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NIVEL UNO » 0007

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Nuestra profesora, la señora Rank, estaba ahí de pie, frente a nosotros, conjugando despacio unos verbos latinos. Primero nos daba la versión traducida y después la forma original y, a medida que lo hacía, las palabras que pronunciaba iban apareciendo tras ella de modo automático en la pantalla pizarra. Cada vez que practicábamos aquellas monótonas conjugaciones acudía a mi cabeza la letra de una canción antigua de Schoolhouse Rock!, a lo Barrio Sésamo, que se me había quedado clavada en el cerebro. «Correr, ir, tomar, dar. ¡Verbo! Tú eres la acción».

Estaba canturreando mentalmente la canción, cuando la señora Rank empezó a conjugar la forma latina del verbo «aprender». «Discere —dijo, y añadió—: Este debería resultaros fácil de recordar, porque se parece a nuestro verbo “discernir”, que en cierto modo es una forma de aprender».

Oír a la señora Rank repetir el verbo «aprender» me llevó involuntariamente a pensar en «La quintilla». «Mas mucho has de aprender si esperas acceder al podio de los más altos honores».

La señora Rank puso entonces el verbo conjugado en una frase, a modo de ejemplo.

—«Vamos a la escuela a aprender» —dijo—. «Petimus scholam ut litteras discamus».

Y entonces se me ocurrió. Como si hubiera caído un yunque del cielo y me hubiera dado en la cabeza. Miré a mis compañeros de clase. ¿Qué grupo de personas tiene «mucho que aprender»?

Los alumnos. Los estudiantes de los institutos.

Yo me encontraba en un planeta lleno de alumnos y todos ellos «mucho debían aprender».

¿Y si lo que decían aquellos versos fuera que el sepulcro estaba oculto allí mismo, en Ludus? ¿El planeta donde llevaba cinco años varado, tocándome las narices?

Entonces recordé que ludus era también una palabra latina que significaba «escuela». Abrí mi diccionario de latín para comprobar bien la definición y descubrí que aquel término tenía más de un significado: «Ludus también podía significar “deporte” o “juego”».

«Juego».

Me caí de la silla plegable y, con un golpe sordo, aterricé en el suelo de mi guarida. Mi consola de Oasis registró el movimiento e intentó hacer que mi avatar cayera al suelo de la clase de latín, pero el software de conducta del aula le impidió moverse y en mi visor parpadeó un aviso: «¡Por favor, permanece sentado mientras dure la clase!».

Me obligué a mí mismo a no emocionarme demasiado. Tal vez estuviera llegando a conclusiones precipitadas. En Oasis había centenares de universidades y escuelas privadas ubicadas en otros planetas. Tal vez los versos hicieran referencia a alguna de ellas. Pero no lo creía. Tenía más lógica que fuera Ludus. James Halliday había donado miles de millones para financiar la creación del Sistema de Escuela Pública allí, como un modo de demostrar el fabuloso potencial de Oasis en tanto que herramienta educativa. Y antes de su muerte había creado una fundación para asegurarse de que el Sistema de Escuela Pública de Oasis contara siempre con dinero necesario para funcionar. La Fundación de Enseñanza Halliday también proporcionaba a los niños pobres de todo el mundo, gratuitamente, el hardware necesario, así como acceso a internet, para que pudieran asistir a clase en Oasis.

Los propios programadores de GSS habían diseñado y construido Ludus y todas las escuelas que contenía, por lo que era posible que Halliday hubiera sido quien hubiera puesto el nombre al planeta. También habría tenido acceso a su código fuente, en caso de que hubiera querido esconder algo en él.

Aquella cadena de suposiciones detonaba en mi cerebro como bombas atómicas, una tras otra.

Según el módulo original de Dragones y mazmorras, la entrada a la Tumba de los Horrores estaba oculta cerca de una «colina baja, de cima plana, de unos doscientos metros de anchura por trescientos de longitud». La cima de la colina estaba cubierta de rocas negras, grandes, dispuestas de tal manera que, si se veían desde muy arriba, parecían las órbitas oculares, los orificios nasales y los dientes de una calavera humana.

Pero si en Ludus existía algún monte como ese, ¿no lo habría encontrado alguien ya?

Tal vez no. En Ludus había centenares de grandes bosques repartidos por su superficie, en los inmensos sectores de tierras despobladas que separaban los miles de campus escolares. Algunos de ellos eran enormes, se extendían a lo largo de muchos kilómetros cuadrados. Casi ningún alumno había puesto jamás los pies en ellos, porque allí no había nada interesante que hacer ni que ver. Como sucedía con los campos, ríos y lagos, los bosques de Ludus eran paisajes generados por ordenador, situados allí para rellenar los espacios vacíos.

Sí, claro, durante las largas estancias en Ludus de mi avatar, y por puro aburrimiento, había explorado algunos de los bosques a los que podía llegarse a pie desde mi escuela. Pero solo había miles de árboles generados aleatoriamente, así como algún que otro pájaro, algún conejo, alguna ardilla. (Matar a aquellos seres diminutos no te daba ningún punto de experiencia. Lo había comprobado).

De modo que era más que posible que en alguna parte, oculta en algún fragmento inexplorado de bosque, se hallara una colina cubierta de rocas dispuestas en forma de calavera humana.

Intenté subir un mapa de Ludus a mi visualizador, pero no pude. El sistema no me lo permitía, porque todavía estaba en clase. La trampa que usaba para acceder a los libros de la biblioteca online de la escuela no servía para el software del atlas de Oasis.

—¡Mierda! —solté, desesperado.

El software de conducta del aula censuró el taco, que ni la señora Rank ni mis compañeros de clase oyeron. Pero en el visualizador apareció otro aviso: «Palabra impropia silenciada. ¡Aviso por mala conducta!».

Consulté la hora. Faltaban exactamente diecisiete minutos y veinte segundos para que terminara la jornada escolar. Permanecí en mi sitio, con los dientes muy apretados, contando cada segundo, mientras mi mente seguía desbocada.

Ludus era un mundo anodino situado en el Sector 1. Se suponía que allí solo había colegios, por lo que era el último sitio donde a un gunter se le ocurriría buscar la Llave de Cobre. Era, al menos, el último lugar donde a mí se me habría ocurrido buscar, y eso ya demostraba que se trataba de un escondite perfecto. Pero ¿por qué habría Halliday decidido ocultar la Llave de Cobre allí? A menos que…

Que quisiera que la encontrara un estudiante.

Seguía dando vueltas a las implicaciones de aquella idea cuando, al fin, sonó el timbre. A mi alrededor los demás estudiantes empezaron a salir del aula o a esfumarse de sus asientos. El avatar de la señora Rank también desapareció, y en cuestión de segundos me quedé solo en clase.

Subí un mapa de Ludus al visualizador. Apareció como un globo tridimensional flotando ante mí; le di un poco de impulso con la mano para hacerlo girar. Ludus era un planeta relativamente pequeño para los parámetros de Oasis, de un tamaño que equivalía a una tercera parte de la luna de la Tierra, con una circunferencia de exactamente mil kilómetros. Su superficie estaba ocupada por un solo continente continuo. No había océanos, pero sí unos diez o doce lagos grandes situados aquí y allá. Como los planetas de Oasis no eran reales, no tenían por qué obedecer las leyes de la naturaleza. En Ludus siempre era de día, independientemente del punto de la superficie en que uno se encontrara, y el cielo era de un perpetuo azul, sin una sola nube. El sol estacionario que permanecía suspendido sobre él no era más que una fuente de luz virtual, programada en el cielo imaginario.

Sobre el mapa, los campus de las escuelas aparecían como miles de rectángulos idénticos y numerados que salpicaban la superficie del planeta. Estaban separados por prados verdes y ondulados, por ríos y cadenas montañosas, por bosques. Estos eran de todos los tamaños y las formas posibles, y muchos se extendían hasta las puertas de los centros educativos. Coloqué junto al mapa el módulo de «La Tumba de los Horrores». En la cubierta aparecía una ilustración descarnada de la colina que ocultaba el sepulcro. Capturé una imagen y la coloqué en una esquina del visualizador.

Desesperadamente busqué en mis sitios warez favoritos hasta que di con una aplicación de reconocimiento de imagen de alta resolución del atlas de Oasis. Después de descargarme el software vía Guntorrent, tardé unos cuantos minutos más en descubrir cómo se hacía para escanear la superficie de Ludus en busca de una colina que tuviera en su cima unas rocas negras, grandes, dispuestas en forma de calavera humana. Una colina que por su tamaño, forma y aspecto, coincidiera con la ilustración del módulo de «La Tumba de los Horrores».

Tras unos diez minutos de rastreo, el software señaló una posible coincidencia.

Contuve el aliento mientras colocaba una imagen ampliada del mapa de Ludus junto a la ilustración de cubierta del módulo de Dragones y mazmorras. La forma de la colina y el dibujo de la calavera de piedras coincidían exactamente con las de la ilustración.

Reduje un poco el tamaño y me alejé lo bastante para confirmar que el extremo norte de la colina terminaba en un acantilado de arena y gravilla suelta. Igual que en el módulo original de Dragones y mazmorras.

Solté un grito de alegría que resonó en el aula vacía y rebotó en las paredes de mi pequeño escondite. ¡Lo había conseguido! ¡Acababa de encontrar la Tumba de los Horrores!

Cuando, al cabo de un rato, conseguí tranquilizarme, realicé algunos cálculos rápidos. La colina se hallaba próxima al centro de un bosque con forma de ameba en el extremo más alejado de Ludus, a unos cuatrocientos kilómetros de mi colegio. Mi avatar podía correr a una velocidad máxima de cinco kilómetros por hora, por lo que tardaría más de tres días en llegar a pie si corría sin parar. Si pudiera teletransportarme, llegaría en cuestión de segundos. La tarifa no sería muy elevada, pues la distancia era poca. Tal vez, como máximo, unos cientos de créditos. Por desgracia, no disponía ni siquiera de esa cantidad en mi cuenta en Oasis, que estaba a cero.

Consideré mis opciones. Hache me prestaría el dinero para el desplazamiento, pero no quería pedirle ayuda. Si no era capaz de llegar solo a la tumba, significaba que no era digno de llegar. Además, tendría que mentirle, no decirle para qué quería el dinero, y como nunca se lo había pedido, cualquier excusa que pusiera sonaría sospechosa.

Al pensar en Hache no pude evitar que se me escapara una sonrisa. Iba a alucinar cuando se enterara. ¡La tumba estaba escondida a menos de setenta kilómetros de su colegio! Prácticamente en el patio trasero.

Aquello me dio una idea, una idea que me llevó a ponerme en pie de un salto. Salí de clase a toda prisa y corrí por el pasillo.

No solo acababa de ocurrírseme la manera de teletransportarme hasta la otra punta de Ludus, sino que sabía cómo conseguir que el colegio asumiera el coste.

Todas las escuelas públicas de Oasis contaban con varios equipos deportivos de disciplinas tales como lucha, fútbol, béisbol, voleibol, además de algunos otros que no podían jugarse en el mundo real, como el Quidditch y Atrapa la Bandera con gravedad cero. Los alumnos se apuntaban a aquellos equipos igual que se hacía en las escuelas del mundo real y practicaban los deportes gracias al uso de unos equipos hápticos deportivos que les obligaban, físicamente, a correr, saltar, patear, perseguir y demás. Los equipos practicaban de noche, celebraban competiciones y viajaban a distintas escuelas de Ludus para enfrentarse a otros. Nuestra escuela proporcionaba vales de teletransportación gratuitos a los alumnos que desearan asistir a torneos que se celebraran en otros centros, por lo que uno podía sentarse en las gradas y animar a la Escuela Pública número 1873. Yo solo me había beneficiado de esa ventaja en una ocasión, cuando nuestro equipo de Atrapa la Bandera se había enfrentado a la escuela de Hache en el Campeonato de Escuelas Públicas.

Al llegar a las oficinas del colegio estudié el calendario de actividades y no tardé en encontrar lo que buscaba. Aquella noche, nuestro equipo de fútbol americano jugaba en campo contrario, concretamente contra la Escuela Pública número 0571, que estaba, aproximadamente, a una hora del bosque donde se ocultaba la tumba.

Me adelanté, seleccioné el juego y, al momento, en el inventario de mi avatar apareció un vale de teletransportación, válido para un desplazamiento de ida y vuelta a la Escuela Pública número 0571.

Me acerqué entonces a mi taquilla para dejar los libros de texto y recoger la linterna, la espada, el escudo y la armadura. Después me dirigí a toda prisa a la salida y atravesé la gran extensión de césped que rodeaba la escuela.

Cuando llegué a la línea roja que marcaba el límite de las instalaciones educativas, miré a mi alrededor para asegurarme de que no me veía nadie y la traspasé. Al hacerlo, la etiqueta «Wade3» que flotaba sobre mi cabeza cambió y pasó a mostrar el nombre de Parzival. Había abandonado el recinto escolar y podía volver a usar el nombre de mi avatar. También podía hacer desaparecer del todo la etiqueta, que es lo que hice, porque quería viajar de incógnito.

La terminal de transporte más cercana se encontraba a un corto paseo del colegio, al final de un sendero empedrado. Se trataba de un pabellón espacioso, de techo abovedado, cuya cúpula se apoyaba sobre doce columnas de marfil. Cada una de ellas mostraba un icono de teletransportación de Oasis, una letra T mayúscula en el centro de un hexágono azul. Las clases hacía apenas unos minutos que habían terminado y el flujo de avatares que inundaba la terminal era constante. En el interior se sucedían las cabinas largas y azules que hacían posible la teletransportación. Por su forma y color siempre me habían recordado a la TARDIS de Doctor Who. Me metí en la primera cabina vacía que encontré y las puertas se cerraron automáticamente. No hacía falta introducir el destino en la pantalla táctil, porque este ya figuraba codificado en el vale. Me limité a introducirlo en una ranura y un mapa de Ludus apareció en la pantalla y mostró una línea que unía mi ubicación con el lugar al que me dirigía, un punto verde y parpadeante junto a la Escuela Pública número 0571. La cabina calculó al momento la distancia que recorrería (462 kilómetros), y el importe que se facturaría al colegio por el traslado (103 créditos). Comprobó el vale, el billete apareció como PAGADO y mi avatar se esfumó.

Reaparecí al instante en una cabina idéntica, en el interior de una terminal de transporte también idéntica, pero situada en el lado opuesto del planeta. Mientras salía a toda velocidad vi, a lo lejos, en dirección sur, la Escuela Pública número 0571. Era exactamente igual que la mía, salvo por el paisaje que la rodeaba. Reconocí a algunos alumnos de mi colegio que se dirigían al estadio de fútbol cercano para asistir al partido y animar a nuestro equipo. No entendía bien por qué se molestaban. Podrían haberlo visto por el canal de vídeo y los asientos que quedaran libres en el estadio serían ocupados aleatoriamente por fans PNJ, que beberían a grandes sorbos sus refrescos virtuales y engullirían sus perritos calientes sin dejar de animar a su equipo a grito pelado. Algunas veces harían incluso «la ola».

Yo ya había empezado a correr en la dirección contraria, por un prado verde y ondulado que se extendía tras el colegio. Una pequeña cadena de montañas se elevaba a lo lejos y al pie de ella se distinguía el bosque con forma de ameba.

Opté por la función automática de mi avatar, abrí mi inventario y seleccioné tres de los artículos que figuraban en el listado. La armadura se adaptó a mi cuerpo, el escudo apareció a mi espalda, colgado de una cinta, y la espada, enfundada, a un costado.

Estaba a punto de llegar al inicio del bosque cuando sonó mi teléfono. Era Hache, según figuraba en el identificador de llamadas. Seguramente querría saber por qué todavía no había llegado a El Sótano. Pero si respondía la llamada, él vería una grabación de vídeo en directo de mi avatar corriendo por un prado a toda velocidad, con la Escuela Pública número 0571 haciéndose cada vez más pequeña al fondo de la imagen. Podía ocultar mi ubicación pasando la llamada exclusivamente a audio, pero si lo hacía él sospecharía algo. De modo que opté por dejar que la llamada pasara al videomail. El rostro de Hache apareció en una pequeña ventana del visualizador. Me llamaba desde algún escenario de combate PvP. Allí, tras él, en un campo de batalla de varias plantas, había un montón de avatares enzarzados en fiero combate.

—Zeta, tío. ¿En qué andas metido? ¿Te estás haciendo una paja mientras ves a Lady Halcón, o qué? —Esbozó su sonrisa de gato de Cheshire—. Llámame. Sigo con la idea de preparar palomitas y organizar un maratón de Spaced.

Le envié una respuesta de texto diciéndole que tenía muchos deberes y que esa noche no podría pasar por allí. Acto seguido abrí el módulo de «La tumba de los horrores» y empecé a leerlo de nuevo, página a página. Lo hice despacio, a conciencia, porque estaba casi seguro de que contenía una descripción detallada de todo lo que estaba a punto de encontrarme.

«En los lejanos confines del mundo, bajo una colina perdida y solitaria —se leía en la introducción del módulo— yace la siniestra Tumba de los Horrores. Esta cripta laberíntica está llena de trampas terribles, monstruos raros y feroces, tesoros ricos y mágicos y, en ella, en alguna parte, se encuentra el malvado cadáver viviente».

Aquella última parte me preocupaba. Un cadáver viviente era una especie de zombi, por lo general un hechicero o un rey muy poderoso que, recurriendo a la magia para mantener su intelecto unido a su propio cadáver reanimado, alcanzaba una forma pervertida de inmortalidad. Yo me había encontrado con cadáveres vivientes en muchísimos videojuegos y novelas de fantasía. Y era mejor evitarlos a toda costa.

Estudié el mapa de la tumba y las descripciones de sus muchas estancias. La entrada al sepulcro quedaba enterrada en un costado de un precipicio medio derrumbado. Un túnel conducía hasta un laberinto de treinta y tres salas y cámaras, todas atestadas de gran variedad de monstruos malísimos, trampas mortales y tesoros (casi siempre malditos). Si, por lo que fuera, uno lograba sobrevivir a las trampas y no se perdía en el laberinto, al final llegaba a la cripta de Acererak, el cadáver viviente. Su aposento estaba lleno de tesoros, pero si los tocabas, el rey Acererak, esqueleto viviente, aparecía y te daba una paliza. Si, gracias a algún milagro, lograbas derrotar al zombi, podías llevarte su tesoro y salir de la mazmorra. La búsqueda habría culminado con éxito. Misión cumplida.

Si Halliday había recreado la Tumba de los Horrores tal como se describía en el módulo, yo acababa de meterme en un gran lío. Mi avatar era un pardillo de nivel 3 sin armas mágicas y con veintisiete miserables vidas. Casi todas las trampas y los monstruos descritos en el módulo podían matarme fácilmente. Y si, por algún motivo, conseguía vencerlos y llegar a la cripta, el poderosísimo cadáver viviente me liquidaría en cuestión de segundos; bastaba con que lo mirara.

En cualquier caso, contaba con algunos elementos a mi favor. En primer lugar, no tenía gran cosa que perder. Si mi avatar moría, perdería mi espada, mi escudo y mi armadura de cuero, además de los tres niveles que había conseguido alcanzar en los años anteriores. Tendría que crearme un nuevo avatar de nivel 1, que aparecería allí donde me había conectado por última vez, es decir, frente a mi taquilla del colegio. Pero, una vez allí, siempre podía volver a la tumba e intentarlo de nuevo. Una y otra vez. Cada noche. Acumular puntos de experiencia y subir de nivel hasta averiguar, finalmente, dónde se escondía la Llave de Cobre. (No existía nada parecido a una copia de seguridad de los avatares. Los usuarios de Oasis solo podían disponer de un avatar a la vez. Los hackers usaban visores modificados para trucar sus patrones de retina y crear segundas cuentas. Pero si los pillaban, los expulsaban de Oasis para siempre, y les impedían participar en La Cacería de Halliday. Y ningún gunter estaba dispuesto a correr ese riesgo).

Otra de mis ventajas (al menos eso esperaba yo) era que sabía exactamente qué iba a encontrarme una vez que entrara en la tumba, porque el módulo me proporcionaba un mapa detallado del laberinto y me informaba, además, de dónde estaban situadas las trampas y de cómo desactivarlas o evitarlas. También sabía qué cámaras alojaban monstruos y dónde se ocultaban las armas y los tesoros. A menos, claro está, que Halliday los hubiera cambiado de sitio. Si eso era así, la había cagado. Pero, por el momento, estaba tan emocionado que nada me preocupaba. Acababa de hacer el descubrimiento más importante de mi vida. Me encontraba a escasos minutos del lugar donde se hallaba oculta la Llave de Cobre.

Finalmente llegué al principio del bosque y me metí en él corriendo. Estaba lleno de arces, robles, abetos y alerces perfectamente representados. Por su aspecto, parecía que los árboles hubieran sido generados con las plantillas de paisaje estándar de Oasis, pero el grado de detalle que alcanzaban resultaba asombroso. Me detuve para examinar de cerca uno de ellos y vi unas hormigas aferradas a las intrincadas estrías de la corteza. Tanto esmero era buena señal: iba por buen camino.

Como no había ningún sendero, dejé abierto el mapa en una esquina del visualizador y lo seguí hasta llegar a la colina con la cima de calavera que marcaba la entrada de la tumba. Y, en efecto, se encontraba donde indicaba el mapa, en un gran claro situado en el centro del bosque. Al poner un pie en ella, sentí que el corazón me latía con tal fuerza que estaba a punto de salírseme del pecho.

Trepé hasta lo alto de aquella cima y fue como si acabara de montarme en la imagen del módulo de Dragones y mazmorras. Consultando el mapa pude localizar el lugar exacto de la pared rocosa donde se suponía que se encontraba, oculta, la entrada a la tumba. Entonces, con el escudo a modo de pala, empecé a cavar. A los pocos minutos di con la boca de un túnel que conducía a un pasadizo subterráneo, oscuro. El suelo del corredor era un mosaico construido con piedras de colores, que dibujaban un sendero ondulante, de baldosas rojas. Una vez más, la descripción del módulo de Dragones y mazmorras coincidía con lo que tenía delante.

Desplacé el mapa de la mazmorra donde se encontraba la Tumba de los Horrores al ángulo superior derecho de mi visualización y lo hice un poco más transparente. Después volví a atarme el escudo a la espalda y saqué la linterna. Miré a mi alrededor una vez más para asegurarme de que nadie me veía y, espada en mano, entré en la Tumba de los Horrores.

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