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NIVEL DOS » 0022

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0022

La Vonnegut abandonó la velocidad de la luz y Archaide inundó de pronto la pantalla del puente de mando. Sobresalía del resto de planetas de la zona, precisamente, porque no estaba diseñado para parecer real. Todos los demás figuraban reproducidos con gran meticulosidad, nubes, continentes o cráteres de impacto sobre sus superficies curvadas. Pero Archaide no presentaba ninguno de aquellos rasgos porque albergaba el mayor museo de videojuegos clásicos de Oasis y había sido diseñado como homenaje a los juegos de grafismo vectorial de finales de los setenta y principios de los ochenta. La única característica de la superficie del planeta era una red iluminada de puntos verdes similares a las luces de tierra de las pistas de aterrizaje de los aeropuertos. Estos se hallaban uniformemente repartidos por todo el globo, formando una trama perfecta, de manera que, desde la órbita, Archaide parecía la Estrella de la Muerte, representada en grafismo vectorial, del videojuego de La guerra de las galaxias que Atari había empezado a comercializar en 1983.

Mientras Max pilotaba la Vonnegut hasta la superficie, yo me preparé para un posible combate cargando mi armadura y mejorando mi avatar con varias pociones y nanopacks. Archaide era una zona PvP, además de una zona de caos, lo que implicaba que allí funcionaba tanto la magia como la tecnología. Así que me aseguré bien de llevar conmigo todos mis macros para las contingencias de combate.

La rampa de carga de la Vonnegut, de acero, reproducida con gran detalle, descendió hasta el suelo, creando un gran contraste contra la negrura digital de la superficie de Archaide. Tras bajar por ella pulsé un dispositivo que llevaba instalado en mi muñeca derecha y la rampa se retrajo. Al momento, la nave activó sus sistemas de seguridad, con un zumbido agudo. Un escudo transparente, azulado, rodeó el casco.

Miré hacia el horizonte, una sencilla línea verde y gastada que dibujaba un terreno montañoso. Una vez allí, sobre su superficie, el aspecto de Archaide era idéntico al del entorno del juego Battlezone de 1981, otro clásico del grafismo vectorial de Atari. A lo lejos, un volcán triangular vomitaba píxeles verdes de lava. Aunque corrieras durante varios días seguidos en dirección a él, nunca lo alcanzarías; permanecía en el horizonte. Como en un videojuego antiguo, en Archaide el paisaje nunca cambiaba, por más que le dieras la vuelta entera al planeta.

Siguiendo mis instrucciones, Max había hecho aterrizar la Vonnegut cerca del ecuador, en el hemisferio oriental. La pista de aterrizaje estaba vacía, y el entorno parecía desierto. Me dirigí hacia el punto verde más cercano. Al hacerlo me di cuenta de que, en realidad, se trataba de la boca de un túnel de entrada, un círculo de neón verde de diez metros de diámetro que conducía a algún punto subterráneo. Archaide era un planeta hueco y las exposiciones del museo se hallaban bajo la superficie.

Al acercarme a la entrada más cercana del túnel oí que una música a todo volumen brotaba de las profundidades. Reconocí la canción: «Pour Some Sugar on Me», de Def Leppard, que formaba parte de su álbum Hysteria (Epic Records, 1987). Llegué hasta el borde del círculo de luz verde resplandeciente y de un salto me zambullí en su interior. Mientras mi avatar caía en el museo, el grafismo vectorial verde desapareció y me encontré en un entorno de alta resolución y de colores. A mi alrededor, todo volvía a parecer absolutamente real.

Bajo su superficie, Archaide alojaba miles de máquinas clásicas de videojuegos, de las de salón recreativo, reproducciones esmeradas de algunas de las que habían existido en algún lugar del mundo real. Desde la aparición de Oasis, miles de usuarios de cierta edad habían acudido hasta allí y, con gran esfuerzo, habían configurado réplicas virtuales de los videojuegos locales que recordaban de su infancia, convirtiéndolas, de ese modo, en parte de la colección permanente del museo. Y cada una de aquellas boleras, cada una de aquellas pizzerías, cada uno de aquellos salones recreativos simulados estaban llenos de las clásicas «máquinas de marcianitos». Existía, al menos, una copia de todos los videojuegos que habían existido en aquellas consolas de monedas en las que se jugaba de pie. Las memorias ROM originales de los juegos se encontraban almacenadas en el código Oasis del planeta y los muebles de madera que los alojaban estaban configurados de manera que su aspecto fuera idéntico al de los originales antiguos. Por el museo también se hallaban repartidos santuarios y pequeñas muestras dedicadas a varios diseñadores y editores de juegos.

Los diversos niveles del museo se componían de inmensas cuevas unidas por una red subterránea de calles, túneles, ascensores, escalinatas y escaleras mecánicas y de mano, puertas corredizas, trampillas y pasadizos secretos. Era algo así como un gigantesco laberinto de muchos niveles. El trazado hacía que resultara muy fácil perderse, por lo que decidí mantener activado en todo momento un mapa holográfico tridimensional en mi visualizador. La localización de mi avatar quedaba marcada en todo momento por un punto azul parpadeante. Yo había accedido al museo junto a un videojuego viejo llamado El Castillo de Aladino, que se encontraba cerca de la superficie. Pulsé un punto del mapa cercano al núcleo del planeta, que indicaba mi destino, y la aplicación trazó al momento la ruta más rápida para llegar hasta él. No esperé ni un momento más y salí corriendo hacia allá.

El museo estaba distribuido en capas. Allí, junto a la corteza del planeta, se encontraban los últimos videojuegos de salón recreativo de las dos primeras décadas del siglo XXI que se fabricaron en el mundo. Se trataba, sobre todo, de cabinas dotadas de sofisticados simuladores con dispositivos hápticos de primera generación: sillas vibratorias y plataformas hidráulicas que se inclinaban. Muchos simuladores de coches en línea que permitían a los jugadores competir entre sí. Aquellos juegos habían sido los últimos de su especie. Cuando se crearon, las consolas domésticas ya habían convertido en obsoletos casi todos los juegos de salón recreativo. Y desde la irrupción de Oasis, dejaron de fabricarse.

A medida que te adentrabas en el museo, los juegos eran cada vez más antiguos y arcaicos. Consolas de monedas de finales de siglo. Juegos de pelea cuerpo a cuerpo donde las figuras, formadas por bloques poligonales, se daban palizas en grandes monitores planos. Juegos de disparos que precisaban de unas pistolas hápticas ligeras y muy rudimentarias. Juegos de baile. Cuando llegabas al nivel siguiente, todos los juegos parecían idénticos. Se alojaban en una caja de madera rectangular que contenía un tubo catódico con una serie de mandos primitivos instalados delante. Para jugar con ellos debías usar las manos y los ojos (y en ocasiones los pies). No había nada háptico. Con aquellos juegos no sentías nada a través del tacto. Y cuando más descendías, más rudimentarios se volvían los diseños.

El nivel inferior del museo, ubicado en el centro del planeta, estaba ocupado por una sala esférica, un santuario dedicado al primer videojuego que se creó, Tennis for Two, inventado por William Higinbotham en 1958. Funcionaba con un antiquísimo ordenador analógico y se jugaba en una diminuta pantalla osciloscópica de unos doce centímetros de diámetro. Junto a él estaba la réplica de un viejo ordenador PDP-1 en el que había activada una copia de Spacewar!, el segundo videojuego de la historia, ideado por un grupo de alumnos del MIT en 1962.

Como casi todos los gunters, yo había visitado Archaide en varias ocasiones. Había estado en su núcleo y había jugado tanto a Tennis for Two como a Spacewar!, hasta dominarlos. Después había recorrido los muchos niveles del museo, jugando a los juegos y buscando pistas que Halliday pudiera haber dejado en él. Pero nunca había encontrado nada.

Seguí avanzando a la carrera, descendiendo cada vez más, hasta alcanzar el Museo de Gregarious Simulation Systems, situado unos niveles por encima del núcleo del planeta. Tampoco era la primera vez que lo visitaba, por lo que sabía por dónde moverme. Había exposiciones dedicadas a los juegos más populares de GSS, entre ellos varias series de títulos que originalmente se habían comercializado para ordenadores personales y consolas. No tardé mucho en encontrar la exposición en la que se exhibían los cinco trofeos al Mejor Diseñador de Juegos del Año ganados por Halliday, junto a una estatua de bronce del propio galardonado.

Me bastaron unos minutos para darme cuenta de que allí estaba perdiendo el tiempo. La exposición del Museo GSS estaba configurada de manera que fuera imposible sustraer ninguna de las piezas expuestas, por lo que los trofeos no podían «pasar a mi crédito». Pasé un buen rato tratando en vano de separar con un soplete láser uno de ellos de su pedestal, antes de rendirme.

Otro callejón sin salida. Ese viaje había sido una pérdida de tiempo de principio a fin. Miré a mi alrededor por última vez, intentando no dejarme vencer por la desesperación.

Decidí regresar a la superficie por otra ruta, a través de alguna sección del museo que no hubiera explorado en su totalidad en mis visitas anteriores. Recorrí varios túneles que me condujeron a una inmensa caverna. Contenía una especie de ciudad subterránea compuesta por pizzerías, boleras, colmados abiertos las veinticuatro horas y, por supuesto, salones recreativos. Pasé por el laberinto de calles vacías y me metí en un callejón sin salida frente a una pizzería pequeña.

Y al ver el nombre del local me quedé de piedra.

Se llamaba Happytime Pizza y era la réplica de un pequeño negocio familiar que había existido en la ciudad natal de Halliday a mediados de los ochenta. Halliday parecía haber copiado la configuración de Happytime Pizza de su simulación de Middletown y haber ocultado aquel duplicado allí, en el museo de Archaide.

¿Qué coño hacía allí metida? Yo no había visto nunca que se mencionara su existencia en ninguno de los tablones de anuncios de gunters ni en las guías de estrategia. ¿Era posible que nadie la hubiera visto hasta ese momento?

Halliday mencionaba Happytime Pizza varias veces en su Almanaque y yo sabía que guardaba buenos recuerdos de aquel local. Lo frecuentaba al salir de clase, para retrasar el momento de volver a su casa.

El interior recreaba con todo lujo de detalles el ambiente de uno de aquellos establecimientos clásicos, tan de moda en los ochenta, que eran mitad pizzería para jóvenes, mitad salón recreativo. Tras el mostrador trabajaban varios PNJ que preparaban la masa o cortaban porciones de tarta. (Activé mi torre olfativa Olfaprix y constaté que, en efecto, allí olía a salsa de tomate). El local estaba dividido en dos mitades, el comedor y la sala de juegos. De hecho, en el comedor también los había; las mesas de cristal, conocidas como «cabinas de cóctel», eran, en realidad, consolas que permitían a sus usuarios jugar sentados. Así, mientras uno se zampaba una pizza podía jugar a Donkey Kong sin levantarse de la mesa.

Si hubiera tenido hambre, habría podido pedir una porción de pizza real en el mostrador. El pedido habría sido remitido a un distribuidor cercano a mi complejo de apartamentos, el que yo hubiera especificado en mi lista de preferencias de mi cuenta de alimentación de Oasis. La porción de pizza habría llegado a mi puerta en cuestión de minutos y la habrían cargado en mi cuenta.

Cuando entraba en la sala de juegos oí que en los altavoces colgados de las paredes enmoquetadas sonaba una canción de Bryan Adams. Bryan cantaba que, fuera donde fuese, veía que los chicos querían bailar rock. Pulsé la tecla correspondiente en la máquina de cambio y pedí solo una moneda de veinticinco centavos. La retiré de la bandeja de acero inoxidable y me dirigí al fondo del local, intentando fijarme en los detalles más nimios de la simulación. Vi una nota escrita a mano y pegada sobre el tablero de un juego de Defender que decía: «Si superas la puntuación máxima del dueño, una pizza familiar gratis».

En ese momento, en la pantalla de un juego de Robotron se mostraba la tabla de puntuación. Robotron permitía que el jugador con la mayor puntuación de todos los tiempos escribiera una frase entera junto a los dígitos, en lugar de las iniciales de rigor, y el máximo anotador de esa consola había usado aquel preciado espacio para anunciar: «El subdirector Rundberg es un capullo integral».

Me adentré más en la oscura cueva electrónica y llegué frente a una máquina de Pac-Man, al fondo del salón, encajada entre una de Galaga y otra de Dig Dug. El mueble negro y amarillo estaba lleno de rozaduras y rayas, y la chillona decoración había empezado a despegarse.

El monitor del juego de Pac-Man estaba oscuro y había un cartel pegado en él que rezaba: «FUERA DE SERVICIO». ¿Por qué habría incluido Halliday una máquina estropeada en aquella simulación? ¿Se trataba, simplemente, de un detalle más para dar realismo a la escena? Intrigado, decidí investigar.

Separé un poco el mueble de la pared y vi que el cable estaba desenchufado. Lo enchufé y esperé a que el juego arrancara. Parecía funcionar sin problemas.

Cuando empujaba el mueble para dejarlo en su sitio, me percaté de algo. En lo alto del juego, sujeto en el marco metálico que fijaba el cristal de la consola, había una moneda de veinticinco centavos. La fecha que figuraba en ella era 1981, año en que el juego Pac-Man había sido lanzado al mercado.

Yo sabía que, en los ochenta, colocar una moneda sobre la máquina del juego era la manera de indicar que reservabas turno para ser el siguiente en usarla. Pero al intentar agarrar la moneda, esta no se movió. Como si estuviera empotrada en la máquina.

Raro.

Pegué el cartel de «FUERA DE SERVICIO» en la máquina de Galaga y me fijé en la pantalla de inicio, en la que se enumeraba a los fantasmagóricos malvados del juego: Inky, Blinky, Pinky y Clyde. La puntuación máxima que figuraba en lo alto de la pantalla era de 3 333 350 puntos.

Eran varias las cosas que se salían de la norma en ese caso. En el mundo real, si una máquina de Pac-Man se desenchufaba, no guardaba las máximas puntuaciones. Además, se suponía que el marcador daba la vuelta al llegar al millón de puntos. Pero aquella máquina mostraba una puntuación de tres millones, trescientos treinta y tres mil trescientos cincuenta, apenas diez puntos menos que la puntuación máxima posible en el juego Pac-Man.

La única manera de superar esa marca era jugar un juego perfecto.

Sentí que se me aceleraba el pulso. Acababa de descubrir algo. Una especie de Huevo de Pascua oculto en el interior de aquel videojuego antiguo. No se trataba de El Huevo de Pascua. Pero sí de un huevo de pascua. Una especie de reto, de rompecabezas, de enigma, un desafío que —estaba casi seguro— había sido colocado allí por el propio Halliday. Yo no sabía si tenía algo que ver con la Llave de Jade. Tal vez no estuviera relacionado con La Cacería en absoluto. Pero solo había una manera de averiguarlo.

Tendría que jugar la partida perfecta de Pac-Man.

Y no era cosa fácil. Había que superar sin errores doscientos cincuenta y seis niveles, hasta llegar a la última pantalla partida. Y había que comerse todos y cada uno de los puntos, los energizantes, las frutas y los fantasmas que fueran surgiendo en el camino, sin perder ni una sola vida. En los sesenta años de historia del juego se habían documentado menos de veinte juegos perfectos. El propio James Halliday había completado uno de ellos, el más rápido de todos, en poco menos de cuatro horas. Y la hazaña había tenido lugar en una máquina de Pac-Man original, situada en la sala de descanso de Gregarious Games.

Como yo sabía que a Halliday le encantaba el juego, había investigado bastante sobre Pac-Man. Pero nunca había conseguido culminar un juego perfecto. Claro que tampoco lo había intentado en serio. Hasta ese momento, no había tenido razones para hacerlo.

Abrí mi Diario del Grial y accedí a los datos relacionados con Pac-Man que había ido recabando. La configuración original del juego. La biografía completa de su creador, Toru Iwatani. Todas las guías de estrategia sobre Pac-Man existentes. Todos los episodios de los dibujos animados de Pac-Man. Los ingredientes de los cereales Pac-Man. Y, por supuesto, los patrones de juego. Yo disponía de cantidad de diagramas con diseños de partidas de Pac-Man, así como de horas y más horas de grabaciones de vídeo de los mejores jugadores de la historia. Ya había estudiado mucho material, pero volví a revisarlo un poco para refrescar la memoria. Después cerré el diario y estudié la máquina de Pac-Man que tenía delante, como un pistolero calibrando a su rival.

Estiré los brazos, hice girar la cabeza y el cuello varias veces, y chasquear los nudillos.

Cuando eché los veinticinco centavos en la ranura de la izquierda, el juego emitió un sonido electrónico que me resultó familiar. Pulsé el botón de un solo jugador y el primer laberinto apareció en pantalla.

Rodeé el joystick con la mano derecha y empecé a jugar guiando a mi protagonista con forma de pizza a través de laberintos y más laberintos. «Waka-waka-waka-waka…».

El entorno sintético que me rodeaba fue desapareciendo a medida que me concentraba en el juego y me perdía en su antigua realidad bidimensional. Igual que en el caso de Dragones y mazmorras, jugaba a una simulación dentro de otra simulación. A un juego dentro de otro juego.

Realicé varios inicios en falso. Jugaba durante una hora, incluso dos. Pero entonces cometía un pequeño error y tenía que desenchufar y enchufar la máquina de nuevo para empezar de cero. Pero ya iba por el octavo intento y había jugado durante seis horas sin parar. Y lo estaba haciendo estupendamente. Por el momento, esa partida me estaba saliendo perfecta. Había pasado doscientas cincuenta y cinco pantallas y no había cometido un solo fallo. Había conseguido cargarme a los cuatro fantasmas con todas las píldoras de fuerza (hasta llegar al laberinto dieciocho, a partir del cual dejaban de volverse azules), y me había comido todas las frutas, pájaros, campanas y llaves que habían aparecido y que daban puntos extra, sin morir ni una sola vez.

Me encontraba en medio de la mejor partida de mi vida. Era esa. Lo sentía. Finalmente, todo iba encajando. Notaba la fuerza en mi interior.

En cada laberinto había un punto, justo por encima de la posición de inicio, donde era posible ocultar a Pac-Man durante un máximo de quince minutos. En esa ubicación los fantasmas no te encontraban. Recurriendo a ese truco, había podido comer algo e ir al baño un par de veces en las seis horas anteriores.

Mientras me abría paso por la pantalla 255, la canción Pac-Man Fever empezó a sonar a todo volumen en los altavoces de la sala de juegos. No pude evitar una sonrisa. Estaba seguro de que aquella tenía que ser una bromita de Halliday.

Sin salirme de mi pauta de juego, que tan buenos resultados me había dado, moví el joystick a la derecha, me metí por la puerta secreta, salí por el lado contrario y descendí para comerme los últimos puntos que quedaban y dejar la pantalla limpia. Aspiré hondo mientras el contorno del laberinto azul parpadeaba y se volvía blanco. Y en ese instante la vi. Mirándome cara a cara. La mítica pantalla partida. El final del juego.

Entonces, en el momento más inoportuno que pueda concebirse, una alerta sobre La Tabla apareció en mi visualización, apenas unos segundos después de que hubiera empezado a enfrentarme a la última pantalla.

Sobreimpresas en la pantalla de Pac-Man aparecieron las diez primeras posiciones, y al mirarlas apenas un segundo supe que Hache se había convertido en la segunda persona en encontrar la Llave de Jade. Su puntuación había aumentado en diecinueve mil puntos, lo que lo situaba en segundo lugar y me desplazaba a mí al tercero.

No sé cómo, pero milagrosamente logré mantener la calma y permanecí concentrado en mi juego Pac-Man.

Agarré el joystick con más fuerza, negándome a que mi concentración se esfumara. ¡Ya casi había terminado! Solo tenía que obtener los últimos seis mil setecientos sesenta puntos posibles del último laberinto mutilado y, finalmente, alcanzaría la máxima puntuación.

Mi corazón latía al ritmo de la música cuando logré superar la mitad intacta del laberinto. Acto seguido me aventuré en el árido terreno de la mitad derecha, guiando a Pac-Man a través de la pixelada mermada memoria del juego. Ocultos bajo todos aquellos residuos de imágenes y grafismos aguardaban nueve bolitas con un valor de diez puntos cada una. Yo no podía verlas, pero había memorizado su ubicación. No tardé en encontrarlas y me las comí, lo que me valió noventa puntos más. Después me volví y corrí hacia el fantasma más cercano —Clyde—, y cometí «Paquicidio» muriendo por primera vez en toda la partida. Pac-Man se detuvo y se disolvió en la nada, emitiendo un prolongado aullido digital.

Hice todo lo posible por no pensar en Hache, que en ese momento ya debía de estar sosteniendo la Llave de Jade entre sus manos. En ese preciso instante, seguramente estaría leyendo la pista que tuviera grabada en su superficie.

Moví el joystick hacia la derecha, abriéndome paso por entre los escombros digitales una última vez. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados. Esquivé a Pinky para comerme las dos bolitas de abajo y después otras tres que quedaban en el centro y, finalmente, las últimas cuatro, que se ocultaban cerca del extremo superior.

Lo había conseguido. Mi puntuación era la mayor. 3 333 360 puntos. Una partida perfecta. Aparté las manos de los mandos y vi a los cuatro fantasmas converger en Pac-Man. Las palabras GAME OVER aparecieron en el centro del laberinto.

Esperé. Pero no sucedió nada. Al cabo de unos segundos, la pantalla de presentación del juego se activó de nuevo, mostrando los cuatro fantasmas, sus nombres y sus apodos.

Dirigí la mirada hacia la moneda de veinticinco centavos puesta en el borde de la consola. Hasta ese momento se había mantenido en su lugar, inamovible. Pero entonces se movió hacia delante y cayó, dando vueltas, hasta aterrizar en la mano abierta de mi avatar. Desapareció al momento, y en mi visualizador apareció un mensaje luminoso que me informaba de que la moneda había sido añadida automáticamente a mi inventario. Al intentar retirarla para examinarla, descubrí que no podía. El icono de la moneda de veinticinco centavos permanecía en mi inventario. Pero yo no podía sacarla de allí, ni desprenderme de ella.

Si poseía alguna propiedad mágica, no figuraba en la descripción de sus especificaciones, que estaba completamente vacía.

Para saber algo más de aquella moneda tendría que someterla a una serie de hechizos de adivinación de alto nivel. Me llevaría varios días, y debería recurrir a muchos y costosos artilugios de encantamiento, sin la garantía de que fueran a revelarme nada.

Con todo, en ese momento no pensaba demasiado en el misterio de la moneda inamovible. Lo único que tenía en la mente era que Hache y Art3mis se habían adelantado en la búsqueda de la Llave de Jade. Y obtener la puntuación máxima en aquella partida de Pac-Man no me había acercado más a su localización. Realmente, allí había perdido el tiempo.

Regresé a la superficie del planeta. Cuando acababa de sentarme ante el puente de mando de la Vonnegut, recibí un e-mail de Hache en mi bandeja de entrada. Sentí que el corazón me latía con fuerza al leer el asunto: «Devolver el favor».

Querido Parzival:

Ahora ya estamos oficialmente en paz. ¿Lo captas? Considero que, a partir de aquí, mi deuda contigo queda saldada.

Será mejor que te des prisa. Los sixers ya deben de estar de camino.

Buena suerte,

Hache

Bajo su firma aparecía un archivo de imagen que había adjuntado al mensaje. Se trataba de la cubierta de un manual de instrucciones de Zork, escaneada en alta resolución, un juego de aventuras en formato de texto, concretamente de la versión que Personal Software había sacado al mercado para el Model III del TRS-80.

Yo había jugado y resuelto el juego una sola vez, hacía mucho tiempo, durante el primer año de La Cacería. Pero también había jugado a muchos otros juegos de aventuras clásicos en formato de texto ese mismo año, incluidas las secuelas de Zork, por lo que recordé la mayoría de los detalles del juego. Casi todos esos juegos de texto eran bastante fáciles de entender, por eso nunca me había molestado en leer el manual de instrucciones de Zork. Entonces me di cuenta de que, al no hacerlo, había cometido un grave error.

En la cubierta del manual aparecía una imagen que representaba una escena del juego. Un aguerrido aventurero, ataviado con armadura y yelmo, sostenía una resplandeciente espada azul sobre su cabeza, a punto de asestar un mandoble a un troll acobardado que tenía delante. El aventurero tenía varios tesoros en la otra mano y a sus pies, esparcidos entre huesos humanos, se distinguían más. Una criatura oscura, con garras, acechaba detrás del héroe, fulminándolo con una mirada maligna.

Todo eso aparecía en el primer plano de la imagen, pero mi atención se dirigió de inmediato hacia lo que estaba al fondo: una casa grande y blanca, con la puerta y las ventanas tapiadas con tablones.

«En hogar viejo y decrépito».

Me fijé en el dibujo durante algunos segundos más y me maldije a mí mismo por no haberme dado cuenta, meses atrás. Entonces encendí los motores de la Vonnegut y puse rumbo a otro planeta del Sector 7, situado no lejos de Archaide. Se trataba de un mundo pequeño llamado Frobozz, escenario de una detallada recreación del juego Zork.

Y además era, entonces lo supe, el lugar donde se ocultaba la Llave de Jade.

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