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MISERABLE

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MISERABLE

La amplitud de la vista me devolvió algo de seguridad. Todavía no me había animado a girar la cabeza y mirar a Tal, que estaba apoyada contra el cristal de la ventanilla mirando pasar el paisaje, llorando con un susurro lastimero.

—Vamos a mi casa —dije.

—No, no quiero que Charle sepa dónde vivís.

—No va a encontrarnos —dije.

—Charle siempre me encuentra.

Cada vez más asustado y excitado, pisé el acelerador alejándome a toda velocidad de aquel nido de ratas fanáticas de Wagner. Conduje durante más de dos horas, hasta que al fin salí de la ruta principal y me detuve en un motel al borde de un camino. Cuando apagué el auto, nos quedamos en silencio.

—¿Querés quedarte acá?

—No, bajemos —dijo ella, apoyando su mano izquierda en mi rodilla.

En la recepción, un hombre obeso no se molestó en ocultar el deseo que le despertaba Tal con sus hombros desnudos y su rostro surcado de lágrimas de delineador negro. Cuando se cansó de mirarla, nos entregó unas llaves y nos alejamos rumbo a nuestra habitación.

Al entrar intenté decirle algo, pero ella me abrazó con fuerza, presionando su cuerpo contra el mío. Temblaba. Tomé su rostro entre mis manos, la miré a los ojos.

—Tranquila. Ya estamos a salvo —dije, imitando a un actor de película barata.

Sus labios y su lengua me impidieron seguir hablando. Sujeté sus nalgas firmes, sedosas bajo el largo vestido. Ya no temblaba. Ahora sus manos recorrían mi espalda, aferrándose a mí. Sin dejar de besarle el cuello, di con el cierre de su vestido y comencé a bajarlo. Ella sacudió los hombros, deshaciéndose de los breteles, dejando al descubierto aquella piel cobriza con reflejos negros y unos senos llenos pero delicados. La alejé lo suficiente como para poder perderme en ellos, lamiendo sus pezones, la curva perfecta de aquellos pechos que se endurecían como oscuro metal. Dejó caer la cabeza hacia atrás mientras yo la recostaba sobre la cama. Me aferré a sus tobillos y recorrí sus largas, suaves piernas con las palmas de mis manos, alcanzando el tesoro de su vientre. Le besé los muslos, recorriendo cada uno de sus poros. Sus gemidos me alentaron a continuar, a medida que mi lengua alcanzaba la unión perfecta de sus piernas y los pliegues de su sexo. Se estremecía, diciendo cosas en un idioma indescifrable pero con el tono universal del deseo. Me tomó de los hombros, me obligó a recostarme de espaldas y se colocó sobre mí. Yo la miraba completamente extasiado, incapaz de hablar. Con sus manos, me quitó los pantalones y la ropa interior. Entonces me sujetó las manos con fuerza, una fuerza de la que no la creía capaz. Apoyó su lengua sobre mi boca, pero cuando intenté besarla me lo impidió con su mano izquierda. Su lengua descendía por mi cuello, estremeciéndome, obligándome a cerrar los ojos, la boca, mientras ella me lamía el pecho, el abdomen y buscaba mi sexo con los labios. Alcé la vista: la imagen de su cabellera derramada sobre mi vientre me aceleró el pulso: sus movimientos eran precisos y calmos, y al sentir mi miembro en la tibia humedad de su boca creí alcanzar el paraíso. Se sentó encima de mí moviéndose hasta alcanzar el perfecto encastre de nuestros cuerpos. Sólo entonces me miró: ojos negros entornados, y las caderas que comenzaron a hamacarse hacia adelante y hacia atrás, la espalda arqueada, los hombros bailando con una delicadeza que poco a poco fue convirtiéndose en violencia con cada embestida, con cada gemido… hasta que al fin nos estremecimos con un espasmo compartido, y se dejó caer sobre mí.

La abracé con fuerza, como si así pudiera meterla dentro de mi cuerpo para protegerla, para conservarla. Permanecimos callados durante un buen rato, acariciándonos en la oscuridad. Luego, Tal se acostó junto a mí, y se cubrió con las sábanas.

—Gracias —dijo.

—¿Gracias por qué?

—Por este rato. Estos breves escapes me permiten seguir con mi vida.

—Tenemos que escaparnos en serio, podemos ir a Argentina… —dije, sin pensar.

Ella se colocó de costado apoyándose sobre un codo, y me miró. Sonreía como si algo la divirtiera. Me acarició la frente, las mejillas, diciendo:

—Nunca voy a poder escaparme de Charle.

—Denuncialo, divorciate.

—No tengo posibilidades de hacerlo. Sobornaría a quien fuera para detenerme, se vengaría de mí…

—¿Por qué estás con él?

—Porque me salvó la vida. Si no fuera por él, llevaría años en algún prostíbulo de Europa. Cuando tenía diez años, sus hombres fueron a mi aldea a reclutar chicas. Les pagan ciento cincuenta dólares a los padres y las trasladan en barco. Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda… las llevan escondidas y drogadas, y las ubican en salones ilegales que nadie denuncia porque todos disfrutan los sobornos y el placer de la prostitución. ¿O no lo viste con el senador Hirsch? Todos saben quién es Charle… pero es demasiado importante para que alguien pueda denunciarlo.

—Denunciémoslo nosotros… Yo conozco un abogado que trabaja para Amnesty y… —dije.

—Sos lindo. Pero inocente —dijo, y ahora su sonrisa era pura tristeza. Consultó su reloj de brillantes y luego suspiró, entrelazando sus dedos por detrás de la nuca con los ojos cerrados.

—¿Por qué te salvó?

—Cuando vino a mi aldea, mi padre aceptó venderme. Pero yo me escapé antes de que mi padre cobrara. Me buscó, me encontró escondida en un establo y me quemó con ácido para que aprendiera. Al enterarse, Charle lo mandó a matar y me llevó con él. Durante años fui algo parecido a su hija adoptiva. Hasta que me hice mujer y entonces me tomó por amante. Después, no sé por qué, quiso casarse conmigo.

—¿Tuvieron hijos?

—Tuve tres embarazos, pero me los quité. Nada bueno puede salir de ese hombre. ¿Y vos quién sos? ¿Por qué me seguiste? ¿Por qué viniste al concierto?

—Charle McArthur es un nazi encubierto.

Tal rió con los ojos cerrados.

—Esos son sus sueños de grandeza. Pero en el fondo es un hombre al que sólo le importan el dinero y el poder. Trafica con mujeres, con niñas albanas, etíopes, rusas… las razas no le importan.

—¿Y quiénes son los ancianos que viven en la mansión?

—Sus juguetes antiguos. Los colecciona. Los protege. Si no fuera por él, todos esos bastardos estarían presos en distintas partes del mundo.

—¿Quiénes son?

—Criminales de guerra. Charle se encargó de cambiarles la identidad… incluso consiguió que el gobierno americano les concediera pensiones como refugiados políticos.

—No puede ser… —dije, sorprendido.

—La mayoría son alemanes, ucranianos, lituanos que sirvieron al nazismo y escaparon de los rusos y los propios americanos. Los últimos que salvó son serbios, a veces los escucho hablar de los fusilamientos que hicieron en Bosnia…

—Tenemos que hacer algo —dije, incorporándome.

Tal abrió los ojos y me miró con tristeza. Extendió un brazo, me tomó de la mano y me obligó a acostarme junto a ella.

—No podemos hacer nada. El mundo es así.

—¿Por qué me contás esto, entonces?

—Porque sé que vos estás buscando respuestas a tus preguntas.

—¿Qué preguntas?

—No sé, pero desde que te vi la primera vez en el Science Center supe que buscabas algo.

—Eras vos.

—Sí. Charle hace donaciones para Losick.

—A través de Hirault.

—Sí —dijo, y me miró con ternura.

—¿Qué pasa?

—Ojalá que encuentres lo que estás buscando. Yo ya no busco nada.

—Me buscaste a mí.

—No, vos me buscaste. Yo sólo te elegí para pasar un rato afuera de mi vida. Tendrías que irte. Charle me va a encontrar pronto.

—No voy a dejar que te lastime.

—No me va a lastimar. Me va a encerrar una semana en la mansión, sin comida ni agua, pero después no va a poder resistirse y va a volver a mí con promesas que nunca va a cumplir.

—¿Cómo podés vivir así?

—No vivo. Ya estoy muerta. Morí a los diez años, pero mi cuerpo todavía no lo sabe.

Nos quedamos en silencio. La pasión desenfrenada de nuestro encuentro había desaparecido dejándonos en aquella triste oscuridad que apenas se alteraba por las luces de los autos que pasaban por la ruta junto al hotel.

—¿Y vos quién sos? —me preguntó de repente.

—Soy científico. Trabajo en Harvard. Busco a los asesinos de mi abuelo.

—¿Quién fue tu abuelo?

—Alexander Rach. Alemán, cazador de nazis prófugos. Lo mataron en Argentina cuando yo tenía once años. Dijeron que fue un asesino serial, pero hace poco me enteré de que lo hicieron los militares por su trabajo de espía.

Era la primera vez que le contaba a alguien mis secretos. Pero algo me unía a aquella mujer. Quizá fuera la misma tristeza, la misma sensación de impotencia frente a los horrores del mundo. Me incorporé, encendí la luz. Abrí la mochila y le mostré el diario de Alex y luego los identikits de sus asesinos, que siempre llevaba conmigo con la estúpida ilusión de encontrarlos en la calle y lograr lo que no habían conseguido los de la CONADEP, la CIA, ni el propio Fernando con sus pesquisas internacionales.

Tal se detuvo a ver los rostros dibujados por aquel comunista húngaro con aristas de médium pasado de moda.

—Ojalá los encuentres.

—Los voy a encontrar. Lo sé. Ahora lo sé.

Me costó varios segundos saber que aquello no era un sueño: que la pistola que me apuntaba no era de utilería y que los golpes que caían sobre mi rostro no eran parte de una escena irreal vista en una pantalla de cine. Tal lloraba, vestida, junto a la cama.

—No lo maten —gritaba, pero los golpes seguían cayendo sobre mí.

Cuando Hirault vio que sus puños estaban llenos de sangre, me escupió y le quitó el seguro al arma. Charle McArthur miraba todo sin emitir sonidos, sin un solo gesto.

Hirault me apuntó a la cabeza.

—Tendría que haberte matado en el lavadero, judío de mierda —dijo.

—¿Me pueden explicar quién es este infeliz? —dijo Charle, dando un paso hacia delante hasta colocarse junto a la cama llena de sangre.

—Un argentino. Pensé que era gay, pero parece que se quiere hacer el detective. Lo vieron cerca de la finca, en el Grafton, en el Agadir… no sé qué está buscando —dijo Hirault.

McArthur extendió una de sus enormes manos y me sujetó del cuello, asfixiándome.

—¿Quién sos, judío? ¿No sabés que te puedo matar ahora, tirarte a un pozo sin que nadie te encuentre? ¿Sabés lo insignificante que sos? ¿Sabés que esta puta te usó para darme celos?

Comencé a revolverme, incapaz de respirar. Al fin, McArthur me soltó y se limpió la sangre en la sábana.

—Matalo —dijo, y Hirault sonrió mientras colocaba un silenciador en el cañón del arma.

Cuando me apuntó, Tal se interpuso entre mi cuerpo y el arma.

—No lo mates, Charle. Te prometo que esto nunca más va a pasar.

Charle había vuelto a sumirse en el silencio, pero ahora se mordía el labio inferior con violencia, con los ojos clavados en su mujer.

—Después de todo lo que hice por vos… con un judío… —masculló.

—Lo hice para que me prestes atención. Para que reacciones… te necesito… pero no lo mates. Es un estúpido sin importancia. Estoy cansada de tanta muerte… por favor —dijo, arrodillándose a sus pies, llorando y suplicando.

—¿Por qué tendría que dejarlo vivir?

—Porque si lo hacés voy a darte un hijo. El heredero que querés.

Intenté decir algo, pero tenía la mandíbula desencajada por los golpes, y de mi boca sólo brotaba sangre.

—Hay que matarlo —dijo Hirault, y volvió a golpearme.

McArthur alzó una mano. Hirault se detuvo. Marido y mujer ahora se miraban directo a los ojos.

—Nuestro hijo, por favor… —dijo Tal.

La ayudó a incorporarse. Cuando la tuvo frente a él, McArthur ladeó la cabeza, analizando la situación.

—Charle, debemos… —intentó decir Hirault pero una mirada furiosa de su amo bastó para callarlo.

—Vamos —dijo McArthur, saliendo de la habitación abrazado a su mujer.

Hirault seguía apuntándome con el arma. En sus ojos, furia y deseos de venganza.

—René —lo llamó McArthur desde afuera y sólo entonces el francés se marchó, dejándome tendido en las sábanas humedecidas por mi propia sangre.

Extendí una mano hacia el teléfono, intenté marcar un número, pero no tenía fuerzas para hacer nada. Quise pararme, pero caí al suelo y todo se fundió en negro.

Cuando desperté, estaba tendido en la alfombra de la habitación y me dolía todo el cuerpo. Podía sentir las costras de sangre seca alrededor de mi boca, en las sienes, en la frente… Me arrastré hasta el baño y entré en la ducha. Abrí el agua caliente, y sentí un ardor que me escocía el rostro, los brazos… Permanecí varios minutos bajo la ducha caliente, viendo cómo el agua se mezclaba con la sangre. Fernando tenía razón: estaba metido en algo peligroso que no podía dominar. Ni siquiera podía mantenerme a salvo. Necesitaba que alguien me abrazara, pero estaba solo. Pronto, tuve un acceso de llanto que no hizo más que demostrarme toda mi soledad y reflotar los golpes que me había dado el maldito francés neonazi. Aferrándome de donde podía, me incorporé y una ola de punzadas me presionó las costillas, la cabeza. El espejo me devolvió mi rostro hinchado, con heridas que necesitaban sutura. Debía ver a un médico. Pero mis heridas podían despertar la desconfianza de cualquier médico, y no estaba en condiciones de exponerme a un interrogatorio. Era domingo. Ben debía estar haciendo su guardia clínica en urgencias.

Guardé en la mochila el diario de Alex. Los identikits no estaban por ninguna parte. Busqué debajo de la cama, entre las mantas, pero tampoco los encontré. McArthur.

Salí del hotel como pude, arrastrando los pies y deteniéndome cada dos pasos para recobrar el aliento. Quizá tuviera una costilla rota. Lo cierto es que cuando intentaba respirar profundamente me dolía el pecho y la espalda. Subí al auto y me lancé a la ruta.

—No tenés ningún hueso roto —dijo Ben mirando las radiografías a contraluz.

—Gracias.

—¿Seguro que no querés que llamemos a la policía? —me preguntó.

—No, no hace falta. Me caí por las escaleras, no puedo denunciar a un escalón flojo…

Ben alzó las cejas y puso los ojos en blanco.

—Si querés no me cuentes, pero no me mientas.

—Gracias, Ben —dije, incorporándome de la camilla con un esfuerzo sobrehumano.

—Te pedí un taxi. Te está esperando abajo. Ya lo pagué. Tomate tres días de descanso, acá tenés un justificativo.

—Gracias —dije, guardándome el papel.

Quería llegar a mi casa. Quería dormir durante siglos, dormir sin pensar en nada. Ni en mi abuelo, ni en Boulard, ni en Tal, ni en la humillación a la que me habían sometido Hirault y McArthur. Al bajarme del taxi, entré a mi casa con la sensación de que alguien me seguía. Pero detrás de mí no había nadie. Sólo la derrota. Había encontrado a McArthur, me había acostado con Tal, había descubierto que en su finca protegía a antiguos criminales de guerra… pero no tenía nada, tan sólo cicatrices y un temor que paralizaba.

Antes de dormirme, sonó el teléfono. Era Fernando.

—¿Dónde estabas?

—En el hospital.

—McArthur. Te dije, pelotudo. Te dije. ¿Estás bien?

—Sí. Confirmé todo: McArthur protege criminales de guerra, tiene contactos con senadores, y no podemos hacer nada.

—Entonces olvidate.

—Lo sé. Tengo que concentrarme en mi trabajo.

—Pero… ¿estás bien? ¿Querés que vaya unos días?

Dudé un momento. Y aunque me hubiera aliviado tener a mi mejor amigo a mi lado, dije:

—No, Fer, no. Estoy bien. Sólo tengo algunos golpes. Pero estoy bien.

Corté y no pude contener el llanto. Pensé en llamar a mi madre, a Jorge, pero seguí llorando solo, en silencio, hasta el amanecer.

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