Ready Player One

Ready Player One


NIVEL UNO » 0011

Página 15 de 48

0011

Me encontré de pie, frente a una máquina arcade antigua, de las de salón recreativo, jugando a Galaga.

La partida ya estaba empezada. Yo tenía naves dobles y 41 780 puntos. Bajé la vista y vi que tenía las manos sobre los mandos. Tras unos segundos de desorientación, empecé a jugar consciente de lo que hacía y moví el joystick a la izquierda justo a tiempo para evitar que eliminaran una de mis naves.

Sin apartar del todo la vista del juego, intenté averiguar dónde me encontraba, qué era lo que me rodeaba. Con mi visión periférica logré distinguir un juego de Dig Dug a mi izquierda y una máquina de Zaxxon a mi derecha. De más atrás llegaba la cacofonía de un combate digital que provenía de un montón de máquinas de videojuegos antiguos. Entonces, entre una oleada de atacantes y otra en mi partida de Galaga, la pantalla se volvió negra y pude ver mi reflejo en ella. El rostro que me miraba no era el de mi avatar, sino el de Matthew Broderick. Un Matthew Broderick jovencísimo que todavía no había actuado en Todo en un día ni en Lady Halcón.

Y entonces supe dónde estaba.

Y quién era.

Era David Lightman, el personaje interpretado por Matthew Broderick en el largometraje Juegos de guerra. Y aquella era la primera escena de la película.

Y yo estaba dentro de ella.

Miré fugazmente a mi alrededor y vi una réplica detallada de Grand Palace 20, aquella mezcla de salón recreativo y pizzería que aparece en la película. Había muchos jóvenes con peinados de los ochenta que se arremolinaban en torno a las máquinas de marcianitos. Otros estaban sentados en reservados, comían pizza y bebían refrescos. En una jukebox que había en una esquina sonaba, a todo volumen, Video Fever, de los Beepers. Todo era idéntico y sonaba exactamente como en la película. Halliday había copiado hasta el último detalle y lo había recreado como simulación interactiva.

Mierda.

Me había pasado años imaginando qué retos me aguardarían en el interior de la Primera Puerta, pero jamás había imaginado algo así. Aunque debería haberlo hecho. Juegos de guerra fue, y siguió siendo durante toda su vida, una de las películas favoritas de Halliday. Precisamente por eso yo la había visto más de treinta veces. Bueno, por eso y porque era absolutamente genial, con aquel hacker adolescente de la vieja escuela como protagonista. Al parecer, mi investigación estaba a punto de resultarme útil.

En ese momento oí un pitido electrónico sostenido. Parecía proceder del bolsillo derecho de los vaqueros que llevaba. Sin soltar el joystick que manejaba con la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo y saqué de él un reloj de pulsera digital. La pantalla señalaba las 7.45 de la mañana. Al pulsar uno de los botones para silenciar la alarma, en el centro de mi visualizador apareció un aviso: «¡DAVID, VAS A LLEGAR TARDE AL COLEGIO!».

Mediante una instrucción de voz saqué el mapa de Oasis, confiando en descubrir dónde me había llevado la Primera Puerta. Pero resultó que no solo no me encontraba ya en Middletown, sino que ya no estaba en Oasis. El icono de mi localizador aparecía en el centro de una pantalla vacía, lo que significaba que estaba Fuera del Mapa. Al subirme a la verja, esta había transportado mi avatar hasta una simulación autónoma situada en una ubicación virtual separada de Oasis. Al parecer, el único modo de regresar era completar la misión. Pero, si aquello era un videojuego, ¿cómo se suponía que debía jugar? Si era una misión, ¿cuál era el objetivo? Seguí jugando a Galaga mientras valoraba aquellas preguntas. Un segundo después, un chico entró en el salón y se acercó a mí.

—Hola, David —me dijo, clavando los ojos en mi juego.

Lo reconocí de la película. Se llamaba Howie. Recordé que el personaje de Matthew Broderick le cede los mandos a Howie para que termine la partida y sale corriendo hacia el instituto.

—Hola, David —repitió el chico exactamente en el mismo tono.

En esa segunda ocasión, sus palabras también aparecieron como texto, grabado en la parte baja de mi visualizador, como si se tratara de subtítulos. Más abajo, intermitente y en rojo, apareció la frase: «AVISO DE FINAL DE RÉPLICA».

Empezaba a comprender. El simulador me advertía de que aquella era mi última oportunidad para pronunciar la frase siguiente de la película. Si no lo hacía, suponía que sería el final del juego. GAME OVER.

Pero no me puse nervioso, porque sabía qué frase venía a continuación. Había visto Juegos de guerra tantas veces que me las sabía de memoria.

—¡Hola, Howie! —le respondí.

Pero la voz que oí por los auriculares no era la mía. Era la de Matthew Broderick. Y mientras pronunciaba mi réplica, el aviso de mi visualizador desapareció y en su lugar aparecieron cien puntos, en la parte superior.

Rebusqué en mi memoria los diálogos del resto de la escena. La siguiente frase también era mía.

—¿Cómo te va? —pregunté, y acumulé otros cien puntos.

—Bastante bien —respondió Howie.

Empezaba a entusiasmarme. Aquello era increíble. Estaba totalmente metido en la película. Halliday había transformado un largometraje que tenía más de cincuenta años en un videojuego interactivo en tiempo real. ¿Cuánto habría tardado en programar algo así?

Otro aviso apareció en mi visualizador.

«¡VAS A LLEGAR TARDE A CLASE, DAVID! ¡DATE PRISA!».

Me alejé de la máquina de Galaga.

—Eh, ¿quieres terminarla tú? —le pregunté a Howie.

—Claro —respondió él, poniéndose a los mandos—. ¡Gracias!

Un camino verde apareció en el suelo del salón recreativo, que me llevaba desde donde me encontraba hasta la salida. Empecé a seguirlo, pero recordé que debía volver corriendo hasta la máquina del juego de Dig Dug para recoger la carpeta, como hacía David en la película. Al hacerlo, mi panel de puntos anotó otros cien, y en mi visualizador apareció un BONUS DE ACCIÓN.

—Adiós, David.

—¡Adiós!

Otros cien puntos. Aquello era muy fácil.

Seguí el camino verde, salí de Grand Palace 20 y me encontré en medio de una calle muy concurrida, por la que caminé varias manzanas. Corrí por otra calle arbolada, en una zona residencial. Doblé una esquina y vi que el camino conducía directamente a un edificio grande de ladrillo. En el cartel de la puerta podía leerse: Snohomish High School. En efecto, aquel era el instituto de David y el espacio donde transcurrían las siguientes escenas.

Entré en el centro con la mente a mil por hora. Si lo único que tenía que hacer era ir soltando las réplicas de los diálogos de Juegos de guerra en el orden correcto durante las dos horas siguientes, aquello iba a estar chupado. Sin saberlo, me había preparado más de la cuenta. Seguramente había memorizado más aquella película que Escuela de genios y Más vale muerto.

Mientras corría por los pasillos vacíos del instituto, otro aviso apareció frente a mí: «¡LLEGAS TARDE A CLASE DE BIOLOGÍA!».

Seguí corriendo todo lo que me daban las piernas, recorriendo el camino verde, que brillaba intermitentemente. Por fin me condujo hasta la puerta de un aula de la segunda planta. Por la pequeña ventana que se abría en la mitad superior vi que la clase ya había empezado. El profesor estaba junto a la pizarra. Vi mi pupitre, que era el único vacío.

Me sentaba justo detrás de Ally Sheedy.

Abrí la puerta y entré de puntillas, pero el profesor me pilló al momento.

—¡Vaya, David! ¡Me alegro de verte!

Llegar hasta el final de la película me resultó mucho más difícil de lo que había previsto. Averiguar las «reglas» del juego y el sistema de puntuación me llevó quince minutos. Y descubrí que lo que se me pedía no era solo recitar mi parte de los diálogos. También debía ejecutar todas las acciones del personaje de Broderick, correctamente y en el momento oportuno. Era como tener que representar el papel protagonista de una obra de teatro que habías visto muchas veces, pero que no habías ensayado en ninguna ocasión.

Durante casi toda la primera hora de la película estuve atentísimo, intentando en todo momento adelantarme para tener lista mi réplica. Cada vez que me equivocaba, o que no ejecutaba alguna acción en el momento adecuado, mi puntuación bajaba y en el visualizador aparecía una advertencia. Si el error se repetía dos veces, aparecía una ADVERTENCIA FINAL. No estaba seguro de qué sucedería si me equivocaba tres veces seguidas, pero suponía que, o bien sería expulsado al otro lado de la verja, o mi avatar, sencillamente, moriría. Lo cierto es que no estaba impaciente por descubrirlo.

Cada vez que realizaba siete acciones correctas o pronunciaba siete réplicas seguidas con exactitud, el juego me recompensaba con un COMODÍN DE RÉPLICAS. Si disponía de él y fallaba alguna frase, tenía la opción de seleccionar el icono del comodín y la frase o la acción correcta aparecían en mi visualizador, como en una especie de teleprompter.

En las escenas en las que mi personaje no intervenía, el simulador pasaba a una perspectiva objetiva, y lo único que tenía que hacer era sentarme y ver pasar las cosas, como cuando se veía una escena cortada en algún videojuego antiguo. Entonces podía relajarme un poco, hasta que a mi personaje le tocaba aparecer en pantalla de nuevo. Durante una de aquellas pausas intenté bajarme una copia de la película del disco duro de mi consola de Oasis, con la intención de reproducirla en una ventana de mi visualizador y poder usarla como «apuntador». Pero el sistema no me lo permitió. De hecho, descubrí que de ese lado de la verja no podía abrir ninguna ventana. Al intentarlo apareció el siguiente aviso: «NADA DE TRAMPAS. UN INTENTO MÁS Y GAME OVER».

Por suerte, resultó que no iba a necesitar ayuda. Una vez que tuve en mi poder cinco comodines de réplicas conseguí relajarme, y entonces empecé a divertirme con aquel juego. No era difícil pasarlo bien metido dentro de una de mis pelis favoritas. Transcurrido un rato descubrí, incluso, que te daban puntos extras por pronunciar ciertas réplicas en el tono exacto y con la misma inflexión de voz que en el original.

En aquel momento no lo sabía, pero acababa de convertirme en la primera persona del mundo en participar en una clase de videojuego que era totalmente novedosa. Cuando GSS tuvo conocimiento de la simulación de Juegos de guerra, en la Primera Puerta (lo que ocurrió poco después), la empresa se apresuró a patentar la idea y se puso a comprar los derechos de películas y programas de televisión antiguos para convertirlos en juegos interactivos de inmersión a los que llamaron Flicksyncs, es decir, algo así como «peliback». Estos se hicieron muy populares. Se creó un inmenso mercado de juegos que permitían actuar como protagonistas en las películas y series de televisión preferidas.

Cuando llegué a las escenas finales, el cansancio empezaba a pasarme factura y noté que no controlaba bien mis movimientos. Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir, conectado ininterrumpidamente. La última acción que debía ejecutar consistía en ordenar al superordenador WOPR que jugara a tres en raya consigo mismo. Como todos los juegos a los que jugaba el WOPR terminaban en tablas, aquello tenía el improbable efecto de enseñar al ordenador, dotado de inteligencia artificial, que «lo único que había que hacer para ganar era no jugar». Y de ese modo se impedía que el WOPR lanzara todos los misiles balísticos intercontinentales de Estados Unidos contra la Unión Soviética.

Yo, David Lightman, adolescente y loco por la informática, residente en las afueras de Seattle, había conseguido impedir sin ayuda de nadie que se produjera el fin de la civilización humana.

Los presentes en el centro de control NORAD prorrumpieron en gritos de alegría y yo esperé a que aparecieran los créditos finales. Pero no aparecieron. Lo que sucedió, en cambio, fue que los demás personajes se esfumaron y me dejaron solo en aquella gigantesca sala de operaciones militares. Al fijarme en el reflejo que me devolvía el monitor de un ordenador, comprobé que mi avatar ya no era como Matthew Broderick. Volvía a ser Parzival.

Miré a mi alrededor, aún en el centro de control, preguntándome qué se suponía que debía hacer a continuación. Y entonces todas las pantallas gigantes que me rodeaban se pusieron en blanco y cuatro líneas de texto en letras verdes, brillantes, aparecieron en ellas. Se trataba de otro acertijo:

Una Llave de Jade oculta el capitán

en hogar viejo y decrépito.

Mas el silbato solo harás sonar

cuando los trofeos tengas en tu crédito.

Permanecí allí unos segundos, contemplando las palabras en silencio, desconcertado, pero cuando salí de mi asombro tomé varias fotos del texto. Mientras lo hacía, la Puerta de Cobre apareció de nuevo, encajada en una pared cercana. La verja estaba abierta y, a través de ella, veía el dormitorio de Halliday. Era la salida.

Lo había conseguido. Había franqueado la Primera Puerta.

Miré hacia atrás y vi una vez más el acertijo escrito en las pantallas. Había tardado varios años en descifrar «La quintilla» y localizar la Llave de Cobre. A primera vista, era posible que resolver aquel nuevo acertijo sobre la Llave de Jade me llevara también mucho tiempo. No entendía ni una palabra. Pero estaba exhausto y ese no era el momento de enfrentarme a adivinanzas. Apenas me quedaban fuerzas para mantener los ojos abiertos.

Me lancé a la salida y aterricé en el dormitorio de Halliday. Cuando me volví para mirar la pared, descubrí que la puerta ya no estaba y que el póster de Juegos de guerra volvía a ocupar su lugar.

Consulté el estado de mi cuenta de puntos y descubrí que había ganado cientos de miles más por haber franqueado la Puerta, suficientes para que mi avatar pasara del nivel 10 al 20 en una sola partida. Después revisé La Tabla:

PRIMEROS PUESTOS

Mi puntuación se había aumentado cien mil puntos y junto a ellos había aparecido el icono de una puerta de color cobre. Era muy posible que los medios de comunicación (y seguramente todo el mundo), estuvieran siguiendo los resultados de La Tabla en tiempo real, por lo que a esas alturas todo el mundo debía de saber que había franqueado la Primera Puerta.

De cualquier modo, me sentía demasiado agotado para analizar las implicaciones de aquello. Solo pensaba en dormir.

Bajé corriendo hasta la cocina. Las llaves del coche de los Halliday estaban colgadas de un clavo, junto a la nevera. Las agarré y salí deprisa. El coche (el que no se sostenía sobre bloques de hormigón) era un Ford Thunderbird de 1982. El motor se puso en marcha al segundo intento. Arranqué marcha atrás y conduje hasta la estación de autobuses.

Desde allí me teletransporté hasta la terminal que quedaba junto a mi colegio, en Ludus. Al llegar, me fui directamente a mi taquilla, la abrí y metí en ella los tesoros recién adquiridos por mi avatar, la armadura y las armas, antes de desconectarme, al fin, de Oasis.

Cuando me quité el visor eran las 6.17 de la mañana. Me froté los ojos enrojecidos y eché un vistazo al interior de mi guarida, intentando comprender todo lo que acababa de sucederme.

Hasta ese momento no fui consciente del frío que hacía en la furgoneta. Había estado usando el pequeño calefactor a ratos durante toda la noche y había agotado la batería. Estaba demasiado cansado para montarme en la bicicleta estática y pedalear para recargarla. Y tampoco me sentía con fuerzas para regresar a la caravana fija de mi tía. De todos modos, pronto saldría el sol y sabía que, aunque me quedara dormido allí, no iba a morir congelado.

Me deslicé de la silla al suelo, me metí en el saco de dormir y me acurruqué. Cerré los ojos y el acertijo de la Llave de Jade regresó a mi mente. Pero el sueño me invadió segundos después.

Y tuve un sueño. Estaba de pie, solo, en el centro de un campo de batalla arrasado, con varios ejércitos distintos formados frente a mí. Un batallón de sixers estaba apostado delante y varios clanes de gunters me rodeaban por los demás flancos blandiendo espadas y armas de gran poder mágico. Bajaba la mirada y veía mi cuerpo. No era el cuerpo de Parzival, sino el mío. Y llevaba una armadura hecha de papel. En la mano derecha sostenía una espada de plástico, de juguete, y en la izquierda un gran huevo de cristal idéntico al que causa tantos problemas al personaje que interpreta Tom Cruise en Risky Business. Con todo, yo sabía que, en el contexto del sueño, ese debía de ser el Huevo de Pascua de Halliday. Y yo estaba allí plantado, en aquel descampado, con él en la mano y los demás mirándome.

Todos a una, los ejércitos de mis enemigos emitían un fiero grito de guerra y cargaban contra mí. Convergían frente a mí, enseñando mucho los dientes y con los ojos inyectados en sangre. Venían a por el Huevo y yo no podía hacer nada para impedirlo.

Sabía que estaba soñando y esperaba despertar antes de que me dieran alcance. Pero no sucedió. El sueño siguió y me arrebataron el huevo, y yo sentí que me desgarraban y hacían pedazos.

Ir a la siguiente página

Report Page