y World of Warcraft se trasladaron a Oasis y al catálogo de sus planetas fueron añadiéndose copias de Norrath y Azeroth. No tardaron en seguirlos otros mundos virtuales; entre otros, Metaverse y Matrix. El universo Firefly quedó anclado en un sector adyacente a la galaxia de La guerra de las galaxias, y una recreación detallada del universo de Star Trek en el sector contiguo. Desde entonces, los usuarios podían teletransportarse a sus mundos favoritos, pasando de uno a otro. La Tierra Media. Vulcano. Pern. Arrakis. Magrathea. Discworld, Riverworld, Ringworld. Mundos y más mundos.

Para facilitar la organización y la navegación, el espacio virtual del interior del Oasis se había dividido en veintisiete subsectores de forma cúbica que contenían, cada uno de ellos, centenares de planetas distintos. (El mapa tridimensional de los veintisiete sectores se parecía sospechosamente a un juego de los ochenta llamado el Cubo de Rubik. Como la mayoría de los gunters, yo sabía que aquello no era casualidad). Cada uno de aquellos sectores medía exactamente diez horas luz de un extremo a otro o, lo que era lo mismo, unos ciento ocho mil millones de kilómetros. Así, viajando a la velocidad de la luz (que era la velocidad máxima que podía alcanzar cualquier nave espacial en Oasis), se tardaban exactamente diez horas en desplazarse de una punta de un sector a la otra. Además, esos recorridos de larga distancia no resultaban baratos. Las naves espaciales capaces de viajar a la velocidad de la luz eran escasas y consumían combustible. Para Gregarious Simulation Systems cobrar a cambio de proporcionar combustible virtual era una forma de obtener ingresos, dado que el acceso a Oasis era gratuito. Con todo, la principal fuente de ingresos de GSS provenía de las tarifas de teletransportación. La teletransportación era la manera más rápida de viajar, pero también resultaba la más cara. Podías trasladar a tu avatar a cualquier planeta de Oasis en una cabina de transporte público seleccionando el destino deseado en un mapa en el acto. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, literalmente, tu avatar llegaba allí. La teletransportación era el modo más rápido de viajar, pero también el más costoso.

Además de resultar caro, viajar por Oasis también podía ser peligroso. Cada sector estaba dividido en muchas zonas diferentes, que variaban de tamaño y forma. Algunas eran tan grandes que comprendían varios planetas, mientras otras cubrían apenas unos pocos kilómetros de la superficie de un mundo. Cada zona se regía por una combinación única de reglas y parámetros. La magia funcionaba en algunas zonas, pero no en otras. Y lo mismo ocurría con la tecnología. Si pilotabas tu nave espacial de base tecnológica en una zona donde la tecnología no funcionaba, los motores se apagaban en el momento en que cruzabas la frontera. Y entonces tenías que contratar los servicios de algún absurdo hechicero de barba larga canosa, para que te remolcara hasta alguna zona tecnológica en una nave espacial propulsada por la fuerza de algún sortilegio.

Las «zonas duales» permitían el uso tanto de la magia como de la tecnología; en cambio, en las «zonas nulas», ni una ni otra. Había Zonas Pacifistas donde estaban prohibidos los combates «Player versus Player» (de uno contra uno), pero existían también Zonas PvP en las que los avatares debían apañarse solos.

Al entrar en una zona nueva era conveniente proceder con cautela y estar alerta.

Pero, como ya he dicho, yo no tenía aquellos problemas. Yo vivía colgado del colegio.

Ludus había sido diseñado como lugar de aprendizaje, por eso el planeta no contaba, en ningún punto de su superficie, con una triste zona de diversión ni con portales de competición. Allí solo había miles de campus escolares idénticos, separados por prados verdes y ondulados, parques impecables, ríos, charcas y bosques generados por plantillas. Nada de castillos, mazmorras, fortalezas espaciales en órbita a las cuales mi avatar pudiera atacar. Ni PNJ que hicieran de malos, monstruos o extraterrestres contra quienes luchar, ni, por tanto, tesoros u objetos mágicos que saquear.

Y aquello, por varias razones, era una mierda.

Completar misiones, luchar contra PNJ y reunir tesoros era la única vía mediante la que un avatar de nivel bajo, como el mío, podía acumular puntos de experiencia (XP). Obtener aquellos XP era el modo de incrementar el grado de potencia de tu avatar, así como su fuerza y sus aptitudes.

A muchos usuarios de Oasis no les importaba en absoluto cuál fuera el grado de potencia de su avatar ni la naturaleza de los juegos de la simulación. Ellos solo usaban Oasis para divertirse, hacer negocios, comprar o salir con sus amigos. Ese tipo de usuario se limitaba, sencillamente, a evitar las zonas de juegos o de PvP, donde sus avatares indefensos de nivel 1 podían ser atacados por Personajes-No-Jugadores o por otros competidores. Si no salías de las zonas seguras, como Ludus, no hacía falta que te preocuparas de la posibilidad de que robaran, secuestraran o asesinaran a tu avatar.

Pero yo no soportaba verme varado en una zona segura.

Si pretendía encontrar el Huevo de Halliday sabía que, tarde o temprano, tendría que adentrarme en los sectores peligrosos de Oasis. Y si no contaba con la suficiente potencia ni con las armas necesarias para defenderme, no viviría mucho tiempo.

Durante los cinco años anteriores había logrado lenta y gradualmente elevar mi avatar hasta el tercer nivel. No me había resultado nada fácil. Lo había conseguido pidiendo a otros alumnos (casi siempre a Hache) que me dejaran acompañarlos, siempre y cuando los planetas a los que se dirigían no fueran demasiado peligrosos para mi enclenque avatar. Les proponía que me dejaran cerca de alguna zona de juegos para principiantes y dedicaba el resto de la noche, o del fin de semana, a pasar por la espada a orcos, kobolds o cualquier otro monstruo insignificante y débil que no pudiera matarme a mí. Por cada PNJ que mi avatar derrotara, yo obtenía unos pocos puntos de experiencia y, generalmente, un puñado de monedas de cobre o plata que arrebataba a mis enemigos recién ajusticiados. Aquellas monedas se convertían al momento en créditos, que usaba para pagar la tarifa de teletransportación para regresar a Ludus, muchas veces inmediatamente antes de que sonara el último timbre que marcaba el inicio de las clases. Alguna vez, no muchas, alguno de los PNJ a los que mataba soltaba algún objeto. Así fue, por ejemplo, como obtuve la espada, el escudo y la armadura de mi avatar.

Antes de terminar el curso anterior dejé de pedirle a Hache que me llevara a los sitios. Él ya había llegado al nivel 30, y casi siempre se dirigía a planetas que resultaban demasiado peligrosos para mi avatar. A él no le importaba en absoluto dejarme en algún mundo para novatos que le pillara de paso, pero entonces, si yo no conseguía acumular los créditos suficientes para pagarme el viaje de regreso a Ludus, acababa faltando a clase, colgado en algún planeta. Y eso no se consideraba una causa justificada. Yo ya había acumulado tantas faltas de asistencia sin justificar que corría el riesgo de que me expulsaran. Si eso sucedía tendría que devolver la consola y el visor de Oasis que me había facilitado el centro. Y, lo que era peor, debería regresar al mundo real a terminar el último curso. No podía correr ese riesgo.

Por eso ya casi nunca salía de Ludus. Estaba atrapado allí, y también atrapado en el nivel 3. Como imaginaréis, tener un avatar de nivel 3 era algo muy vergonzoso. Los demás gunters solo te tomaban en serio a partir del nivel 10. Y aunque yo era gunter desde el primer día, todo el mundo me consideraba un novato. Era frustrante.

Hundido en la desesperación, había intentado conseguir un trabajo de media jornada al salir de clase, para ganar algo de dinero con el que poder moverme por ahí (sobre todo en la construcción, codificando parte de centros comerciales y edificios de oficinas de Oasis). Pero era inútil. Había millones de adultos universitarios que no conseguían trabajo. La Gran Recesión había entrado en su tercera década y el desempleo seguía siendo altísimo. Las listas de espera de quienes solicitaban trabajo en los locales de comida rápida de mi barrio eran de dos años.

De modo que seguía colgado del colegio. Me sentía como un niño sin monedas delante de la mejor máquina de marcianitos del mundo, incapaz de hacer nada que no fuera pasearme por allí y ver jugar a los demás.

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