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NIVEL UNO » 0010

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Tardé poco más de una hora en desandar el laberinto de la tumba y salir de nuevo a la superficie. Apenas me encontré al aire libre, un indicador de mensajes recibidos apareció, parpadeando, en mi visualizador. Entonces caí en la cuenta de que Halliday había situado la tumba en una zona sin cobertura para que nadie pudiera recibir llamadas, mensajes de texto o e-mails mientras estuviera en su interior. Probablemente para impedir que los gunters llamaran pidiendo ayuda o consejo.

Revisé los mensajes y comprobé que Hache había estado intentando localizarme desde el momento en que mi nombre apareció en La Tabla. Me había llamado doce veces y también me había dejado varios mensajes de texto preguntando qué coño estaba pasando, y pidiéndome a gritos que lo llamara ¡EN ESE MISMO MOMENTO! Cuando estaba terminando de borrar aquellos mensajes me entró otra llamada. Era Hache, que lo intentaba de nuevo. Decidí no responder y le envié un mensaje de texto diciéndole que le llamaría en cuanto pudiera.

Al salir del bosque, dejé abierta La Tabla de Puntuación en una esquina del visualizador para saber al momento si Art3mis había ganado la justa y obtenido la llave. Cuando finalmente llegué a la terminal de transportación y me monté en la cabina más cercana, eran poco más de las dos de la madrugada.

Introduje el destino en la pantalla táctil de la cabina y en el visualizador apareció un mapa de Middletown. Me pidieron que seleccionara alguna de las doscientas cincuenta y seis terminales de transporte del planeta como punto de destino.

Cuando Halliday creó Middleton no se limitó a ubicar allí una sola recreación de su ciudad natal, sino que hizo doscientas cincuenta y seis copias, esparcidas por la superficie del planeta. Pensé que no importaría cuál de ellas seleccionara, por lo que escogí una al azar, cercana al ecuador. Pulsé CONFIRMAR para pagar el pasaje y mi avatar desapareció.

Una milésima de segundo después ya me encontraba de pie en el interior de una cabina telefónica antigua, de los ochenta, en una estación de autobuses Greyhound. Abrí la puerta y salí.

Fue como si hubiera viajado en una máquina del tiempo. Por allí se paseaban varios PNJ vestidos con ropa de la década. Una mujer con un peinado alto, claro enemigo de la capa de ozono, movía la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música que salía de su walkman. Había un niño apoyado en una pared, jugando con un cubo de Rubik, que llevaba una cazadora gris de Members Only. Un punki con cresta estaba sentado en una silla de plástico y veía la reposición de un capítulo de Riptide en un televisor que funcionaba con monedas.

Localicé la salida y me dirigí a ella mientras desenvainaba la espada. Toda la superficie de Middletown era una zona de combate PvP, por lo que debía proceder con cautela.

Poco después de que se iniciara La Cacería, el planeta se había convertido en la Estación Central y las doscientas cincuenta y seis copias de la ciudad natal de Halliday fueron puestas patas arriba y saqueadas por una sucesión interminable de gunters que buscaban llaves y pistas. La teoría popular que circulaba en los tablones de mensajes era que Halliday había creado tantas copias de su ciudad para que varios avatares pudieran buscar al mismo tiempo sin tener que pelear por ocupar un mismo espacio. Toda aquella búsqueda, claro está, había terminado en nada. Allí no había llaves. Ni pistas. Ni Huevo. Desde entonces, el interés por el planeta había menguado espectacularmente. Pero era probable que algunos gunters siguieran acercándose por allí de vez en cuando.

Si, cuando llegara a casa de Halliday, me encontraba con algún otro gunter, pensaba salir corriendo, robar un coche y conducir unos treinta y cinco kilómetros (en cualquier dirección) hasta la siguiente copia de Middletown. Y así sucesivamente, hasta encontrar una copia de la casa que no estuviera ocupada.

Una vez en el exterior de la terminal de autobuses descubrí que hacía uno de aquellos hermosos días típicos del Medio Oeste norteamericano. Un sol anaranjado brillaba, bajo, en el cielo. Aunque yo no había estado nunca en Middletown, había investigado mucho sobre la ciudad y sabía que Halliday había configurado el planeta de tal manera que, lo visitaras cuando lo visitaras, e independientemente del punto del planeta que escogieras, te encontraras siempre en una tarde perfecta de finales de otoño, en torno a 1986.

Abrí el mapa de la ciudad y tracé una ruta desde donde me encontraba hasta el hogar de infancia de Halliday. La distancia era, aproximadamente, de un kilómetro y medio en dirección norte. Indiqué la dirección a mi avatar y empecé a correr. Me asombraba la absoluta precisión de los detalles. Había leído que Halliday había configurado personalmente el planeta, basándose en sus recuerdos, para recrear la ciudad tal como era en su infancia. Había recurrido a planos antiguos de calles, a listines telefónicos, a fotografías y a vídeos para inspirarse, para asegurarse de que todo fuera auténtico y fidedigno.

El lugar me recordaba mucho a la ciudad que aparecía en la película Footloose. Pequeño, campestre y poco poblado. Todas las casas parecían enormes y situadas a una distancia absurda las unas de las otras. A mí me alucinaba que, cincuenta años atrás, incluso las familias de bajos ingresos dispusieran de casas enteras. Los PNJ que hacían de ciudadanos parecían extras salidos de algún vídeo de John Cougar Mellencamp. Vi a algunos recogiendo hojas secas con rastrillos, paseando perros y sentados en porches. Por pura curiosidad, saludé a algunos de ellos, que amablemente, en todos los casos, me devolvieron el saludo.

Por todas partes había pistas de la época en la que me encontraba. Coches y camiones conducidos por PNJ pasaban despacio por calles sombreadas; antiguallas que consumían litros y más litros de gasolina: Trans-Ams, Dodge Omnis, IROC Z28s, y K-Cars. Pasé por delante de una gasolinera y un cartel anunciaba que cuatro litros de gasolina costaban solo noventa y tres centavos de dólar.

Estaba a punto de enfilar la calle de Halliday cuando oí una fanfarria de trompetas. Levanté la vista hasta La Tabla de Puntuación, que mantenía abierta en una esquina del visualizador.

Art3mis lo había conseguido.

Su nombre aparecía inmediatamente debajo del mío. Tenía nueve mil puntos; mil menos que yo. Al parecer, yo había recibido esa propina por ser el primer avatar en obtener la Llave de Cobre.

Por primera vez fui consciente de todas las implicaciones de aquella Tabla: a partir de ese momento, su existencia no solo permitiría a los gunters seguir la pista del avance de los demás, sino que también mostraría al mundo quiénes eran los que la encabezaban en un momento dado, lo que crearía, de paso, famosos instantáneos (y objetivos urgentes de batir).

Yo sabía que, en ese preciso instante, Art3mis debía de estar observando su copia de la Llave de Cobre, leyendo la pista que llevaba grabada en su superficie. Estaba seguro de que sería capaz de descifrarla tan deprisa como lo había hecho yo. De hecho, lo más probable era que ya se encontrara camino a Middletown.

Volví a ponerme en marcha. Sabía que solo contaba con una hora de ventaja sobre ella. Tal vez menos.

Al llegar a la avenida Cleveland, la calle de aceras cuarteadas donde Halliday se había criado, aceleré el paso hasta alcanzar los primeros peldaños de la casa de su infancia. Su aspecto externo era idéntico al de las fotografías que había visto: un edificio modesto de estilo colonial, de dos plantas, con fachada revestida de vinilo rojo. Dos sedanes Ford de finales de los setenta estaban aparcados en el camino que conducía hasta ella, uno de ellos sin ruedas, montado sobre unos ladrillos de hormigón.

Mientras contemplaba la réplica de la casa que Halliday había creado, intentaba imaginar cómo habría sido crecer en un lugar como ese. Había leído que en la Middletown real, la de Ohio, todas las casas de la calle habían sido derribadas a mediados de los noventa para poder construir una avenida comercial. Pero Halliday había preservado su infancia para siempre en Oasis.

Subí corriendo hasta la puerta, entré y me encontré en un salón. Conocía bien aquel espacio, porque aparecía en Invitación de Anorak. Reconocí al momento las paredes forradas de madera, la moqueta naranja descolorida, los muebles chillones, que parecían sacados de alguna tienda de segunda mano de la era de la música disco.

La casa estaba vacía. Por algún motivo, Halliday había decidido no colocar ningún PNJ que fuera una recreación de sí mismo o de sus difuntos padres en aquel espacio. Tal vez, incluso para él, la idea resultaba demasiado macabra. Pero sí encontré una fotografía de familia colgada en una de las paredes del salón. Estaba hecha en el Kmart del barrio, en 1984, pero el señor y la señora Halliday todavía vestían a la moda de los setenta. Jimmy, de doce años, alto y moreno, posaba tras ellos, mirando a la cámara protegido por las gafas de vidrios gruesos. Los Halliday parecían una familia media americana. Allí no había el menor indicio de que aquel hombre serio del traje de sport marrón era un maltratador alcohólico, de que la mujer sonriente, vestida con chaqueta y pantalones de flores, era bipolar, ni de que aquel joven con una camiseta de Asteroids de tonos desvaídos crearía, un día, un universo totalmente nuevo.

Miré a mi alrededor, preguntándome por qué Halliday, que siempre se había lamentado de una infancia desgraciada, había llegado a sentir, con el tiempo, nostalgia de ella. Yo sabía que si algún día lograba salir de las torres, jamás volvería la vista atrás. Ni crearía una simulación detallada del lugar.

Me fijé en el aparatoso televisor Zenith y en la Atari 2600 conectada a él. El plástico que imitaba madera, que recubría la consola, combinaba a la perfección con el plástico que imitaba madera del mueble del televisor y con las paredes del salón. Junto a la Atari había una caja de zapatos con nueve cartuchos de juegos: Combat, Space Invaders, Pitfall, Kaboom!, Star Raiders, The Empire Strikes Back, Starmaster, Yar’s Revenge y E. T. Los gunters habían atribuido una gran importancia a la ausencia de Adventure, el juego al que, al final de Invitación de Anorak, se veía jugar al propio Halliday en esa misma consola. Había gente que había rastreado todas las simulaciones de Middletown en busca de alguna copia, pero en todo el planeta no había aparecido ni una sola. Los gunters habían llevado hasta allí, desde otros planetas, copias de Adventure, mas cuando intentaban jugar en la Atari de Halliday nunca funcionaban. Hasta el momento, nadie había descubierto por qué.

Realicé una búsqueda rápida por el resto de la casa y me aseguré de que no hubiera ningún otro avatar presente. Luego abrí la puerta del dormitorio de James Halliday. Como lo encontré vacío, entré y cerré por dentro. Desde hacía años circulaban fotos e imágenes simuladas de la habitación, que había estudiado con detalle. Pero era la primera vez que ponía los pies en el «escenario real» y sentí escalofríos.

La moqueta era de un color mostaza horripilante. Lo mismo que el papel pintado, oculto en su mayor parte por pósters de películas y grupos de rock: Escuela de genios, Juegos de guerra, Tron, Pink Floyd, Devo, Rush. Justo detrás de la puerta había una estantería atestada de libros de bolsillo de ciencia ficción y fantasía (que yo ya había leído, por supuesto). Junto a la cama, en una segunda librería, se alineaban de arriba abajo revistas viejas de ordenadores, así como los manuales de reglas de Dragones y mazmorras. Apoyadas contra la pared había cajas que contenían cómics, todas perfectamente etiquetadas. Y sobre el escritorio envejecido de Halliday, que era de madera, estaba su primer ordenador.

Como muchos ordenadores personales de la época, el procesador y el teclado se presentaban en una sola pieza. En una etiqueta, sobre las teclas, podía leerse TRS-80 COLOR COMPUTER 2, 16K RAM. De la parte trasera de la máquina salían unos cables que la conectaban a un grabador de casetes, a un pequeño televisor en color, a una impresora de matriz de puntos y a un módem de trescientos baudios.

Pegada con celo a la mesa, junto al módem, había una larga lista de números de teléfono para llamar a los BBS, o sistemas de boletín de anuncios.

Me senté y busqué los interruptores de encendido del ordenador y la pantalla. Oí el chasquido de la electricidad estática, seguido de un zumbido sordo que indicaba que el televisor se estaba calentando. Un momento después, se encendió la pantalla verde del TRS-80 que anunciaba:

EXTENDED COLOR BASIC 1.1

COPYRIGHT© 1982 BY TANDY

OK

Debajo apareció el cursor parpadeante, que adoptaba todos los colores del espectro.

Tecleé «Hello» y le di a INTRO.

En la línea siguiente aparecieron las palabras: «SYNTAX ERROR». La palabra «Hello» no era un comando básico de BASIC, el único lenguaje que entendía aquel ordenador viejísimo.

Sabía, por mis investigaciones, que el grabador de casetes hacía las veces de «unidad de disco» del TRS-80. Almacenaba datos como sonidos analógicos en cintas magnéticas de audio. Cuando Halliday empezó a programar, el pobre no tenía acceso siquiera a una unidad de discos floppy. Debía almacenar sus códigos en cintas de casete. La mayoría de ellos, juegos de aventuras basados en textos: Raaku-tu, Bedlam, Pyramid y Madness and the Minotaur. También había algunos cartuchos ROM, que se introducían en una ranura a un lado del ordenador. Busqué en la caja hasta que encontré un cartucho que tenía pegada una etiqueta roja, desgastada, en la que, en letras amarillas, se leía «Mazmorras de Daggorath». La imagen del juego mostraba un plano subjetivo del largo pasadizo de una mazmorra bloqueado por un corpulento gigante azul que blandía una gran hacha de piedra.

Cuando apareció por primera vez online una lista con los juegos encontrados en el dormitorio de Halliday los bajé todos y practiqué hasta dominarlos, de modo que ya había superado Mazmorras de Daggorath hacía unos dos años. Había tardado casi un fin de semana entero. Las imágenes eran anticuadas, pero aun así el juego era muy divertido y por demás adictivo.

Por la lectura de los mensajes que aparecían en los muros tenía conocimiento de que, durante los últimos cinco años, varios gunters habían jugado a Mazmorras de Daggorath allí mismo, en el ordenador de Halliday. Algunos habían superado todos los juegos de la caja de zapatos, solo para ver si, al hacerlo, sucedía algo. No había sido así, aunque, claro, ninguno de ellos estaba en posesión de la Llave de Cobre en el momento de intentarlo.

Las manos me temblaron ligeramente cuando apagué el TRS-80 e introduje el cartucho de Mazmorras de Daggorath. Volví a encenderlo y la pantalla se volvió negra y en ella apareció la imagen antigua de un hechicero, acompañado de varios efectos sonoros siniestros. El brujo sostenía una vara en una mano y, debajo de él, en letras mayúsculas, se leía: «¡TE RETO A ENTRAR… A MAZMORRAS DE DAGGORATH!».

Puse los dedos sobre el teclado y empecé a jugar. Tan pronto como lo hice, un altavoz se encendió y una música conocida empezó a sonar a todo volumen. Se trataba de la banda sonora que Basil Poledouris había compuesto para Conan el Bárbaro.

«Esta ha de ser la manera de Anorak de hacerme saber que voy por el buen camino», pensé.

No tardé en perder la noción del tiempo. Olvidé que mi avatar estaba sentado en el dormitorio de Halliday y que yo, en realidad, estaba sentado en mi guarida, acurrucado junto al calentador eléctrico tecleando al aire, introduciendo las instrucciones sobre un teclado imaginario. Todas las capas intermedias desaparecieron y yo me perdí en el juego al que jugaba dentro de otro juego.

En Mazmorras de Daggorath controlas a tu avatar tecleando órdenes como: «GIRA A LA IZQUIERDA» o «SUJETA LA LINTERNA». De ese modo navegas a través de un laberinto de pasadizos formado por gráficos vectoriales mientras luchas contra arañas, gigantes de piedra, monstruos blandos y fantasmas, y desciendes más y más, y pasas por los cinco niveles de la mazmorra, que gradualmente van aumentando la dificultad. Tardé un rato en volver a encontrarle el tranquillo al juego, pero una vez lo conseguí, no me pareció difícil. La posibilidad de salvar la posición en todo momento me proporcionaba infinitas vidas (aunque guardar y cargar de nuevo los juegos desde una cinta de casete resultó ser un proceso largo y farragoso. En más de una ocasión debía intentarlo varias veces y también mover con mucho cuidado el mando del volumen del radiocasete). Guardar el juego también me permitía hacer pequeñas pausas para ir al baño o recargar mi calefactor.

Mientras jugaba, la banda sonora de Conan el Bárbaro terminó, el altavoz emitió un chasquido y en el casete empezó a sonar la otra cara de la cinta, que era la banda sonora de Lady Halcón, llena de sintetizadores. Cómo iba a vengarme de Hache cuando lo viera…

Alcancé el último nivel de la mazmorra hacia las cuatro de la madrugada y tuve que enfrentarme al Brujo Malvado de Daggorath. Tras morirme y comenzar de nuevo dos veces, logré derrotarlo, usando la Espada Élfica y una Anilla de Hielo. Superé el juego recogiendo el anillo mágico del hechicero, que me quedé. Cuando lo hice, en la pantalla apareció una imagen que mostraba a un mago con una estrella brillante en su vara y en sus ropajes. El texto de la parte inferior rezaba así: «¡MIRAD: EL DESTINO AGUARDA LA MANO DE UN NUEVO MAGO!».

Esperé para ver qué sucedía. Por un momento no ocurrió nada. Pero luego la viejísima impresora de matriz de puntos de Halliday se puso en marcha y, con gran estrépito, escupió una sola línea de texto. El rodillo giró y arrastró la hoja hasta lo alto de la máquina. La arranqué y leí lo que decía:

«¡FELICIDADES! ¡HAS FRANQUEADO LA PRIMERA PUERTA!».

Miré a mi alrededor y vi que, en la pared del dormitorio, había aparecido una verja de hierro forjado, en el mismo lugar donde, hasta hacía un segundo, había colgado un póster de la película Juegos de guerra. En el centro de la verja había un cerrojo de cobre con una cerradura.

Me subí a la mesa de Halliday para alcanzarla, metí la Llave de Cobre en ella y la giré. Entonces, la verja entera emitió un potente resplandor, se calentó mucho y sus dos hojas se abrieron hacia dentro, revelando, al hacerlo, un campo estrellado. Parecía ser un portal hacia el espacio profundo.

—Dios mío, está lleno de estrellas —oí decir a una voz despersonalizada.

Reconocí al instante una de las frases de 2001, Odisea del espacio. Después llegó hasta mis oídos un zumbido continuo, grave, inquietante, seguido de un fragmento musical de la banda sonora de la misma película: Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss.

Me asomé y miré al otro lado del portal. A izquierda y derecha, arriba y abajo. Nada más que un campo infinito de estrellas en todas direcciones. Entrecerré los ojos y distinguí también algunas nebulosas diminutas de galaxias lejanas.

No lo dudé. Me lancé a la verja abierta. Tuve la sensación de que me atraía, de que tiraba de mí y empecé a caer. Pero en lugar de descender seguía moviéndome hacia delante y las estrellas parecían moverse conmigo.

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