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Después de comer regresé al colegio y me dispuse a asistir a mi clase favorita: Estudios Avanzados de Oasis. Se trataba de una asignatura optativa del último curso en la que se aprendía la historia de la simulación y de sus creadores. En esa materia iba a sacar un sobresaliente, seguro.

Durante los cinco años anteriores había dedicado mi tiempo libre a aprender todo lo posible sobre James Halliday. Había estudiado de manera exhaustiva su vida, logros, intereses. Había leído las diez o doce biografías sobre él, publicadas tras su muerte. También se habían hecho varios documentales, y los había visto todos. Había analizado todas y cada una de las palabras que Halliday había escrito y había jugado a los videojuegos que había creado. Tomaba apuntes, anotaba los detalles que me parecía que podían estar relacionados con La Cacería. Lo apuntaba en un cuaderno (que había empezado a llamar mi Diario del Grial tras ver la tercera película de la serie de Indiana Jones).

Cuanto más aprendía sobre la vida de Halliday, más lo mitificaba. No en vano era un dios para los geeks. Una superdeidad para los obsesos de los ordenadores, a la altura de Gygax, Garriott y Wozniak. Se había ido de casa al terminar la secundaria llevándose consigo solo su imaginación e ingenio, que había usado para alcanzar fama mundial y amasar una inmensa fortuna. Casi sin ayuda de nadie había creado una realidad totalmente nueva, que proporcionaba una vía de escape a la práctica totalidad de la humanidad. Y, por si fuera poco, había convertido sus últimas voluntades y su testamento en la mejor competición de todos los tiempos.

De modo que me pasé casi toda la hora que duró la clase de Estudios Avanzados de Oasis metiéndome con nuestro profesor, el señor Ciders, señalándole los errores que aparecían en el libro de texto y levantando la mano para aportar detalles sobre la vida de Halliday que consideraba relevantes y que a mí (y solo a mí) me parecían, además, interesantes. Tras las primeras semanas de clase, el señor Ciders había dejado de preguntarme nada, a menos que nadie más en el aula conociera la respuesta a sus preguntas.

Ese día el señor Ciders leía fragmentos de El hombre del huevo, la biografía de Halliday que se había convertido en éxito de ventas y que yo había releído cuatro veces. Mientras él leía, yo debía reprimirme para no interrumpir y señalar la gran cantidad de cosas importantes que aquel libro dejaba en el tintero. Lo que hacía era tomar nota mental de cada omisión y, cuando el señor Ciders empezó a relatar las circunstancias de la infancia de Halliday, intenté, una vez más, reconstruir los secretos sobre la manera tan extraña en que Halliday había vivido su vida y sobre las extrañas pistas que él mismo había decidido dejar tras su muerte.

James Donovan Halliday nació el 12 de junio de 1972 en Middletown, Ohio. Era hijo único. Su padre era un operador informático alcohólico y su madre una camarera bipolar.

Según todas las versiones, James fue un niño inteligente pero socialmente inadaptado. Le costaba muchísimo comunicarse con la gente que lo rodeaba. A pesar de su inteligencia evidente, sus resultados escolares fueron malos, porque centraba casi toda su atención en cómics, novelas de ciencia ficción y fantasía y, sobre todo, en los videojuegos.

Un día, en el instituto, Halliday estaba sentado solo en la cantina leyendo el Manual Práctico de Dragones y mazmorras. Aquel juego le entusiasmaba, pero nunca había podido jugar, porque no tenía amigos con quienes hacerlo. Un compañero de clase llamado Ogden Morrow se fijó en lo que estaba leyendo y lo invitó a asistir a una de las sesiones semanales de Dragones y mazmorras que se organizaban en su casa. Fue allí, en el sótano de Morrow, donde Halliday conoció a un grupo de supergeeks como él. Todos lo aceptaron al momento y, por primera vez en su vida, James Halliday se integró en un círculo de amistades.

Ogden Morrow acabó convirtiéndose en el socio de Halliday, así como en su colaborador y mejor amigo. Posteriormente muchos compararían aquella relación con la de Jobs y Wozniak, o con la de Lennon y McCartney. En cualquier caso, sería una asociación que modificaría el curso de la historia de la humanidad.

A los quince años, Halliday creó su primer videojuego, Anorak’s Quest. Lo programó en BASIC, en un TRS-80 Color Computer que le habían regalado en la Navidad de 1982 (aunque él había pedido a sus padres un Commodore 64, algo más caro). Anorak’s Quest era un juego de aventuras ambientado en Ctonia, el mundo de fantasía que Halliday había creado para la campaña de Dragones y mazmorras de su instituto. Anorak era el apodo que le había puesto una alumna inglesa que participaba en un intercambio en su centro. Y a él le gustó tanto que lo usó para nombrar a su personaje favorito de Dragones y mazmorras, el poderoso brujo que posteriormente aparecería en muchos de sus videojuegos.

Halliday inventó Anorak’s Quest por pura diversión, para compartirlo con sus amigos del grupo de Dragones y mazmorras. A todos les resultó adictivo, y se pasaban horas y horas intentando resolver los complicados acertijos y enigmas del juego. Ogden Morrow insistía en que Anorak’s Quest era mejor que la mayoría de los juegos de ordenador que en esa época existía en el mercado y lo animó a que intentara venderlo. Ayudó a Halliday a crear un diseño de cubierta sencillo para el juego y, juntos, copiaron uno por uno gran cantidad de disquetes floppy de 51/4 pulgadas y los metieron en bolsas de plástico cerradas herméticamente acompañados de unas fotocopias con las instrucciones. Empezaron a vender el juego en la sección de software de la tienda de ordenadores de su barrio. Al poco tiempo, la demanda era tal que no daban abasto creando copias.

Morrow y Halliday decidieron poner en marcha su propia empresa de videojuegos, Gregarious Games, que al principio funcionaba en el sótano de Morrow. Halliday programó versiones nuevas de Anorak’s Quest para los ordenadores Atari 800XL, Apple II y Commodore 64, mientras Morrow anunciaba el juego en la última página de algunas revistas de informática. A los seis meses, Anorak’s Quest se había convertido en un éxito de ventas en todo el país.

Halliday y Morrow estuvieron a punto de no terminar los estudios de secundaria, porque se pasaron casi todo el último año trabajando en Anorak’s Quest II. Y en lugar de asistir a clase concentraban toda su energía en su nueva empresa, que había crecido tanto que ya no cabía en el sótano de Morrow. En 1990, Gregarious Games se trasladó a su primera oficina digna de ese nombre, situada en una zona comercial decrépita de Columbus, Ohio.

La pequeña empresa entró en tromba en la industria de los videojuegos durante la década siguiente y lanzó una serie muy innovadora de juegos de acción y aventuras realizados con un sistema de grafismo subjetivo inventado por el propio Halliday. Gregarious Games se convirtió en el nuevo referente de los juegos de inmersión y, cada vez que lanzaba un título nuevo, lograba lo que hasta entonces parecía imposible para el hardware informático existente hasta ese momento.

Ogden Morrow era una persona segura de sí misma, carismática por naturaleza, que se ocupaba de todos los aspectos vinculados a los negocios y las relaciones públicas. En todas las ruedas de prensa de Gregarious Games, Morrow exhibía su risa contagiosa, su barbita corta y sus gafas de montura metálica y recurría a su don natural para la promoción y la hipérbole. Halliday, en cambio, parecía su polo opuesto en todos los sentidos. Era alto, flaco, tímido hasta la exageración, y prefería mantenerse alejado de los focos.

El personal contratado por Gregarious Games durante ese período cuenta que Halliday solía encerrarse en su despacho, donde programaba juegos sin parar y donde no era raro que pasara varios días, e incluso semanas, sin apenas comer, dormir o mantener contacto con otras personas.

En las raras ocasiones en que Halliday concedía entrevistas, su comportamiento resultaba bastante excéntrico hasta para los parámetros de los diseñadores de videojuegos. No lograba estarse quieto, se mostraba distante y tan poco sociable, que los entrevistadores, muchas veces, llegaban a la conclusión de que padecía algún trastorno mental. Halliday tendía a hablar a tal velocidad que lo que decía resultaba ininteligible. El tono de su risa era muy agudo, cosa que se destacaba si cabe aún más, porque con frecuencia era el único que sabía de qué se reía. Cuando se aburría en el transcurso de una entrevista (o conversación), se levantaba y se iba sin mediar palabra.

Halliday tenía muchas obsesiones conocidas. Entre ellas, las más notorias eran los videojuegos clásicos, las novelas de fantasía y las películas de todos los géneros. También tenía una gran fijación por los ochenta, la década de su adolescencia. Halliday parecía esperar que todos los que convivían con él compartieran sus pasiones y criticaba a quienes no lo hacían. Se sabía que había despedido a empleados que llevaban mucho tiempo trabajando para la empresa por no saber a quién pertenecía esta o aquella cita de alguna película que él reproducía, o por no estar familiarizados con alguno de sus dibujos animados, cómics o videojuegos favoritos. (Ogden Morrow siempre volvía a contratarlos, sin que Halliday se diera cuenta casi nunca de que volvían a estar en plantilla).

Con el paso de los años, en vez de mejorar, las aptitudes sociales de Halliday parecían deteriorarse cada vez más. (Tras su muerte se llevaron a cabo varios estudios psicológicos exhaustivos y tanto su apego a las rutinas como su dedicación a unos pocos temas abstrusos llevaron a muchos psicólogos a la conclusión de que Halliday sufría el síndrome de Asperger, o alguna otra forma de autismo profundo).

Pero a pesar de sus excentricidades nadie cuestionaba que Halliday era un genio. Los juegos que creaba resultaban adictivos y alcanzaban una extraordinaria popularidad. Todos los títulos lanzados por Gregarious Games batían récords de ventas y obtenían los principales galardones de su sector. Al terminar el siglo XX a Halliday se lo consideraba el mejor diseñador de videojuegos de su generación y, según algunos, de todos los tiempos.

Ogden Morrow era también un programador brillante, pero su verdadero talento radicaba en su visión para los negocios. Además de colaborar en la creación de los juegos de la empresa, también dirigió todas las primeras campañas de marketing y los planes de distribución, con resultados asombrosos. Cuando, finalmente, Gregarious Games salió a Bolsa, sus acciones alcanzaron de inmediato valores estratosféricos.

A los treinta años, Halliday y Morrow ya eran multimillonarios. Se compraron mansiones en la misma calle. Morrow adquirió un Lamborghini y viajó por todo el mundo. Halliday compró y restauró uno de los DeLoreans originales usados en la película Regreso al futuro, y siguió pasando la mayor parte de su tiempo con un teclado entre los dedos. Dedicó su riqueza a adquirir la que acabaría convertida en la mayor colección privada del mundo especializada en videojuegos clásicos, figuras de acción de La guerra de las galaxias, fiambreras escolares vintage y cómics.

Y entonces, cuando se encontraba en la cima del éxito, Gregarious Games pareció entrar en un letargo. Transcurrieron varios años, durante los cuales no lanzaron ningún juego nuevo. Morrow pronunciaba anuncios crípticos, declaraba que la empresa trabajaba en un ambicioso proyecto que los llevaría en una dirección enteramente nueva. Empezó a circular el rumor de que Gregarious Games se había implicado en el desarrollo de algo parecido a un nuevo hardware de juegos y de que aquel proyecto secreto estaba agotando rápidamente los considerables recursos económicos de la empresa. También había indicios de que tanto Halliday como Morrow habían invertido gran parte de sus fortunas personales en el nuevo proyecto de la empresa. Y se corrió la voz de que esta estaba a punto de hundirse.

Entonces, en diciembre de 2012, Gregarious Games cambió de nombre y pasó a llamarse Gregarious Simulation Systems y, bajo esa nueva marca lanzó su producto emblemático, el único que llegaría a sacar al mercado: Oasis, el acrónimo de las palabras Ontologically Anthropocentric Sensory Immersive Simulation (Simulación de Inmersión Sensorial Ontológica Antropocéntrica). Oasis acabaría por modificar la manera de vivir, trabajar y comunicarse de la gente en todo el mundo. Transformaría la naturaleza del entretenimiento, de las redes sociales e incluso de la política global. Aunque en un principio se vendió solo como juego online para un número enorme de jugadores, Oasis no tardaría en convertirse en un nuevo modo de vida.

Antes de la aparición de Gregarious Simulation Systems, los juegos online para un número enorme de jugadores (MMO, en inglés), fueron de los primeros entornos compartidos sintéticos que existieron. Permitían a miles de jugadores coexistir simultáneamente en un mundo simulado, al que se conectaban vía internet. Aquellos juegos se desarrollaban con frecuencia en escenarios de ciencia ficción o fantasía, y el tamaño de los entornos simulados era relativamente pequeño, por lo general comprendía un solo mundo o, en el caso de unos pocos juegos más ambiciosos de ciencia ficción, de diez o doce planetas pequeños. Los jugadores de este tipo de juegos solo podían ver su entorno online a través de una pequeña pantalla bidimensional —su monitor del ordenador— e interactuar con él mediante el teclado, el ratón y otros dispositivos aparatosos.

Gregarious Simulation Systems elevó el concepto de juegos online para muchos jugadores a un nivel totalmente nuevo. Oasis no limitaba a sus jugadores a un solo planeta, ni siquiera a diez o doce, sino que contenía cientos (y, finalmente, miles) de mundos en alta definición y tres dimensiones para que pudieran explorarlos. Todos ellos presentados con gran precisión gráfica y lujo de detalles que alcanzaba hasta las briznas de hierba y los insectos que los poblaban, e incorporaba, incluso, vientos y otros fenómenos meteorológicos. Los usuarios podían circunnavegar por cada uno de aquellos planetas y no volver a ver el mismo territorio nunca más. Ya en su versión original, el alcance de la simulación resultaba asombroso.

Halliday y Morrow se referían a Oasis como a una «realidad de código abierto», un universo online maleable al que todo el mundo podía acceder vía internet, a través del ordenador que tuvieran o de la consola de videojuegos. Era posible conectarse y escapar al instante de la monotonía de la vida cotidiana. Cualquiera podía crear una identidad totalmente nueva de sí mismo, con un control absoluto sobre su propio aspecto y sobre la imagen ante los demás. En Oasis, los gordos podían ser delgados, los feos, guapos, y los tímidos, extravertidos. O viceversa. Allí era posible cambiar de nombre, edad, sexo, raza, altura, peso, voz, color de pelo y estructura ósea. Allí era posible, incluso, dejar de ser humano y convertirse en ogro, en elfo, en extraterrestre, en cualquier criatura de la literatura, el cine o la mitología.

En Oasis cualquiera podía convertirse en quien quisiera ser, sin revelar siquiera su propia identidad, porque el anonimato estaba garantizado.

Los usuarios también podían alterar el contenido de los mundos virtuales que aparecían en Oasis, o crearlos ellos mismos. De pronto, la presencia online de una persona dejaba de quedar limitada a una página web o al perfil de una red social. En Oasis uno podía inventarse su propio planeta privado, construirse una mansión virtual en él, amueblarlo y decorarlo como más le gustara e invitar a unos cuantos miles de amigos a una fiesta. Y aquellos amigos podían encontrarse en diez o doce zonas horarias distintas, repartidos por todo el mundo.

Las claves del éxito de Oasis eran los dos nuevos elementos de interfaz de hardware que GSS había creado y que resultaban imprescindibles para acceder a la simulación: el visor y los guantes hápticos.

El Visor Sin Cables Adaptable de Talla Única Oasis era de un tamaño ligeramente superior al de unas gafas de sol. Recurría a rayos láser de baja potencia, y por tanto inofensivos, para representar el entorno de Oasis, de un realismo asombroso, en las retinas de quienes se las ponían logrando que todo su campo de visión se sumergiera de lleno en el mundo online. El visor estaba a años luz de aquellas aparatosas gafotas de realidad virtual que existían desde hacía un tiempo y supuso un cambio de paradigma en la tecnología de lo virtual. Lo mismo podía decirse de los Guantes Hápticos Ligeros Oasis, que permitían a los usuarios controlar directamente las manos de su avatar e interactuar con su entorno simulado como si, de hecho, se encontraran en él. Cuando agarrabas algo, abrías una puerta o conducías un vehículo, los guantes hápticos te hacían sentir aquellos objetos y superficies inexistentes, como si en realidad se encontraran ahí, delante de ti. Los guantes te permitían, como se decía en los anuncios de la tele, «llegar a Oasis y tocarlo». Combinados, el visor y los guantes convertían la experiencia de acceder a Oasis en algo que no se parecía a nada conocido y, una vez que la gente lo probaba, ya no había vuelta atrás.

El software que cargaba la simulación, el nuevo Motor de Realidad de Oasis, creación de Halliday, supuso también un inmenso avance tecnológico. Logró vencer las limitaciones de software que habían lastrado los anteriores intentos de crear realidades virtuales. Además de lo limitado de su tamaño, los MMO anteriores también se veían obligados a ajustar el número de poblaciones virtuales, que por lo general no podían superar unos pocos miles de usuarios por servidor. Si se conectaba mucha gente a la vez, la simulación se volvía muy lenta y los avatares quedaban congelados en pleno movimiento, mientras el sistema hacía esfuerzos por mantener el ritmo. Pero Oasis usaba un «servidor matriz tolerante al error», que podía obtener potencia adicional de cada ordenador que estuviera conectado a él. En el momento de su lanzamiento, Oasis podía incorporar a cinco millones de usuarios simultáneamente, sin retraso alguno ni posibilidad de colapso del sistema.

Una gigantesca campaña de marketing promovió el lanzamiento de Oasis. Por sus dimensiones, no se parecía a nada que se hubiera anunciado antes. Los constantes anuncios de televisión e internet, así como los de las vallas publicitarias, mostraban un oasis frondoso con sus palmeras y su charca de agua azul, cristalina, rodeado por un desierto desolado.

El nuevo lanzamiento de GSS fue un éxito rotundo desde el primer día. Oasis era lo que la gente llevaba decenios esperando. La «realidad virtual» que llevaban tanto tiempo prometiéndoles había llegado al fin y era aún mejor de lo que habían imaginado. Oasis era una utopía online, un simulador doméstico. Y lo mejor de todo: era gratuito.

La mayoría de los juegos de la época generaba beneficios cobrando a los usuarios una tarifa mensual de suscripción para poder acceder a ellos. GSS solo cobraba una vez, cuando se firmaba el contrato, y a cambio de veinticinco centavos de dólar el usuario recibía una cuenta de Oasis que no había que renovar nunca más. Los anuncios publicitarios insistían en ello: «Oasis: el mejor videojuego jamás creado solo cuesta veinticinco centavos».

En una época de gran incertidumbre social y cultural, cuando casi toda la población mundial anhelaba huir de la realidad, Oasis lo hizo posible de un modo económico, legal, seguro y no adictivo (según estudios clínicos). La crisis energética que se vivía contribuyó enormemente a la popularidad desbocada de Oasis. Los altísimos precios del petróleo convertían en prohibitivos los viajes en avión y en coche para el ciudadano medio y Oasis se convirtió en la única vía de escape que la mayoría de las personas podía permitirse. A medida que la era de las fuentes de energía baratas y abundantes llegaba a su fin, la pobreza y las turbulencias sociales se extendían como virus. Cada día eran más las personas con motivos para refugiarse en la utopía virtual de Halliday y Morrow.

Cualquier empresa que quisiera abrir una oficina en Oasis debía alquilar o comprar un local virtual a GSS. Anticipándose a la cuestión, la compañía había reservado el Sector 1 como zona de negocios del simulador y había empezado a vender y a alquilar millones de edificios de propiedad. En un abrir y cerrar de ojos se erigieron centros comerciales del tamaño de ciudades y por los planetas se propagaron, a una velocidad equiparable a la de las grabaciones a cámara rápida en las que se veía cómo una naranja iba cubriéndose de moho y se pudría en cuestión de segundos, escaparates virtuales. El desarrollo urbano no había sido nunca tan fácil.

Además de los miles de millones de dólares que GSS ganaba vendiendo una tierra que no existía, también se forraba ofreciendo objetos y vehículos virtuales. Oasis se convirtió en una parte tan inseparable de la vida de la gente que los usuarios se mostraban dispuestos a gastarse un dinero muy real en adquirir accesorios para sus avatares: ropa, muebles, casas, coches voladores, espadas mágicas, ametralladoras… Aquellos artículos no eran más que unos y ceros almacenados en los servidores de Oasis, pero también eran símbolos de estatus. La mayoría de ellos apenas costaba unos pocos créditos, pero como a GSS no le costaba nada producirlos, todo eran beneficios. Incluso en medio de esa prolongada recesión, Oasis permitió que los americanos siguieran dedicándose a su pasatiempo favorito: comprar.

Oasis no tardó en convertirse en el servicio más popular de internet, hasta el punto de que los términos «internet» y «Oasis» pasaron a ser sinónimos. Y el sistema operativo de este, tridimensional y muy fácil de usar, acabó siendo el más conocido del mundo.

Poco tiempo después, miles de millones de personas de todo el planeta trabajaban y jugaban en Oasis todos los días. Algunos se conocían, se enamoraban y se casaban sin poner siquiera el pie en el mismo continente. Las líneas que distinguían la identidad real de una persona de las de su avatar empezaron a difuminarse.

Era el nacimiento de una nueva era, una era en la que casi toda la humanidad pasaba su tiempo libre en un videojuego.

El resto de la jornada escolar pasó volando, hasta que llegó la clase de latín.

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