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INSPIRADO

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INSPIRADO

El murmullo del salón de ceremonias era cauteloso, como si los presentes estuviesen planeando algo fuera de la ley. Al verme con el estuche en la mano, los empleados que controlaban el ingreso al salón me dejaron pasar sin demasiadas preguntas. Luego, lo abandoné en un rincón, cerca de la orquesta. El senador, a quien no conocía ni de nombre, charlaba amigablemente con Charle McArthur demostrándoles a todos la proximidad que unía a aquellos dos hombres. La calefacción del lugar les había permitido a las mujeres quitarse los abrigos. Ya sin su estola, los hombros de Tal brillaban en el salón insinuando una suavidad perfumada. El vestido negro, largo hasta el piso, le daba aires de sirena abandonada, sola en medio del salón, mientras su marido se relacionaba con el hombre más poderoso de entre los invitados. No pude evitarlo. Caminé hacia ella. Al verme, se mordió los labios, nerviosa. Pero no me detuve: pasé a su lado y me limité a susurrarle un tímido saludo.

—Andate, por favor —dijo.

Detrás de Charle McArthur, su mascota francesa permanecía en silencio esperando una orden, una migaja o una caricia. Hirault. El muy hijo de puta. Ahí estaba, demostrando que mis intuiciones estaban bien fundadas.

Hubo un rumor de pasos, gente que tosía y se ubicaba en sus lugares. En primera fila, McArthur entre el senador y Tal. Detrás de ellos, René Hirault le susurraba cosas al oído a McArthur. En un lugar privilegiado del salón, los ancianos huéspedes de McArthur guardaban silencio. Una de las músicas parecía discutir con el director. La chica tenía los ojos llenos de lágrimas y el director la acusaba con gestos marciales. Al fin, entró otro músico y le tendió a la chica el estuche que yo había abandonado. Poco a poco, todos los invitados se fueron sentando. El director de la orquesta tomó un micrófono mientras la flautista se limpiaba las lágrimas y retiraba una flauta traversa del estuche.

Con un gesto solemne, el director miró hacia donde estaban el senador y McArthur y dijo:

—Es un honor para nosotros haber sido invitados por el señor McArthur, quien lleva años dando a conocer la magnífica obra de Wagner y los mejores aspectos de la cultura aria. Senador, espero que disfrute del concierto. Y en especial, queremos dedicárselo a estos hombres. Espero que nuestra ejecución sean tan feliz como lo es toda la obra de Richard Wagner. Hoy tocaremos el Idilio de Sigfrido. Gracias a todos.

Aplausos. Los ancianos comentaban entre ellos en voz baja. Al fin, comenzó la música y todos guardaron silencio. Yo no podía dejar de mirar hacia esa primera fila donde estaba McArthur. Pero la miraba a ella. Los hombros de Tal, suaves, que hacia arriba se fundían con sus cicatrices. La miraba con tanta intensidad como si eso bastara para llamar su atención y que se volviera a mirarme. Y de pronto lo hizo: levemente, como si temiera romperse, el cuello de Tal giró apenas unos grados y ella me miró con el rabillo del ojo. Pestañeó, y en mis deseos quise interpretar una señal en ese movimiento, hasta que ella volvió la vista hacia los músicos y le susurró algo al oído a McArthur. De inmediato, como el perro que era, Hirault miró hacia donde Tal había mirado. Con un paso apurado, me oculté detrás de un hombre para evitar ser visto.

Nunca fui amante de la música clásica. Sin embargo, hasta para un neófito como yo era evidente la excelencia de la obra y de los músicos que la interpretaban. A la distancia, incluso pude ver a uno de los ancianos emocionado, con los ojos brillantes.

A medida que la obra avanzaba, comenzaba a sentirme observado. De pronto, pensé en la camada de ratones que había preparado aquella semana para rehacer los experimentos de Martina. Pero ahora y ahí, Castle Hill era el box acrílico en el que se encontraban todos aquellos personajes extraños, poderosos, que defendían las mismas ideas que mi abuelo había padecido y combatido a lo largo de su vida. Aunque podía estar equivocado: ¿y si los que me observaban adentro de un box acrílico eran ellos? ¿Y si todo era una trampa para atraparme? ¿Y si eran inocentes y todo era una elucubración mía? Lamenté haber llevado conmigo el diario de Alex, que ahora estaba en mi habitación, a la vista de cualquier guardaespaldas que quisiera investigarme.

De pronto vino un silencio, me di cuenta que tenía los ojos cerrados. La música me había transportado demasiado lejos. Necesitaba estar allí, atento, expectante a lo que pudiera suceder. Entonces la orquesta condujo la partitura hasta el paroxismo y todos comenzaron a aplaudir. El director anunció un descanso y prometió un final esplendoroso para luego del cóctel.

Todos se incorporaron y salieron en dirección al comedor de amplios ventanales donde las bebidas y las bandejas plateadas seguramente habían sido repuestas. Fingí entretenerme con la lectura del programa del festival, mientras el senador, McArthur, Hirault y Tal pasaban junto a mí, seguidos por los ancianos. Fui detrás de ellos hacia el comedor, respetando una distancia prudente. Acepté una copa de champagne, le di un sorbo.

El comedor se fue llenando con los invitados, que hablaban plácidamente sosteniendo copas, joyas y el futuro de aquella potencia mundial que celebraba un festival en honor al compositor preferido de Hitler, el Monstruo, como lo llamaba mi abuelo. No podía culpar a Wagner. Después de todo, ninguna de sus partituras había asesinado mujeres, niños y ancianos en ninguna cámara de gas.

Ahora, un coro de interesados rodeaban al senador y a McArthur. El propio Hirault hacía las presentaciones, como un paje servil de la Edad Media. Mirándolo, recordé a Stuart French y los asesores de Buffet, a Ben, a todos mis compañeros de Harvard. El éxito de los afortunados de Occidente se debía a una capacidad para asimilar y aceptar nuestra insignificancia en el mundo, pero sabiendo con certeza que si nos acercamos a la persona correcta, ya fuera McArthur, el senador y el propio Foreman, las migajas de sus éxitos podrían abrirnos una puerta para construir nuestra propia salvación.

Alguien me golpeó la espalda. Podía ser un codo, una mano o el caño de un revólver. Sobresaltado, giré para enfrentar mi destino. Tal me imploraba con la mirada.

—Ayudame, pero no te acerques mucho… —dijo. 

La seguí sin dudar, atraído por sus hombros desnudos.

La vi entrar en el baño de mujeres. Miré hacia todos lados, y entré. Tal se estaba retocando el maquillaje.

—Sacame de acá —le dijo a mi reflejo en el espejo.

—No te muevas. Ya vengo —dije, sin dudarlo, aunque aquello sólo empeorara las cosas.

—No te vayas…

—Ya vengo.

Salí del baño a toda velocidad. Ni siquiera esperé el ascensor. Subí las escaleras dando saltos, excitado por la situación pero sabiendo que un dejo de temor se alojaba en el fondo de mi cerebro, que comenzaba a distanciarse de esa parte intangible llamada alma. Entré a mi habitación, guardé el diario de Alex en la mochila y volví a bajar. Al llegar al lobby, descubrí a Hirault escudriñando el lugar. El perro buscaba a su ama. ¿O, como él, Tal sería otra de las mascotas de McArthur? Le di la espalda al francés y me dirigí al baño. El espejo estaba vacío. Desde uno de los box privados me llegó un llanto quedo. Llamé a esa puerta, que se abrió para mostrarme a Tal con el maquillaje corrido.

—Tengo miedo —dijo.

—Yo también. Vamos…

Salí primero, crucé el lobby y me alejé por el camino de lajas hacia el auto. El helicóptero del senador reposaba sobre la hierba, como el vestigio de una antigua guerra que podía volver a comenzar en cualquier momento. Abrí el auto, encendí el motor. Pasaron largos minutos en que imaginé el peor destino para Tal. Pero entonces su figura esbelta se dibujó en el espejo retrovisor.

—Vamos, vamos, por favor… —dijo a los gritos al sentarse a mi lado, sin dejar de llorar.

Pisé el acelerador y durante los cinco segundos en que esperamos que se alzara la barrera de entrada, temí que el helicóptero nos disparara un misil, balas, cualquier cosa que impidiera nuestra huida. Sin embargo los hombres de seguridad nos desearon buenas noches y nosotros nos lanzamos a las rutas de Nueva Inglaterra.

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