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NIVEL UNO » 0006

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Casi todos los alumnos escogían lenguas extranjeras con la idea de poder usarlas algún día, como el mandarín, el hindi o el español. Yo me decidí por el latín siguiendo el ejemplo de James Halliday, que también lo había estudiado y, a veces, usaba palabras y expresiones latinas en sus primeros juegos de aventuras. Por desgracia, y a pesar de las posibilidades ilimitadas que ofrecía Oasis, a mi profesora de latín, la señora Rank, le costaba mucho hacer de sus clases algo interesante. Ese día en concreto repasaba un montón de verbos que yo ya había memorizado, lo que hizo que me distrajera casi desde el principio.

Durante una clase, el juego de simulación impedía que los alumnos tuvieran acceso a cualquier dato o programa no autorizado por su profesor, a fin de que los alumnos no pudieran ver películas, entretenerse con juegos o chatear entre ellos en lugar de seguir las lecciones. Por suerte, durante mi primer año, había descubierto un defecto en el software de la biblioteca online de la escuela y, aprovechándome de él, lograba entrar en cualquier libro de los que contenía, incluido el Almanaque de Anorak. De modo que siempre que me aburría (como ese día), lo colgaba de una ventana de mi escritorio y leía mis pasajes favoritos para pasar el rato.

A lo largo de los últimos cinco años, el Almanaque de Anorak se había convertido en mi Biblia. Como sucedía con la mayoría de los libros, ese también estaba disponible solamente en formato electrónico. Pero yo quería leerlo a cualquier hora del día o de la noche, incluso durante alguno de los frecuentes apagones, por lo que había reparado una de las impresoras láser antiguas para disponer de una copia en papel. La había metido en una carpeta de tres anillas que llevaba en la mochila y la leí una y otra vez, hasta que me aprendí de memoria todas y cada una de sus palabras.

En el Almanaque de Anorak había miles de referencias a los libros, programas de televisión, películas, novelas ilustradas y videojuegos favoritos de Halliday. La mayoría de ellos tenía más de cuarenta años de antigüedad, por lo que era posible descargarse copias gratuitas desde Oasis. Si había algo que no estuviera legalmente disponible sin tener que pagar, casi siempre lo conseguía recurriendo a Guntorrent, un programa en el que los gunters de todo el mundo compartían sus archivos.

Cuando de investigar se trataba, yo nunca tomaba ningún atajo. En los últimos cinco años había recorrido la lista de las lecturas recomendadas a los gunters. Douglas Adams, Kurt Vonnegut, Neal Stephenson, Richard K. Morgan, Stephen King, Orson Scott Card, Terry Pratchett, Terry Brooks, Bester, Bradbury, Haldeman, Heinlein, Tolkien, Vance, Gibson, Gaiman, Scalzi, Zelazny. Había leído todas las novelas de los autores favoritos de Halliday.

Y no me había conformado con eso.

También había visto todas las películas que aparecían citadas en el Almanaque. Si se trataba de alguna de las favoritas de Halliday, como Juegos de guerra, Los cazafantasmas, Escuela de genios, Más vale muerto, La revancha de los novatos, las miraba una y otra vez hasta que me aprendía las escenas de memoria.

Devoré enteras las que, en palabras de Halliday, eran «Las Sagradas Trilogías»: La guerra de las galaxias (la original y la trilogía en ese orden); El Señor de los Anillos; Matrix, Mad Max, Regreso al futuro e Indiana Jones. (Halliday había comentado en una ocasión que había decidido fingir que las demás películas de Indiana Jones, desde El reino de la Calavera de Cristal en adelante, no existían. Yo, en líneas generales, coincidía con él).

También me empapé de las filmografías completas de todos sus directores favoritos: Cameron, Gilliam, Jackson, Fincher, Kubrick, Lucas, Spielberg, Tarantino. Y, por supuesto, de la de Kevin Smith.

Me pasé tres meses estudiando las películas para adolescentes de John Hughes, memorizando las réplicas más importantes de los diálogos.

«Solo pegan a los dóciles. Los atrevidos sobreviven».

Podía decirse que había cubierto todos los terrenos.

Estudié a los Monty Python. Y no solo Los caballeros de la mesa cuadrada. Todas sus películas, discos y libros, además de los episodios de la serie original de la BBC. (Incluidos aquellos dos capítulos «perdidos» que realizaron para la televisión alemana).

No estaba dispuesto a saltarme nada.

Ni a dejar escapar nada obvio.

No sé dónde exactamente, pero en algún punto empecé a excederme.

De hecho, es posible que estuviera empezando a volverme un poco loco.

Vi todos los episodios de El gran héroe americano, Lobo del aire, El Equipo-A, El coche fantástico, Un equipo muy especial y Los teleñecos.

¿Y Los Simpson?, os preguntaréis.

Sabía más cosas sobre Springfield que sobre mi propia ciudad.

¿Y Star Trek?

También había hecho los deberes. La Serie Original, La Nueva Generación, Espacio Profundo 9. Incluso Voyager y Enterprise. Las vi todas, en orden cronológico. También las películas.

«Phasers apuntando a objetivo».

También hice un curso intensivo sobre los dibujos animados que se emitían los sábados por la mañana en los ochenta.

Me aprendí los nombres de todos los putos últimos Gobots y Transformers.

La tierra perdida, Thundarr el Bárbaro, He-Man, Schoolhouse Rock!, G. I. Joe. Los conocía todos. Porque, como decía G. I. Joe: «¡Saber es la mitad de la batalla!».

¿Quién era mi amigo cuando las cosas se ponían difíciles? El dragón H. R. Pufnstuf.

¿Japón? ¿Que si estudié las series y películas japonesas?

Pues sí. Más bien sí. Las de animación (anime) y acción real. Godzilla, Gamera, Star Blazers, Los gigantes del espacio, G-Force y Meteoro. «Go, speed racer, go».

Yo no era un aficionado cualquiera.

Y no hacía lo que hacía para pasar el rato.

Pero si incluso llegué a aprenderme de memoria todas las frases con las que Bill Hicks terminaba sus monólogos cómicos…

¿Y música?

Lo de la música no fue nada fácil.

Me costó bastante tiempo.

La de los ochenta fue una década muy larga (diez años enteros) y Halliday no parecía haber tenido un gusto demasiado selectivo. Escuchaba cualquier cosa. Yo también. Pop, rock, new wave, punk, heavy metal. Desde The Police hasta Journey pasando por R.E.M. y The Clash. Lo tocaba todo.

Recorrí la discografía completa de They Might Be Giants en dos semanas. Devo me llevó algo más de tiempo.

Vi un montón de vídeos en YouTube de chicas guapas y raritas, cantando versiones de canciones de los ochenta, acompañadas por sus ukeleles. Estrictamente hablando, aquello no me servía para la investigación, pero sentía debilidad fetichista por las chicas guapas y raritas que tocaban el ukelele, una debilidad fetichista que no puedo ni quiero explicar ni defender.

Memorizaba las letras. Unas letras tontas interpretadas por grupos con nombres como Van Halen, Bon Jovi, Def Leppard y Pink Floyd.

Me esforzaba.

Mi lamparilla de aceite permanecía encendida hasta altas horas.

Por cierto, no sé si sabíais que Lamparilla de Aceite, es decir, Midnight Oil fue un grupo australiano que consiguió un éxito en 1987, una canción titulada Beds are Burning.

Estaba obsesionado. No podía dejarlo. Empezaba a sacar peores notas en clase. Pero no me importaba.

Leía todos los números de los cómics que Halliday coleccionaba.

No estaba dispuesto a que nadie pusiera en duda mi compromiso.

Y menos cuando se trataba de videojuegos.

Los videojuegos eran mi especialidad.

Mi especialización, un arma de doble filo.

Mi categoría soñada, la del mejor concursante del programa de preguntas y respuestas de televisión.

Me bajaba todos los juegos mencionados o referenciados en el Almanaque de Anorak, desde Akalabeth hasta Zaxxon. Y jugaba a ellos hasta dominarlos. Solo entonces pasaba al siguiente.

Os asombraría saber todo lo que se puede investigar cuando uno no tiene vida propia. Doce horas al día, siete días a la semana, son un montón de horas destinadas al estudio.

Estudiaba todos los géneros de videojuegos, todas las plataformas. Los clásicos de arcade, los de ordenadores personales, los de consolas, los de videoconsolas portátiles. Aventuras basadas en textos, videojuegos de tiroteos con planos subjetivos, juegos de rol en tercera persona. Clásicos viejísimos de 8, 16 y 32 bits escritos en el siglo pasado. Cuanto más difícil resultaba ganar en algún juego, mejor lo pasaba. Y mientras practicaba con aquellas reliquias digitales antiguas, noche tras noche, año tras año, descubría que aquello se me daba bien. Era capaz de dominar casi todos los videojuegos de acción en cuestión de horas y no había aventura ni juego de rol que no lograra resolver. No me hacía falta recurrir a atajos ni a códigos trampa. Todo encajaba. Y lo que mejor se me daba eran los juegos de las viejas máquinas arcade, las que funcionaban con monedas. Cuando estaba en racha con alguno de esos clásicos rapidísimos, Defender, por ejemplo, me sentía como un halcón en pleno vuelo, o como un tiburón debía de sentirse nadando en el fondo marino. Por primera vez, sabía lo que era haber nacido para algo. Tener un don.

Pero no había sido mi afición a las películas antiguas, a los cómics, a los videojuegos, la que me había llevado hasta la primera pista real. La primera pista me llegó mientras estudiaba la historia de los primeros juegos de rol tradicionales, los de lápiz y papel.

Impresos en la primera página del Almanaque de Anorak figuraban los cuatro versos que Halliday había recitado en el vídeo Invitación de Anorak.

Ocultas, las tres llaves, puertas secretas abren.

En ellas los errantes serán puestos a prueba.

Y quienes sobrevivan a muchos avatares

llegarán al Final donde el trofeo espera.

Al principio, aquella parecía ser la única referencia directa a la competición que aparecía en todo el almanaque. Pero con el tiempo, enterrado entre las dilatadas notas del diario y todos los artículos sobre cultura pop, descubrí un mensaje oculto.

Esparcidas por el texto había una serie de letras marcadas. Cada una de ellas presentaba una especie de muesca diminuta, casi invisible, que se hundía en su borde. Yo ya me había fijado en ellas un año después de la muerte de Halliday. En aquella época leía la copia impresa del Almanaque de Anorak, por lo que al principio pensé que las muescas no eran más que pequeñas imperfecciones de impresión, debidas tal vez al papel o a la mala calidad de la impresora vieja que había usado. Pero al contrastarlo con la versión electrónica disponible en el web de Halliday descubrí las mismas muescas en las mismas letras. Si las ampliabas con un zoom, aquellas muescas se destacaban con claridad diáfana.

Si estaban ahí era porque las había puesto Halliday. Y si lo había hecho, era por algo.

En total sumaban ciento veinticinco letras con muesca, esparcidas por el libro. Al anotarlas en el mismo orden en que aparecían descubrí que formaban palabras. Las apunté en mi Diario del Grial, temblando de emoción:

Llave de Cobre aguarda a exploradores

en un sepulcro atestado de horrores.

Mas mucho has de aprender si esperas acceder

al podio de los más altos honores.

Otros gunters ya habían descubierto aquel mensaje oculto, claro, pero todos ellos habían sido lo bastante prudentes para no revelarlo. Al menos durante un tiempo. Unos seis meses después de haber descubierto los versos camuflados, un bocazas de primero de carrera que estudiaba en el MIT también los encontró. Se llamaba Steven Pendergast y quiso acceder a sus quince minutos de fama compartiendo su «hallazgo» con los medios de comunicación. En los informativos, durante un mes, se sucedieron las entrevistas a aquel gilipollas, que de todos modos no tenía la menor idea del significado del mensaje. A partir de aquel caso, hacer pública una pista sobre La Cacería pasó a conocerse como «hacer un pendergast».

Una vez que el mensaje pasó a ser del dominio público, los gunters empezaron a llamarlo «La quintilla». Hacía ya cuatro años que el mundo entero tenía conocimiento de ella, pero nadie parecía entender su verdadero significado, y la Llave de Cobre todavía estaba por descubrir.

Yo sabía que Halliday había usado con frecuencia acertijos similares en muchos de sus primeros juegos de aventuras y que cada uno de ellos cobraba sentido en el contexto del propio juego. De modo que dediqué una sección completa de mi Diario del Grial a descifrar «La quintilla», verso a verso.

«Llave de Cobre aguarda a exploradores».

Ese verso parecía bastante directo y no parecía contener ningún significado oculto.

«En un sepulcro repleto de horrores».

Ese ya era más difícil. Tomado literalmente, parecía decir que la llave se encontraba escondida en alguna tumba, una tumba llena de cosas horripilantes. Entonces, en el curso de mis investigaciones, había descubierto un suplemento de Dragones y mazmorras llamado «La tumba de los horrores», publicado en 1978. Desde el momento en que vi el título supe que el segundo verso de la pista hacía referencia a él. Halliday y Morrow se habían pasado sus años de instituto jugando a la versión avanzada de Dragones y mazmorras, así como a otros juegos de rol tradicionales, de papel y lápiz, juegos como GURPS, Champions, Car Wars y Rolemaster.

«La tumba de los horrores» era un cuaderno de pocas páginas que en argot se conocía como «módulo». Contenía mapas detallados y descripciones sala por sala de un laberinto subterráneo infestado de monstruosos esqueletos vivientes. Los jugadores de Dragones y mazmorras podían explorar el laberinto con sus personajes mientras el Amo del Calabozo les leía el módulo y los guiaba a través de la historia que contenía, describiendo todo lo que veían y encontraban a lo largo del camino.

A medida que aprendía más sobre el funcionamiento de aquellos primeros juegos de rol, tomaba conciencia de que ese módulo de Dragones y mazmorras era un equivalente primitivo de las «misiones» de Oasis. Y de que los personajes eran iguales a los avatares. En cierto sentido, esos viejos juegos de rol habían sido las primeras simulaciones de realidad virtual, creadas mucho antes de que los ordenadores resultaran lo bastante potentes para poder incorporarlas. En aquella época, si alguien quería escapar a otro mundo debía crearlo él mismo, usando su cerebro, papel, lápices, un dado y unos cuantos libros de reglas. Cuando caí en la cuenta de ello fue como si se me encendiera una luz en la mente, y mi perspectiva sobre La Cacería del Huevo de Pascua de Halliday cambió por completo. A partir de ese momento empecé a concebir La Cacería como un módulo más elaborado de Dragones y mazmorras. Y, sin duda, Halliday ejercía de Amo del Calabozo, por más que controlara el juego desde más allá de la tumba.

Encontré una copia digital del módulo de «La tumba de los horrores», que tenía ya sesenta y siete años, enterrada en lo más profundo de un antiquísimo archivo FTP. A medida que lo estudiaba, empecé a desarrollar una teoría: en Oasis, en alguna parte, Halliday había recreado la Tumba de los Horrores y allí era donde había escondido la Llave de Cobre.

Me pasé los meses siguientes estudiando el módulo y memorizando todos los mapas y las descripciones de sus estancias, a la espera del día en que finalmente descubriera su localización. Pero ahí estaba el problema: la «quintilla» no parecía proporcionar la menor pista sobre dónde había escondido Halliday la maldita tumba. La única pista parecía ser «mas mucho has de aprender si esperas acceder al podio de los más altos honores».

Recitaba mentalmente aquellas palabras hasta que sentía ganas de gritar de impotencia. «Mucho has de aprender». Sí, claro, qué bien. ¿Mucho he de aprender sobre qué?

En Oasis había, literalmente, miles de mundos y Halliday podía haber ocultado su recreación de «La tumba de los horrores» en cualquiera de ellos. Explorarlos uno por uno me llevaría toda la vida. Suponiendo que dispusiera de los medios para hacerlo.

Un planeta llamado Gygax, en el Sector 2, me pareció el lugar más obvio para empezar a buscar. Halliday había creado el sector personalmente y lo había llamado así en honor a Gary Gygax, uno de los creadores de Dragones y mazmorras y autor del módulo original de «La tumba de los horrores». Según la Gunterpedia (la Wikipedia de los gunters), el planeta Gygax estaba lleno de recreaciones de módulos viejos de Dragones y mazmorras, pero «La tumba de los horrores» no figuraba entre ellos. Al parecer, no había ninguna recreación de esa tumba en ningún otro mundo de Oasis dentro de la temática de Dragones y mazmorras. Los gunters los habían puesto patas arriba y habían rastreado cada palmo de su superficie. De haber existido alguna recreación de la Tumba de los Horrores oculta en alguno de ellos, la habrían encontrado y registrado hacía tiempo.

De modo que la tumba debía de encontrarse en alguna otra parte. Y yo no tenía la menor idea de dónde podía ser. Pero me decía a mí mismo que si seguía investigando, al final aprendería lo que me hacía falta saber para dar con su paradero. De hecho, eso era seguramente lo que Halliday quería decir cuando había escrito: «Mucho has de aprender si esperas acceder al podio de los más altos honores».

Si algún otro gunter coincidía conmigo en la interpretación de la quintilla, hasta el momento había sido lo bastante prudente para no decir nada. Nunca me había encontrado con ningún anuncio sobre la Tumba de los Horrores en el muro de ninguno de ellos. Era consciente, claro está, de que podía deberse a que mi teoría sobre el viejo módulo de Dragones y mazmorras no tenía el menor fundamento y cojeaba por todas partes.

De modo que seguía observando, leyendo, escuchando, estudiando, preparándome para el día en que me tropezara con la pista que me llevara hasta la Llave de Cobre.

Y finalmente sucedió. Allí mismo, mientras estaba distraído en clase de latín.

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