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NIVEL TRES » 0028

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Cuando la policía corporativa de IOI vino a detenerme, yo me encontraba viendo la película Exploradores (de 1985, dirigida por Joe Dante). Trata de tres niños que construyen una nave espacial en el patio trasero de su casa y parten en busca de alienígenas. Posiblemente, una de las mejores pelis infantiles que se han realizado jamás. Yo solía verla, al menos, una vez al mes. Me mantenía centrado.

Pero dejaba siempre abierta una pestaña en mi visualizador con las imágenes grabadas por la cámara de seguridad de mi edificio, y eso fue lo que me permitió advertir que el Vehículo para la Retirada de Reclutas Forzosos aparcaba frente a él con la sirena y las luces de alarma encendidas. Cuatro policías antidisturbios, con sus cascos y sus botas militares, salieron de él y corrieron en dirección al bloque de apartamentos, seguidos de un hombre vestido con traje. Yo los observaba a través de la cámara instalada en el vestíbulo, los vi mostrar sus chapas identificativas y pasar por delante de la cabina de control, antes de meterse en el ascensor.

Se dirigían a mi planta.

—Max —murmuré, notando, al hacerlo, que me temblaba la voz—. Ejecuta el protocolo de seguridad número uno: «Crom, fuerte en su montaña».

Mediante su dispositivo de voz dio instrucciones a mi ordenador para que llevara a cabo una larga serie de acciones programadas de antemano, tanto online como en el mundo real.

—Ya está, Je-je-je-fe —replicó Max en tono alegre, y una décima de segundo después, el sistema de seguridad de mi apartamento pasó al modo de cierre total. El Telón de Guerra, la plancha de titanio reforzado de mi puerta blindada, bajó de golpe y cerró herméticamente.

A través de la cámara instalada en el pasillo, justo en el exterior de mi estudio, vi que los cuatro matones se bajaban del ascensor y se acercaban corriendo hasta mi puerta. Los dos que iban delante llevaban soldadores de plasma. Los otros dos empuñaban rifles de descarga eléctrica de alto voltaje. El hombre trajeado, que cubría la retaguardia, llevaba una pizarra digital.

No me sorprendió que vinieran a verme. Sabía por qué estaban ahí. Estaban ahí para entrar en mi apartamento y arrancarme de él como si fuera un pedazo de carne que quisieran extraer de una lata.

Cuando llegaron a mi puerta, mi escáner los sometió a un análisis y en mi visualizador aparecieron los datos de sus documentos de identidad, gracias a los que confirmé que los cinco eran agentes de IOI que llevaban una orden de detención en regla contra un tal Bryce Lynch, ocupante del apartamento. Así pues, de acuerdo con las leyes locales, estatales y federales, el sistema de seguridad de mi unidad residencial forzó la apertura automática de mis dos puertas para permitirles el acceso. Pero el Telón de Guerra que acababa de bajar los mantuvo a raya.

Ellos, claro, ya contaban con encontrarse con otras medidas de seguridad y habían traído sus soldadores de plasma.

El zángano de IOI vestido con traje se abrió paso entre los agentes y, con brío, pulsó el botón del intercomunicador. Su nombre y su posición en IOI aparecieron al momento en mi visualizador: Michael Wilson, IOI, División de Crédito y Pedidos, Empleado número IOI-481231.

Wilson alzó la vista hasta la cámara instalada en el pasillo y me dedicó una sonrisa amable.

—Señor Lynch —dijo—. Me llamo Michael Wilson y trabajo para la división de Crédito y Pedidos de Innovative Online Industries. —Consultó la pizarra—. Estoy aquí porque no ha abonado usted los tres últimos cargos de su tarjeta VISA, en la que figura una deuda más que considerable, de veinte mil dólares, concretamente. Además, según nos consta, actualmente está usted desempleado y, por tanto, ha sido declarado insolvente. De acuerdo con las leyes federales, cumple con los requisitos para ser reclutado de manera forzosa. Permanecerá vinculado a la empresa hasta que haya pagado la deuda contraída con ella, incluidos los intereses, los gastos de administración y las tasas legales, así como todos los demás cargos y delitos en que incurra a partir de ese momento. —Wilson señaló a los policías—. Estos caballeros han venido para ayudarme a llevármelo y a escoltarlo hasta su nuevo puesto de trabajo. Le pedimos que nos abra la puerta y nos permita el acceso a su lugar de residencia. Por favor, dese cuenta de que estamos autorizados a tomar posesión de sus pertenencias. El valor de la venta de dichos artículos será deducido, claro está, del importe que nos adeuda.

Parecía que Wilson hubiera recitado aquella perorata sin detenerse a respirar una sola vez, en el tono plano y monocorde de quien repite las mismas frases día tras día.

Tras una breve pausa, y a través del intercomunicador, le respondí:

—Sí, por supuesto, chicos. Dadme un minuto para que me ponga los pantalones. Salgo enseguida.

Wilson frunció el ceño.

—Señor Lynch. Si no nos permite el acceso a su lugar de residencia en diez segundos, estamos autorizados a recurrir a la fuerza. El coste de cualquier daño causado por la entrada forzosa —incluidos los daños a la propiedad y las obras de reparación— se sumará al importe de su deuda. Gracias.

Wilson se apartó del intercomunicador e hizo una seña a los demás. Uno de los policías conectó al momento su soldador y, cuando la punta se puso al rojo vivo, la aplicó sobre la plancha de titanio de mi Telón de Guerra. El otro agente se alejó unos pasos y empezó a abrir un hueco en la pared de mi apartamento. Tenían acceso a los planos de seguridad del edificio y sabían que las paredes estaban construidas con planchas de acero y una capa de cemento, mucho más fáciles de cortar que mi puerta blindada de titanio.

Pero yo, claro está, me había tomado la molestia de reforzar también las paredes, los suelos y los techos de mi apartamento con piezas de una aleación de titanio, que había ensamblado personalmente. Una vez que los policías cortaran la pared, se encontrarían, también, con aquella jaula. De todos modos, eso me garantizaba apenas cinco minutos más de libertad, seis, a lo sumo.

Había oído que los policías usaban una expresión curiosa para referirse a ese procedimiento de sacar a un trabajador forzoso de su residencia fortificada: lo llamaban «practicar una cesárea».

Me tragué (sin agua) dos de las píldoras ansiolíticas que había encargado pensando en ese día. Aquella mañana ya me había tomado otras dos, pero no parecían hacerme efecto.

Cerré todas las ventanas de mi visualizador de Oasis y llevé al nivel máximo mi cuenta de seguridad. Después abrí La Tabla para revisarla por última vez y constatar que nada había cambiado y que los sixers todavía no habían ganado. Los diez primeros puestos llevaban varios días sin experimentar cambios.

MÁXIMAS PUNTUACIONES

Art3mis, Hache y Shoto habían franqueado la Segunda Puerta y habían obtenido la Llave de Cristal en las cuarenta y ocho horas posteriores a la recepción de mi e-mail. Cuando Art3mis recibió los veinticinco mil puntos por conseguir la Llave de Cristal, recuperó la primera posición, a causa de los bonos que había recibido por ser la primera en encontrar la Llave de Jade y la segunda en obtener la Llave de Cobre.

Art3mis, Hache y Shoto habían intentado ponerse en contacto conmigo desde que habían recibido mi correo, pero yo no había respondido a las llamadas, los e-mails ni las solicitudes de chat. No veía la necesidad de informarles de mis intenciones. Ellos no podían hacer nada para ayudarme y lo más probable era que intentaran disuadirme.

Además, ya no había vuelta atrás.

Cerré La Tabla y eché un vistazo a mi fortaleza, sin saber si sería la última vez que lo hacía. Aspiré hondo varias veces seguidas, como un buceador preparándose para una inmersión, y pulsé la tecla de desconexión. Oasis desapareció y mi avatar reapareció en el interior de mi oficina virtual, una simulación autónoma almacenada en el disco duro de mi consola. Abrí una ventana de esta y tecleé las palabras clave para activar la secuencia de autodestrucción: TORMENTA DE MIERDA.

En mi visualizador apareció un indicador de tiempo restante que mostraba que mi disco duro estaba siendo eliminado y limpiado.

—Adiós, Max —susurré.

—Adiós, bye-bye, Wade —dijo él, segundos antes de ser borrado.

Sentado en mi silla háptica, notaba ya el calor que procedía del otro lado de la habitación. Al quitarme el visor me di cuenta de que el humo había empezado a colarse por los agujeros abiertos en la puerta y las paredes. Los purificadores de aire instalados en mi apartamento no podían absorber tanto. Empecé a toser.

El policía que trabajaba en la puerta terminó de recortar el agujero. El círculo metálico, humeante, cayó al suelo con tanto estrépito que me asustó.

El soldador dio un paso atrás, al tiempo que otro agente se adelantaba y usaba un bote de espray para rociar una especie de espuma congelante sobre el borde del agujero. De ese modo se aseguraban de que no iban a quemarse cuando pasaran por él, lo que estaban a punto de hacer.

—¡Despejado! —gritó uno de ellos desde el pasillo—. No hay armas a la vista.

El primero en colarse por el agujero fue uno de los dos agentes que llevaban los rifles inmovilizadores. De pronto me lo encontré de pie, delante de mí, con el arma apuntándome a la cara.

—¡No te muevas! —me gritó—. No te muevas o te llevas el premio. ¿Entiendes?

Asentí para indicarle que sí, que entendía. No sé por qué se me ocurrió pensar que ese agente era la primera persona que ponía los pies en mi apartamento desde que me había instalado en él.

El segundo policía de asalto que se coló en mi casa no se mostró tan educado. Sin mediar palabra se acercó a mí y me amordazó. Se trataba del procedimiento estándar, porque de ese modo evitaban que siguiera dando instrucciones de voz a mi ordenador. En mi caso, no habría hecho falta que se molestaran. A partir del momento en que el primer agente se coló en mi estudio, un dispositivo incendiario había estallado en el interior de mi ordenador, que ya había empezado a fundirse.

Cuando el poli terminó de amordazarme, me agarró por el exoesqueleto de mi traje háptico, me arrancó de la silla como si yo fuera una muñeca de trapo y me lanzó al suelo. El otro pulsó el botón que abría el telón de titanio y los dos últimos policías entraron en tromba, seguidos por Wilson, el del traje.

Me coloqué en posición fetal y cerré los ojos. Sin querer, había empezado a temblar. Intentaba prepararme para lo que sabía que estaba a punto de suceder.

Iban a sacarme de allí.

—Señor Lynch —dijo Wilson sonriendo—. Por la presente lo declaro en arresto corporativo. —Se volvió hacia los agentes—. Ordenen al equipo de objetos embargados que venga a vaciarlo todo.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de la columna de humo que ascendía desde el ordenador. Me miró y negó con la cabeza.

—Eso ha sido una tontería. Podríamos haberlo vendido para ayudarte a pagar la deuda.

La mordaza me impedía responder, por lo que me limité a encogerme de hombros y a hacerle la higa.

Me quitaron el traje háptico y se lo dejaron también al equipo de embargos. No llevaba nada debajo. Me entregaron un mono desechable de color gris pizarra, a juego con unos zapatos de plástico, que me pidieron me pusiera. El mono parecía de papel de lija y tan pronto como me lo puse empezó a picarme todo el cuerpo. Y como me habían esposado, no podía rascarme.

Me sacaron a rastras al pasillo. La luz áspera de los fluorescentes absorbía el color de las cosas y hacía que todo pareciera sacado de una película antigua en blanco y negro. Mientras bajábamos al vestíbulo en ascensor yo iba tarareando la musiquilla del hilo musical para demostrarles que no tenía miedo. Pero dejé de hacerlo cuando uno de los polis me apuntó con el rifle de descargas eléctricas.

Una vez en el vestíbulo, me cubrieron con un abrigo de invierno con capucha. Dado que había pasado a ser propiedad de la empresa, que era uno de sus recursos humanos, no querían que pillara una neumonía. Luego me condujeron al exterior y la luz del sol golpeó mi rostro por primera vez en más de medio año.

Nevaba y todo estaba cubierto de una fina capa de hielo gris y barro. No sabía qué temperatura hacía, pero no recordaba haber sentido tanto frío en mi vida. El viento se me metía en los huesos.

Me condujeron hasta el vehículo. En el asiento trasero ya había dos nuevos reclutas forzosos atados a unos asientos de plástico; los dos llevaban visores. Personas a las que habían detenido esa misma mañana, unas horas antes. Aquellos policías de asalto eran una especie de buscadores de basura que se dedicaban a realizar su ronda diaria.

El recluta que iba a mi derecha era un tipo alto, delgado, algo mayor que yo. Parecía desnutrido. El otro, en cambio, padecía obesidad mórbida y no sabía si era hombre o mujer. Opté por considerarlo de género masculino. Tenía el rostro medio oculto tras una mata de pelo rubio sucio y por algo que parecía una máscara de gas, que le cubría la nariz y la boca. Un tubo negro, grueso, conectaba la máscara a una toma en el suelo. Al principio no entendía para qué servía aquel artilugio, hasta que vi que el recluta se echaba hacia delante, tensando mucho las cuerdas que lo mantenían sujeto y vomitaba en el interior de la máscara. Oí que se activaba una máquina succionadora, que aspiraba las galletas Oreo regurgitadas y las conducían por el tubo hasta el suelo. ¿Almacenaban aquello en un tanque externo o se limitaban a echarlo a la calle? Vete a saber. Seguramente habría un depósito, para que los de IOI pudieran, luego, analizar el vómito e introducir los resultados en su archivo.

—¿Estás mareado? —me preguntó uno de los policías mientras me quitaba la mordaza—. Dímelo ahora, para ponerte la máscara.

—Me encuentro perfectamente —respondí, en tono no demasiado convincente.

—Como quieras. Pero si me obligas a limpiarte el vómito, te aseguro que te arrepentirás.

Me metieron dentro y me ataron delante del tipo delgado. Dos de los agentes se montaron detrás, con nosotros, tras guardar los soldadores en un armario. Los otros dos cerraron las puertas traseras y se subieron en la cabina delantera.

Mientras nos alejábamos del bloque de apartamentos, volví la cabeza para mirar, a través de la ventanilla tintada, el edificio donde había vivido durante ese año. Conseguí distinguir mi apartamento, el de la planta cuarenta y dos, porque los cristales estaban pintados de negro. El equipo de embargos ya debía de haber llegado y seguramente se encontraría dentro. Iban a separar todo mi equipo por piezas, las inventariarían, etiquetarían, empaquetarían y prepararían para embargar. Y en cuanto hubieran terminado de vaciar mi apartamento, una brigada pasaría a limpiarlo y a desinfectarlo. Después llegaría un equipo de reparaciones a arreglar los desperfectos en la pared exterior y la puerta. Facturarían los gastos a IOI que, a su vez, los añadiría a la deuda que tenía contraída con la empresa.

A última hora de la tarde, el afortunado gunter que figurara en primer lugar en la lista de espera del edificio recibiría un mensaje informándole de que una unidad había quedado libre y esa misma noche el nuevo inquilino se instalaría en ella. Al amanecer, todo rastro de que yo lo había ocupado durante meses habría desaparecido.

Cuando el vehículo enfiló High Street, oí que las ruedas aplastaban los cristales de sal que cubrían el asfalto helado. Uno de los policías se inclinó sobre mí y me puso un visor en la cara. Al momento aparecí en una playa de arenas blancas, contemplando una puesta de sol, mientras las olas rompían frente a mí. Debía de tratarse de la simulación que usaban para mantener calmados a los reclutas forzosos durante el trayecto hasta el centro de la ciudad.

Con la mano esposada, levanté el visor y me lo apoyé en la frente. A los policías no pareció importarles y lo cierto es que no me prestaron la menor atención. De modo que volví la cabeza una vez más y miré por la ventanilla. Hacía mucho tiempo que no salía al mundo real y quería ver cómo había cambiado.

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