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LAS cosas son así: Randy me llama y me dice ¿a que no adivinas? ¿A que no adivino qué?, le pregunto yo. Te vas a caer de culo, dice él. Tengo que contarte, también dice. Me hizo salir del canal, nos metimos en un café. Estaba alterado, eléctrico. Anoche, me contó, me vi con Chuleta, ¿recuerdas a Chuleta? Yo dije por supuesto. Su primo. Cigarro apagado en su boca, mucho dios en las bocinas de su carro. Total que nos ponemos a hablar, tú sabes, de cualquier pendejada, sigue Randy. Que si tal, que si cual, que si esto, lo otro. Y el tipo me pregunta por ti. Yo le digo que bien, Chuleta, Pablo está muy bien, el tipo trabaja en televisión, está en tremendo proyecto con Manuel Izquierdo. Y ahí ¡zuaz! ¿Zuaz? Sí, ¡zuaz!, Chuleta voltea, con los ojos muy abiertos, con la boca abierta, con la cabeza abierta. Se quedó frío. Yo tardé en entender. Pero el resumen es que Chuleta conoce a Izquierdo. O más bien: Chuleta conoció a Izquierdo. Fue justo Chuleta el policía que lo detuvo. Estuvo aquella noche en ese operativo. Tiene guardados unos recortes de periódico de esa noche, ¿te imaginas? Me dijo que te cuidaras, Pablo. Que estés pilas. Que ese tipo es una rata.

Amanecí de pronto, súbitamente, otra vez. Como si, al abrir los ojos, la madrugada me atajara en mitad de un salto al vacío. De nuevo, la luz verde del reloj digital titilaba, marcando las tres y cuarenta y siete de la mañana. Me senté sobre la cama y miré la almohada, las rayas sobre la funda, las huellas de mi cabeza tatuadas en un mapa incomprensible. El inconsciente es el descubrimiento más importante en la historia de la humanidad. Si pudiéramos leer las arrugas de las almohadas, nuestras vidas serían distintas. Al menos, nos ahorraríamos bastante Freud y algunas otras drogas. Hice café y me senté en el sofá de la sala. Puse los pies descalzos sobre la mesa de vidrio, abrí la ventana del balcón, una brisa fría se coló hacia el interior del apartamento. No sé por qué pero no encendí el computador. No sé qué me motivó a transgredir mi rutina. Sólo permanecí en esa posición, dejando que mis ojos se deslizaran sobre la biblioteca, repasando suavemente los lomos de los libros. Es un juego peligroso. A veces sé que leí tal o cual libro, pero no lo recuerdo, o lo recuerdo de manera muy vaga, en un apenas difuso. Aprieto los ojos, me esfuerzo durante unos segundos. Nada. Seguí mirándolos un rato. Pasé de un estante al otro. Hasta que de repente me tropecé con el marcapasos de mi madre. Afuera sonó la corneta de un carro. Pero yo sentí que sonaba una ambulancia.

Internet es el futuro pero no siempre es el pasado. Hay sucesos adonde la ciber-información todavía no puede llegar. Una esquina pequeña de la nota roja de esta ciudad una noche de noviembre de hace muchos años, por ejemplo. Chuleta le dio a Randy los tres periódicos que reseñaron la noticia y un semanario dedicado a la farándula, desaparecido en la década de los noventa, que también realizó un reportaje sobre lo ocurrido. El mejor, sin duda, era el trabajo del semanario. Lo firmaba la periodista Belkys Bustamante. Estaba pésimamente escrito pero era muy morboso. Hay un tipo de periodismo cuyo mayor talento es la mala leche. Así era ese semanario. Igualito. La policía había allanado el penthouse de un conocido productor de la tele. El allanamiento coincidió, justamente, con una fiestecita, así decía la nota, con un infaltable diminutivo, en la que participaban diversas personas de la alta farándula. Lo de alta también era un adjetivo de la periodista. Por puro joder. Porque inmediatamente después la reseña aseguraba que, en el operativo, la policía había encontrado una buena cantidad de cocaína. También decía que algunos de los participantes en la celebración estaban en paños menores o desnudos. Sugería la nota, además, que quizás se trataba de una orgía entre estrellas de la farándula local, quienes —y esta cita es textual— suelen tener algún tipo de prácticas sexuales aberradas o ajenas a la normalidad y a las buenas costumbres.

Randy leía en voz alta y se carcajeaba.

El reportaje también ofrecía fotos del registro policial, los clásicos retratos, tamaño carnet, donde los detenidos posan de frente y de perfil, con un número que los identifica en la parte de abajo. Manuel Izquierdo estaba todavía ido. Parecía que tuviera un pez dentro la boca. Beatriz Centeno salía menos frita. Daba la impresión de que tenía más conciencia de lo que estaba ocurriendo. Había algo en sus ojos. Es el miedo, dijo Randy.

—Sólo nos falta el nombre.

Lo dice el director del departamento de promociones. Viste una franela de algodón, color naranja, que lleva estampada delante la silueta de Andy Warhol. La combinación se completa con un blazer azul, unos pantalones de mezclilla y unos zapatos de deporte. El y todo su equipo de creativos rodean a Quevedo, lo miran, expectantes. Sólo falta un nombre, un maldito nombre. La idea de que el programa se llamara Segunda oportunidad fue desechada muy pronto. Se asociaba rápidamente con una venta de segunda mano, con un aviso oportuno, con un clasificado de la prensa. Quevedo sin embargo no ha dejado de pensar, de buscar. Sabe que está cerca, que lo ronda, puede presentirlo, pero todavía no llega. Apenas aparezca, él lo reconocerá de inmediato. Tiene esa certeza. Nada de lo que le han propuesto hasta ahora le complace.

—Los sin techo —dijo alguien. Pero sonaba a movimiento político de izquierda.

—Tu próxima casa —sugirió otro. Pero fue rechazado de inmediato: parecía la promoción de una inmobiliaria.

Pablo Manzanares subrayó, además, que ya hay un sitio web que tiene ese nombre.

—Construyendo sueños —fue la propuesta de uno de los viejos asesores del canal.

Obtuvo una votación dividida. Tuvo cierta aprobación pero también muchas críticas. Lo tacharon de típico, formal, sin punch.

—La casa de todos —fue el título que se le ocurrió al gerente general.

Nadie le hizo mucho caso. Está de salida. Todo lo que dice o propone ya tiene el manto invisible del caído. Hubo quien puso a rodar un comentario cínico, señalando que ese nombre era tan aburrido que parecía una propaganda gubernamental.

—Sin cuota inicial —otra propuesta del departamento creativo.

Alguien dijo que el nombre tenía audacia. Otro alguien destacó que era un nombre que se prestaba a confusiones. Tal vez la gente podría pensar que el premio era incompleto, que los concursantes estarían obligados, después, a pagar algunas cuotas. Hay que tener mucho cuidado con las suspicacias de la audiencia, advirtió el director de mercadeo.

Cada día, Quevedo tenía una nueva lista de posibilidades sobre su escritorio. Cuando se atrevió a consultarle a Izquierdo, el libretista le mando un correo electrónico con una sola frase: el milagro de la lluvia.

—Yo sabía que algo así podría pasar —dice, mientras se remueve sobre su silla. Pablo acaba de llegar y se mantiene de pie del otro lado del escritorio—. ¿Te parece seria esa respuesta? ¿El milagro de la lluvia? ¡Se está burlando de mí! ¡Se está burlando de todo!

Quevedo le pide al joven que se siente, mientras él se incorpora. No soporta las simetrías. Da zancadas por la oficina, mira las fotos, junta y separa sus manos varias veces.

—Yo lo sabía —masculla, casi como si hablara consigo mismo—. Izquierdo ya no es el mismo. Se ha vuelto blandengue. Para todo tiene un pero, una crítica, un por qué.

Pablo no sabe cómo reaccionar. Permanece sentado con cara de circunstancias, sin ninguna definición. Quevedo gira y lo observa, como si pensara en algo que tuviera que ver con él, con su vida. Lo mira tan fijamente que Pablo comienza a intimidarse, a sentirse culpable de algo. El vicepresidente se acerca.

—Necesitamos ese nombre ya, Pablito. Tiene que ser algo directo, afectivo, aspiracional... ¿Comprendes?

Y pone su rostro frente al rostro del muchacho. Y se queda un instante así, suspendido. Pablo duda, nervioso. Quevedo ladea un poco la cabeza. Como si esperara que de la boca de su asistente saliera un conejo.

—Yo —Pablo se tambalea sobre cada letra, chapotea sobre demasiados puntos suspensivos—... Yo... Yo quiero... —Quevedo abre más los ojos, estira el cuello, cada vez espera más—. ¡Yo quiero un hogar! —suspira, exhala, suda finalmente el muchacho la frase completa.

Su jefe ni se mueve. Cualquiera podría pensar que está decantando internamente cada palabra. Oyéndolas dos veces, tres veces, cuarto, hasta que poco a poco comienza a sonreír, comienza a llenarse de un ánimo febril, vuelve a caminar, repite el nombre de varias maneras, en distintos tonos; mueve las manos, imita, finge, casi grita, perifonea, musicaliza, lo parte en sílabas, lo estruja, lo estira, lo soba: ¡tenemos nombre! Eso dice al teléfono.

—¡Tenemos nombre! —repite, apretando el auricular, en la quinta llamada seguida que hace—. Yo sabía que estaba cerca, que iba a aparecer. ¡Se me acaba de ocurrir! Aquí mismo, ahora, en la oficina ¿Estás preparado? Agárrate —hace una pausa, administra la tensión, antes de descargar la frase completa, de golpe—. ¡Yo quiero un hogar! ¿Qué te parece?

PROGRAMA: «YO QUIERO UN HOGAR»

CAMPAÑA DE INTRIGA

PIEZA # 1

SOBRE UN FONDO NEGRO, COMO SI VINIÉRAMOS DE UNA DISOLVENCIA:

AUDIO: SONIDO DE LLUVIA.

LA IMAGEN SE VA ACLARANDO LENTAMENTE HASTA QUE VEMOS A YUBIRI GARCÍA, EMPAPADA, EN LA CALLE DE UN BARRIO, EN MEDIO DE DERRUMBES... VEMOS LA ANGUSTIA EN SU CARA...

AUDIO: SUBE MÚSICA DE TENSIÓN QUE IDENTIFICARÁ EL PROGRAMA.

SE CONGELA LA IMAGEN DE REPENTE.

LOCUTOR:

Se llama Yubirí García... Vivía en Caracas... hasta que llegaron las lluvias.

Se quedó sin nada...

SE DESCONGELA LA IMAGEN Y YUBIRÍ SIGUE CAMINANDO HACIA LA CÁMARA, COMO SI FUERA SU RUTA NATURAL... HASTA QUE PAREZCA QUE CHOCA CON ELLA, PERO CON UN EFECTO LA PANTALLA SE ILUMINA, SE ENCANDILA CON UNA LUZ QUE NOS LLEVA ENTONCES A:

LA ESPALDA DE YUBIRÍ FRENTE A LA FACHADA DE LA CASA DEL PROGRAMA. UNA CASA GRANDE, RECIÉN PINTADA, CON JARDÍN.

TODO DEBE LUCIR LLENO DE LUZ, MUY CLARO... YUBIRÍ SE DETIENE FRENTE A LA PUERTA PRINCIPAL Y VOLTEA Y MIRA A CÁMARA. SIGUE SERIA, PERO TIENE MÁS CARA DE DESAFÍO, DE LUCHA...

LOCUTOR (CON MAYOR ÉNFASIS):

Lo perdió todo... ¡Menos la esperanza!

YUBIRÍ ENTRA A LA CASA Y CIERRA LA PUERTA...

DESDE EL FONDO DE LA PANTALLA, VIENE CRECIENDO EL GENERADOR DE CARACTERES: «YO QUIERO UN HOGAR»

AUDIO: LA MÚSICA EN ALTO.

LOCUTOR: ¡Muy pronto! ¡Por su canal!

Desde que el señor Quevedo habló con ella, Vivían dejó de contestarme el teléfono. Le dejé mensajes en su casa, en su teléfono celular. Fui a buscarla una tarde, esperé junto a la reja del edificio durante dos horas. Hasta que una vez, supongo que harta, me atendió.

Qué quieres, me preguntó, sin decir hola, sin saludar.

Te he estado llamando, te he dejado varios mensajes.

Sí, lo sé. Los oí. Más que hablar, parecía que estaba escupiendo secamente las palabras.

Estoy muy ocupada, ensayando. Cuando me desocupe te llamo.

Y colgó. Yo sentí que el verbo desocupar se me quedó un rato paseando dentro del oído. Cuando me desocupe, dijo Vivian. Eso no tenía tiempo definido. Eso podía ser eterno, para siempre. ¿En qué momento uno no está ocupado en algo?

Randy me dijo que era obvio. Lo intentó conmigo mientras le fui útil. Me utilizó hasta que consiguió a alguien que estaba más arriba. Está escalando, dijo Randy. Yo recordé a Izquierdo y todas sus enseñanzas.

—Actor no es gente —dice, mientras con un dedo intenta hacer girar el aspa de un viejo ventilador que reposa en uno de los estantes de la biblioteca.

El sol de las cinco de la tarde cae desde el balcón y los aplasta contra la mesa. No hay manera de huir.

—Actor es perro que necesita dueño —insiste el libretista—, Eso repetía siempre González Lando —añade.

El joven se mantiene en silencio con los dedos suspendidos sobre el teclado de su computadora portátil. Han seguido trabajando, semana tras semanas, a un ritmo cada vez más apremiante. A medida que se acercan a la fecha del estreno, la presión y los nervios se van crispando más. Quevedo los llama cada media hora. Pregunta, informa, consulta, ordena, expresa su adrenalina estrujando el abecedario.

—Ya lo verás. Muy pronto, todos estos concursantes van a comenzar a contagiarse, van a comenzar a comportarse como Vivían Quiroz. En menos de dos semanas, todos van a creer que son actores. La vanidad se contagia más rápido que la influenza.

Izquierdo habla de los extras. Piensa que ése puede ser el mejor modelo de lo que va a ocurrir. Dice que los extras también son un clásico. Se creen actores, aspiran a serlo, pero al final sólo logran ser un simple relleno en el reparto. Son un festival de resentimientos. Pasan la vida humillándose ante los escritores, ante los productores, antes los directores, ante cualquiera que pueda conseguirles un papel, y terminan frustrados, odiándose por haber ensuciado su propio orgullo de esa manera, sin otro resplandor que ser enfermera número cinco, policía siete, mesonero cuatro..., personajes sin nombre, de paso, que con suerte, a veces, consiguen apenas decir un pobre parlamento en alguna escena: «buenos días», «¿puedo ayudarle en algo?», «¿a quién está buscando?». Nada más. No son nada más.

—Una vez me abordó uno, en el estacionamiento, y me dijo: «Yo trabajé con Rafael Zapata en La mujer prohibida.»

Izquierdo se apoya en su biblioteca, hace una pausa, como si la faena de recordar le exigiera más tiempo.

—En esos años —continúa el libretista— Rafael Zapata estaba triunfando en España, había dejado de ser un actor del patio para convertirse en un ídolo internacional.

—Y el tipo era... —Pablo deja rodar los tres puntos suspensivos, esperando el final de la anécdota.

—Fíjate lo que me dijo: «Fui su tercer guardaespaldas durante sesenta y dos capítulos.» ¿Qué te parece?

Izquierdo piensa que sólo hay una cosa peor que los actores y las actrices: los extras. Me contó de uno que, cuando se enteró de que preparaban una serie ambientada en la selva amazónica, se disfrazó de indígena y se puso a esperar al escritor a las puertas del canal. Otra, una vez, se desnudó frente a él en una oficina para mostrar sus atributos y probar que era la más apta para un papel que estaba disponible. Otro más se ofrecía como mensajero de los libretistas, para hacer pequeñas diligencias como ir a pagar la luz o el teléfono a cambio de algún papel menor en la teleculebra de turno. Tiene miles de cuentos. Cuando trabajábamos en su casa y se ponía a hablar, a veces me provocaba grabarlo. Creo que él sospecha que yo tuve algo con Vivian. O al menos lo intuye. Me ha lanzado alguna que otra frase, como dándome chance para que yo le diga algo, buscando una complicidad, pero yo las esquivo, me hago el loco. Me preguntó cómo me había ido con ella, qué tal el trabajo. Yo no le di detalles. No confíes nunca en una actriz, me volvió a repetir. Y yo pensé de inmediato en Beatriz Centeno. La recordé en el video, actuando; la recordé también nuevamente en la foto del periódico; la vi pasar en las páginas del semanario que nos dio Chuleta. Después de aquel suceso, desapareció completamente del mapa. Se esfumó. Se la tragó la tierra.

No me aguanté. Lo tenía ahí, delante, en su casa, hablando de actrices, con una malicia en la mirada, intentando averiguar si yo había tenido algo con Vivian Quiroz. Me fui embalado, directo, a quemarropa: ¿y tú jamás te enredaste con una actriz?, le pregunté. El se quedó en silencio durante unos segundos. Me miró como si calculara si debíamos o no tomarnos un vodka, hasta que finalmente desistió y sólo me dijo no. Que no. Jamás. Ni de vaina. Luego me contó que se había casado una vez, con una mujer que no trabajaba en la televisión. Nada que ver, repitió. He salido con muchas tipas, viví con otras dos, en dos oportunidades distintas, pero nada más, también me dijo. ¿Nunca tuviste hijos? Sentí que la pregunta era una piedra. Por la expresión que puso. Era evidente que estaba incómodo, molesto. Me miró con un reclamo. Yo de inmediato miré hacia otro lado. Recorrí con las pupilas su biblioteca, disimulando. Hasta que de pronto mis ojos tropezaron con el marcapasos.

La noche en que murió mi madre me tocó a mí hacer guardia en la clínica. Era un viernes. Mi hermana y mi cuñado tenían una boda. Mamá estaba en la tercera semana del tratamiento de quimioterapia en contra de la leucemia. Su cuerpo había resistido bastante bien todo el proceso, aunque ya el médico nos había advertido que, precisamente, la tercera semana era la más peligrosa, la semana en que los efectos del tratamiento sobre el organismo podían ser letales. Así fue. Llevaba diecisiete días hospitalizada cuando comenzaron las complicaciones graves.

Mi madre todavía no salía de su estupor, no había podido superar la sorpresa. Era una mujer joven, apenas tenía sesenta años. Siempre había sido muy sana, jamás se había excedido en nada. Cumplía con cualquier receta o consejo de salud que escuchara o leyera. Bebía dos vasos de agua, en ayunas, cada mañana. No tomaba café desde hacía años. Desayunaba fuerte, comía con ponderación al mediodía, cenaba de manera frugal. Consumía mucho pescado y poca carne. Camarones, rara vez, porque suben el colesterol. Quesos, muy poco. Y si son madurados, menos. La lactosa es fatal para el organismo. Mucha fruta, siempre variada, sin combinar las dulces con las ácidas; muchos vegetales, brócoli en cantidades: es magnífico para combatir el cáncer. Lechugas, con moderación. Afectan al colon. Lo mismo pasa con los granos. ¿Alcohol? Si acaso una copa de vino en ocasiones muy especiales. Siempre se mantuvo flaca. Caminaba, por lo menos, una hora cada día. Nunca fumó un cigarrillo. Cada diez meses se hacía todos los exámenes clínicos. Su único problema fue el corazón. Hacía unos años, había sufrido una arritmia, tuvo un par de desmayos, pero con el marcapasos todo se solucionó. Nada más. Del resto, su salud era de acero inoxidable. Había hecho todo lo que le habían dicho. Había hecho lo correcto. Siempre. ¿Por qué entonces se encontraba en esa situación, sometida bajo el peso de la palabra enfermedad? ¿Por qué entonces se encontraba prisionera en esa cama de hospital?

Cuando logró aceptar la sorpresa, no digerirla pero al menos comenzar a tolerarla, se deprimió. Una desazón inmensa y profunda se instaló dentro de ella, hasta terminar convirtiéndose en una certeza tristísima, fatal. Asumió que había llegado a su fin. «Yo sé que de ésta no voy a salir», me dijo una vez. Eran las cuatro de la tarde. Lo único interesante que transmitía la televisión era la final de un torneo de tenis. Dos gigantes se batían duramente sobre la arcilla. El sonido de la pelota, rebotando, era nuestra única música de fondo.

Muchas veces he lamentado el optimismo que tuve en aquellos momentos. Yo apenas rondaba los treinta años. Creía que todos éramos inmortales. Jamás imaginé que podíamos ser tan vulnerables, que la muerte podía darnos una zancadilla tan inesperada como definitiva, final. A veces, confundimos el optimismo con la salud.

Mamá se sintió mareada una mañana y fue a hacerse unos exámenes de sangre. Lo que en apariencia era una prueba de rutina, terminó convirtiéndose en una emergencia. En la tarde, cuando fue a buscar los resultados, en el laboratorio le dijeron que debía consultar a un médico de inmediato. Todos los valores estaban alterados. Mamá llamó por teléfono a Eugenia, Eugenia me llamó a mí, fuimos juntos a la clínica. Esa misma tarde la hospitalizaron. Al día siguiente nos dieron el diagnóstico. La palabra leucemia cayó sobre nosotros como una lápida. A medida que fueron pasando los días, mi madre fue apagándose, como si lentamente la fuera raptando una profunda resignación. Yo intentaba animarla, como si la esperanza dependiera de la voluntad, como si mi terquedad fuera un poder sobrenatural. La obligaba a comer, a mirar la televisión, a conversar. Ahora pienso que lo hacía más por mí que por ella. Estaba desesperado por verla viva, feliz, optimista. Era absurdo: ella se estaba muriendo.

Nuestro momento más terrible fue la tarde en que tuve que bañarla. Ya estaba muy débil, mi hermana había tenido un inconveniente y estaba en el colegio de su hija. Mamá debía bañarse y no podía hacerlo sola. Desnuda conmigo, bajo la ducha, se puso a llorar. Creo que eso fue lo peor de su enfermedad, lo que más le dolió.

Parecen hámsters. Eso es lo primero que se le viene a la cabeza. Esa es la imagen: siete pequeños roedores blancos, nerviosos, asustados. Parece que los acaban de sacar de una jaula, o de una caja de cartón, para depositarlos sobre un frío y reluciente mostrador de metal. El sonido de las cámaras de fotos y los fogonazos de los flashes los detienen, los hacen retroceder. En realidad, no retroceden, pero mueven sus cuerpos hacia atrás como si lo hicieran, como si quisieran retraerse, fugarse. Izquierdo observa la rueda de prensa a través de un monitor, en la oficina de Quevedo. Los participantes de Yo quiero un hogar están unos pisos más abajo, en planta baja, en la sala de eventos especiales, enfrentando su primera prueba: la prensa. Han dispuesto a los siete en una mesa larga. De pie, con un micrófono en la mano, está Cintya Jiménez, una periodista del canal, con muy buena imagen y gran credibilidad entre la audiencia. Es una mujer menuda, cercana a los cuarenta años. No derrocha sensualidad ni es especialmente bonita, pero tiene telegenia. Posee una voz algo ronca, que crea de inmediato un peculiar clima de intimidad con cualquiera de sus interlocutores. Tiene años en el oficio. Es, sin duda, una garantía a la hora de controlar lo inesperado, de reaccionar ante cualquier sorpresa. Ella también será la conductora del reality, esa voz de la conciencia en medio de la casa, ese vínculo con el público, esa suerte de árbitro en la competencia.

Pero quien presenta el proyecto es, por supuesto, Rafael Quevedo. Este su gran momento. Viste de traje gris, un corte elegante, la corbata es azul oscura, con pequeños rombos también grisáceos. Detrás de él, a un costado, está Pablo Manzanares. Izquierdo desdobla una sonrisa no exenta de cinismo apenas lo observa. El joven también viste de traje, también lleva corbata.

—Me moriré en París con aguacero —murmura Izquierdo.

La vi, le dije hola y, para mi sorpresa, me saludó con una sonrisa. Yo quedé tan desconcertado, no supe cómo reaccionar. Había pensado en mil cosas posibles pero no en que Vivían me saludara así, como si nada. Yo la miraba con cara de reclamo, de estoy dolido, con cara de me mandaste al carajo, pero ella ni se dio por aludida. Sonrió, como si fuera un amigo. Aunque no lo creas, estoy un poco nerviosa, me dijo. Yo le dije: yo también. Y ella me miró como diciendo no te compares. Me hizo sentir que en ese momento ella era la estrella, que su nerviosismo era el nerviosismo importante, el nerviosismo que iba a dar la cara. Pareces otro, también me dijo. Eso es porque yo andaba con flux y corbata. Fui con Randy a comprármelo. Fue el mismo señor Quevedo el que me dijo que me fuera a comprar un traje nuevo. No vayas a venir con esa pinta de estudiante que traes siempre, me dijo.

Antes de que todos los participantes salieran a sentarse en la mesa donde sería la rueda de prensa, el señor Quevedo me pidió que lo acompañara. Nos reunimos con todos ellos. Ahí estaban, vestidos con sus ropas de diario. La idea era que salieran de ahí directo para la casa. De hecho, estaba planeado que una unidad móvil filmara todo el proceso. Darían su rueda de prensa y saldrían a la calle. Distintos grupos de familiares los estarían despidiendo, con improvisadas pancartas, con alguna flor, con un animal de peluche entregado a última hora, en medio de un abrazo. Se montarían en un pequeño autobús, identificado con el logo del programa y una foto de todos ellos, y partirían hacia la casa.

El programa comienza aquí, ahora, les dijo el señor Quevedo.

Y entonces me nombró. Y lo dijo bien, además. Dijo Pablo, no Pablito. Por primera vez me quitó el diminutivo. Sentí que me graduaba de algo. Dijo éste es Pablo Manzanares, algunos de ustedes ya lo conocen, él es uno de los productores del programa, va a estar siempre cerca de ustedes. Cualquier cosa que quieran decirme, comunicarme, háblenla con él. Pablo es el representante de la gerencia ante ustedes.

Yo me puse rojo. Me dio calor. Todos me miraron. Vivian también me miró. Ella me miraba y yo miraba de reojo al señor Quevedo, tratando de pescar algo, de entender qué había finalmente entre los dos. Tampoco eso servía demasiado. Igual yo tenía la batalla perdida, ya había renunciado. Poco a poco, más bien, había ido regresando a Emiliana. Hasta le dije para salir esta semana. ¿Qué tal si salimos un día? Ella me dijo está bien. ¿Qué tal el viernes? Emiliana me dijo ok.

Pensé en ella. Quizás estaba viendo la televisión en ese momento. Quizás me estaba viendo. Mi mamá me dijo que salí varias veces. Que me veía muy bien. Todo un galán, dijo. Como un pendejo, dijo más bien Randy. Vestido de pendejo y con cara de pendejo. Siempre detrás o a un lado del señor Quevedo. Eso me dijo.

Fue mi primera vez.

Nunca antes habían estado en la televisión. Uno tras otro repiten lo mismo, con distintas palabras, con gestos diversos, siempre pequeños, entrecortados; todos están con los nervios muy despiertos, en guardia. El libretista observa la pantalla con detenimiento. Tiene una hoja blanca y un bolígrafo barato frente a él. Pero no se le ocurre nada. No tiene ninguna anotación. Los concursantes están genuinamente asustados, eso le conviene al programa: transmiten verdad, le dan al show la legitimidad que necesita: son pobres verdaderos, damnificados reales. ¿Cuánto tardarán en acostumbrarse a las cámaras? Manuel Izquierdo piensa que, en menos de dos semanas, la casa será un infierno. Con la mirada, acompaña el lento movimiento de la cámara sobre cada rostro: AmarelySy Nickmery habióla, YubirU Edelvardoy Francisco y Vivian. Por unos instantes, le cuesta trabajo recordar quién es quién, cómo ha intervenido cada una de esas vidas.

¿Cuál de ellos tiene un hijo desaparecido? ¿Quién es alcohólico? ¿Cuál de todos es el hijo o la hija bastarda de una familia adinerada? ¿O ya no existe la familia adinerada y ahora la madre es una vieja actriz del canal? ¿Alguno perdió ya la memoria? ¿Quién está enamorado de quién?

Cintya Jiménez es hábil. Se mueve con naturalidad, bromea, logra que los participantes se relajen. Controla el espectáculo con maestría. Sabe de antemano qué periodista puede ser peligroso, qué medio está financiado por la competencia, de quién hay que cuidarse. Cuando un reportero se levanta y, con cierta rapidez, encara a los concursante, espetándoles si no piensan que el canal se está aprovechando, todos quedan de pronto en silencio.

—¿No sienten que están comerciando con su tragedia?

El silencio es seco. Todos los participantes se miran entre sí, incómodos, izquierdo, dos pisos más arriba, también se remueve inquieto sobre su silla. Cyntia Jiménez parece dudar. Los observa, esperando alguna reacción. Hasta que finalmente se adelanta hacia la mesa, camina despacio, frente a todos los concursantes, sin dejar de mirarlos. Sus zapatos suenan como gotas. Hasta que:

—¿Y entonces? —dice por fin Jiménez, con una naturalidad impactante—. ¿No van a contestar la pregunta? Digan lo que quieran, lo primero que se les venga a la cabeza.

La mayor de todos, Amarelys, toma el micrófono. Carraspea. Mira a todos los periodistas, hay algo de víctima en su rostro, una tristeza impotente detrás de sus ojos. Dice que ellos sienten, más bien, que es una gran oportunidad. Que le dan las gracias al canal. Que así como alguien puede pensar que la empresa quizás se aprovecha de ellos, que piensen también que ellos se están aprovechando del canal.

Deja el micrófono, apoya su espalda en la parte posterior de la silla. El resto de los participantes la mira, aprobando sus palabras. Dos de ellos, además, le tienden la mano.

Izquierdo conoce la escena. El mismo la sugirió, escribió el libreto. Sabe que la han ensayado varias veces. Sospecha, incluso, que el reportero que ha hecho la pregunta está pagado por Quevedo. Es un momento ideal para terminar la rueda de prensa. Los participantes comienzan a levantarse. La pantalla se divide y muestra el exterior del canal. El autobús que espera. Los curiosos que comienzan a arremolinarse. ¿Quién no está buscando un hogar?

Todos queremos morir en casa. Estoy seguro de que mi madre también lo hubiera preferido. Habría sido una despedida más amable. Se la merecía. Irse del mundo mirando un instrumental quirúrgico o las manos de un paramèdico, en una sala de emergencias, es espantoso, cruel. Todo eso lo pienso ahora. Aquella noche no pensaba en nada, no podía pensar. La quimioterapia había limpiado su médula pero, en la faena, también había arrasado el resto de su cuerpo. Cada día se sumaba un escollo, otra dificultad, una nueva complicación. Los valores volvían a mostrarse siempre alterados. Estaba asistida con una bomba de oxígeno. El monitor de la presión sonaba a cada rato. Detrás de la pequeña mascarilla, sus ojos diminutos seguían brillando, como queriendo hablarme. Yo había mandado ya a llamar a los médicos. Mamá sólo quería beber agua. Aunque se la habían prohibido, yo comencé a servirle pequeños sorbos, inclinando un vaso de plástico sobre sus labios. Ya estaba harta. No quería una jeringa más. No quería más dolor. Comencé a acariciarle el cabello, le dije que había sido una mujer extraordinaria, una madre estupenda, que mi hermana y yo la queríamos mucho. No se me ocurrió otra cosa. En medio de sorbos de agua y del sonido impertinente del monitor clínico, crujían esas frases, bajito. En un momento, cuando levanté nuevamente la mascarilla para darle agua, mi madre me susurró: «¿Por qué no me dejan morir en paz?»

Fue casi un grito, pero también fue casi una súplica. La medicina era una tortura. La vida era, en ese momento, una tortura. Ella prefería su fe.

Entraron los paramédicos, también llegó una enfermera. Tal vez ya era medianoche. O más. La unidad de cuidados intensivos estaba llena. Habían conseguido una cama en la sala de emergencia. La acompañé en el ascensor. La acompañé hasta donde pude, hasta donde me dejaron.

Cuando llamé a mi hermana por teléfono, escuché la música de la fiesta, al final, como un segundo fondo. Pude imaginarla algo aparte, en un jardín quizás, tratando de alejarse del bullicio de la pista de baile. Tal vez tenía una copa en la mano. Imaginé una noche sin estrellas, con nubes oscuras, aplastadas sobre la ciudad. La pieza de merengue, al fondo, seguía sonando. Eugenia ni siquiera saludó. Sabía que algo había pasado. Quise decírselo sin llorar, pero no pude. Se acabó. En ese instante, los dos supimos que estábamos solos, que también nosotros íbamos a morir. Uno sólo se gradúa de gente cuando pierde a su madre.

Con los años se ha vuelto medio maricón. Está pasado de sentimental. Eso me dijo el señor Quevedo. Y luego me dijo: cierra la puerta.

—No sé qué le pasa. Pero no es nuevo. Es algo que yo vengo notando desde hace tiempo. —Se deja caer en el sillón, detrás de su escritorio, con una mano le indica a Pablo que también tome asiento—. Está en crisis. Manuel Izquierdo ya no es el mismo —añade.

Hace un pausa, permanece unos segundos en silencio, mirándolo.

Yo creí que estaba pensando en otra cosa. Porque tenía la mirada ida, como vacía. Pero igual me estaba observando, o por lo menos tenía los ojos apuntados hacia mí. La vaina es conmigo, me dije yo inmediatamente.

—Por eso tú estás aquí, Pablito. Justamente por eso.

El muchacho trata de permanecer sereno pero no puede. Siente un cosquilleo en la punta de los dedos. Se afloja el nudo de la corbata.

—Por eso te puse a trabajar con Izquierdo. —Quevedo apoya los codos en el escritorio, se inclina hacia delante—. Por eso te pedí que te sentaras con él, que te metieras con él a intervenir los personajes, que aprendieras todo lo que pudieras sobre el oficio.

El tipo iba hablando y yo iba entendiendo todo poco a poco. Era como estar viendo un paisaje que primero está borroso pero luego se va poniendo clarito. El señor Quevedo me estaba confesando todo lo que había ocurrido en estos meses. Mientras se lo contaba a Randy, después, cuando lo fui a buscar a la Escuela y nos fugamos los dos a tomar cerveza en el restaurante chino, a él le fue pasando lo mismo. Igualito. Poco a poco fue entendiendo la jugada. Ese hijo de puta lo tenía todo planeado desde el principio, me dijo Randy. Sí. Yo creo que sí, le dije yo.

—No podemos arriesgarnos. Si Izquierdo sigue así, tú vas a ocupar su lugar.

Me quedé frío. Hasta sentí que mi lengua era una piedra de hielo.

—Yo te lo dije. Ésta es tu gran oportunidad, Pablito.

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