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SORPRENDIDO

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SORPRENDIDO

Estaba sentado en una reposera en el jardín, fumando, tosiendo, con Marx y Engels echados a sus pies. Al verme llegar, Boulard sonrió y los perros se incorporaron moviendo la cola.

Avancé por el jardín y me detuve frente a él.

—¿Y? —preguntó alzando las cejas.

—Quiero que me cuente todo.

Entramos. Antes de sentarse, Boulard desenchufó el teléfono y buscó una botella de whisky y dos vasos. Yo lo miraba, expectante, con una ansiedad que aumentaba con la lentitud de sus movimientos. Al fin, con un esfuerzo que parecía consumirle el tiempo que le quedaba de vida, se dirigió a su enorme biblioteca y regresó con la caja que yo había rechazado en mi visita anterior. La depositó sobre la mesa y dijo:

—Me pasé los últimos años ordenando, reescribiendo y corrigiendo las cartas que Alex me enviaba con el relato detallado de cada una de sus misiones y su propio diario. Todos mis compañeros murieron. Soy el último, y espero que no falte tanto para mi muerte. Es difícil seguir viviendo cuando los que te rodean se van. De nosotros sólo van a quedar estas historias.

Extendí una mano para abrir la caja pero Boulard me detuvo:

—Ya vas a leer todo cuando estés solo. Está todo detallado: tu abuelo dejó todo aclarado en su diario. Aprovechemos el tiempo para hablar sobre lo que no vas a encontrar en los textos. Preguntá lo que quieras.

—¿Quién es usted?

—Antoine Boulard. Francés, maestro. Comunista. Tengo ochenta y un años. Nací en…

—¿Quién era mi abuelo? —lo interrumpí. Y, desconfiado, agregué—: ¿Cuándo se conocieron?

—Antes que nada, tengo que hablarte de Jean Paul Rach, el hermano de tu abuelo.

—¿Mi abuelo tenía un hermano?

—Sí, fue el primero de tu familia que trabajó con nosotros. Pero lo hacía con su apellido materno… Ruter… Roos…

—Ruppel —dije.

—Eso. Después de que Jean Paul murió, comencé a intercambiar correspondencia con tu abuelo sin saber que era el hermano de Jean Paul… hasta que por esas cosas un día me mandó una foto de su hermano para que yo averiguara dónde estaba, si había sobrevivido a la guerra… y ahí tuve que darle la triste noticia del atentado en el café… Porque Jean Paul murió aquí, en Francia.

Agitado por los recuerdos o quizá por el esfuerzo que le demandaba hablar tanto tiempo seguido, Boulard hizo un silencio, carraspeó y relajó todos los músculos de su cuerpo sobre el sillón. Con una mano, me indicó que esperara. En silencio, comencé a mirar las fotos de las paredes, hasta que Boulard me pidió que le sirviera un whisky. Cuando saboreó el primer trago, suspiró diciendo:

—El mejor aporte de Inglaterra a la Humanidad —y comenzó a relatar una historia que de tan increíble parecía una invención de su senilidad. Pero era la historia de mi familia, una historia oculta por miedos y persecuciones.

Desde muy joven, Jean Paul había sido investigador en la división de delitos de la policía de Frankfurt, lo cual le permitió hacer muchos contactos en las calles y centros sociales. Ya en los primeros años del nazismo, Jean Paul supo que aquel demagogo acicalado que era Hitler sólo los llevaría al desastre y la barbarie. Sobre todo a los que eran como él: alemanes de origen judío. Por eso se convirtió en uno de los miembros fundadores del Saefkow, el grupo comunista de la Resistencia en Alemania. Ya empezada la guerra, y con la mayoría de sus integrantes en campos de detención, el Saefkow pasó rápidamente a la clandestinidad y un puñado de hombres y mujeres se transformaron en agentes dobles. Mi tío abuelo era uno de ellos. Esa doble vida le permitía moverse con libertad por los territorios ocupados de Europa. Así fue que Jean Paul se dirigió a Francia para hacer contacto con Boulard y los suyos.

—Por las mañanas yo era maestro de escuela en Baux, y por las tardes repartía el correo. Esa era la fachada que usaba para ocultar mi verdadera ocupación: miembro de los maquis en Provence.

—¿Qué eran los maquis?

—Guerrilleros de la Resistencia contra Vichy y Hitler. Al principio éramos sólo franceses, pero después de la Guerra Civil Española se nos unieron varios republicanos e integrantes de las Brigadas Internacionales que cruzaron los Pirineos antes de que Barcelona cayera en manos de Franco. También había alemanes, pocos, pero los había. Nos comunicábamos a través de dobles agentes como Jean Paul. Durante el día yo respetaba mi trabajo del correo y de la escuela, pero por las noches me unía a mis compañeros y nos ocultábamos en los montes para atacar los ferrocarriles que transportaban provisiones para las tropas alemanas. Nos movíamos entre las sombras, y de día saludábamos a los nazis que ocupaban Francia con una despreocupación que hoy me resulta estúpida, pedante como los jóvenes que éramos. No teníamos noción del peligro. Había que combatir, detener las matanzas con más matanzas. Jean Paul era fundamental para nuestras acciones porque como integrante de la Gestapo podía conseguir datos certeros sobre el horario de los trenes y el verdadero contenido de sus cargamentos. Así fue que pidió una reunión secreta con nosotros, porque tenía una idea que nos quería plantear.

Como la botella de whisky, afuera el sol también había comenzado a declinar al ritmo de nuestra conversación. Según Boulard, mi tío abuelo era valiente pero demasiado temerario. Medio siglo después, seguía sin poder aceptar que Jean Paul hubiera muerto por semejante estupidez: viajar a una reunión secreta de la Resistencia con su novia, que nada tenía que ver con el asunto.

—La reunión no debía ser muy larga porque la presencia de un extraño en el pueblo podía despertar sospechas en cualquier colaborador de las fuerzas alemanas, y más si ese extraño estaba acompañado por una mujer tan llamativa como Severine, que usaba el cabello corto y unos pantalones demasiado ajustados para la época. Cuando entró a la casa donde se produciría la reunión, todos nos opusimos a que Severine escuchara nuestra charla. No les quedó otra opción más que disculparse, y antes de despedirla, Jean Paul le pidió que lo esperara en un bar de la plaza. Como siempre, si él demoraba más de diez minutos en llegar, ella tendría que marcharse porque la tardanza de Jean Paul significaba que había pasado algo malo. Del mismo modo, él no la esperaría más de diez minutos. Esa mínima fracción de tiempo podía ser la línea que separara la vida de la muerte.

En ese momento, los perros comenzaron a aullar. Excitados frente a la puerta, ladraron en dirección a Boulard, que se estaba sirviendo otro whisky. Me guiñó un ojo y señaló la puerta.

—Quieren orinar. A mí me pasa lo mismo por culpa de la próstata —dijo sin ironías.

Me incorporé y abrí la puerta para que los perros salieran al jardín. A mis espaldas, Boulard había vuelto a sus recuerdos:

—Nuestra conversación duró más de lo pensado. Cuando Jean Paul nos planteó su idea de liberar trenes con prisioneros e incorporarlos a la lucha armada todos hicimos silencio. Sabíamos que la Resistencia estaba siendo diezmada: cada vez menos hombres y mujeres con valor se reclutaban en Charentes, Bourgogne, Savoie y Provence y cada vez eran más los arrestados, torturados, trasladados y asesinados por la Gestapo. Al parecer, la Agencia también poseía agentes dobles infiltrados. La situación era crítica y los líderes más importantes sostenían que, de continuar así, la lucha pronto podría desaparecer. Así que todos valoramos la idea de Jean Paul. Necesitábamos más voluntarios, pero ¿y si entre ellos se encontraba algún topo de la Gestapo? No teníamos alternativa. Esa misma noche, la decisión estaba tomada. Prisioneros judíos de Les Cevennes y seguramente algunos gitanos de Perpignan ocuparían los vagones de ganado en el tren del 5 de agosto que uniría Cerbère, Perpignan, Narbonne, Montpellier, Avignon y París. Jean Paul no podría estar presente durante el asalto; una desaparición del cuartel general de la Gestapo en París por más de dos días podía despertar sospechas en sus superiores. Desgraciadamente, Jean Paul murió esa misma noche, pero lo bueno es que nunca supo que fuimos incapaces de llevar a la práctica su gran idea de reclutamiento. Después de la reunión, se dirigió al café para encontrarse con Severine a la hora pactada. Ella no estaba: se había marchado porque le habían resultado sospechosos dos hombres que esperaban sentados a una mesa. Jean Paul entró al bar, eligió una mesa, se sentó. Pasaron los diez minutos pactados para la espera, pero quizá él pensó que Severine se habría retrasado porque no conocía la ciudad. Lo cierto es que ese error fue su condena. Los hombres eran agentes de la contrarresistencia. Alemanes infiltrados. Al reconocerlo, se incorporaron y se marcharon. Cinco minutos después, el café estallaba por el aire.

Los dos hicimos silencio. Había anochecido. Boulard se incorporó y me pidió que lo acompañara a la cocina donde lo vi preparar un trozo de jabalí que llevaba un día entero marinándose en vino tinto.

Mientras él cocinaba, recibí un llamado de Marc. Mi director estaba realmente preocupado por mi regreso a Montpellier y, sobre todo, por la inminente visita del CNRS. Además, me dijo, había reservado una pista de squash para que jugáramos un rato. Marc era así: podía estar a punto de lograr un descubrimiento o perder un estudiante, pero nada podía detener su pasión por el deporte. Prometí a Marc regresar al día siguiente, dejarlo ganar al squash (como siempre, ya que era incapaz de contrarrestar su estado físico y su habilidad) y le corté. Boulard me preguntó si estaba todo bien, le dije que sí y él aceptó la mentira con un gesto divertido. Entonces hablamos de mi trabajo, de mis investigaciones y el final de la beca, y de su hija, sus nietos…

Pronto, el perfume de la carne asándose en el horno provocó el regreso de los perros, que ahora arañaban la puerta desde afuera. Les abrí y ellos corrieron a la cocina. Boulard les sirvió unos platos de comida balanceada, mientras me decía:

—Antes los perros comían las sobras de los humanos. Ahora, si prueban un hueso se descomponen porque sus estómagos sólo pueden digerir esta porquería industrial…

Después nos sentamos a comer el jabalí acompañado por unas papas rellenas de camembert y una botella de vino. No soy de beber mucho. Por eso, la mezcla de whisky y vino a la que me había sometido Boulard me animaron a hablar sin el filtro del respeto.

—¿Y mi abuelo que tiene que ver con toda esta historia? Nunca estuvo en Francia, y se fue de Alemania antes de la guerra…

—Sí, pero él estuvo en contacto con la Resistencia desde que se bajó del barco que lo llevó a Buenos Aires. Tu abuelo había logrado escapar gracias a los contactos de su suegro…

Mi desconcierto provocó un gesto de fastidio en el rostro de Boulard, que saboreaba el jabalí y se lamentaba por mi ignorancia.

—No sabés nada de nada. En fin. Tu abuela no fue la primera esposa de Alex. Antes de ella estuvo Kristen Hoess, una alemana.

—No, es imposible…

—Yo la conocí. Una belleza. Era hija de un gran empresario alemán que fabricaba uniformes para el ejército nazi. Cuando el padre descubrió que ella se había casado en secreto con un judío en Checoslovaquia, la amenazó con denunciarlo. Ella juró que si no lo salvaba se quitaría la vida. Así fue que tu abuelo logró escapar de Alemania. Está todo en las cartas y en el diario. Incluso vas a encontrar cartas que Kristen me mandaba para que yo se las reenviara a Alex. Nunca lo hice, por miedo a que sus sentimientos arruinaran la misión que él tenía en Argentina.

—¿Mi abuelo dejó a su esposa? Es todo muy…

—No te preocupes. Además, no la abandonó. Si se quedaba lo iban a asesinar. Se suponía que tu abuelo iba a regresar después de la guerra, pero como Kristen murió en Köln, a manos de la Gestapo en el 44…

—¿Cómo? Pero si su padre trabajaba con los nazis… —lo interrumpí.

—El padre de Kristen la protegió hasta donde pudo, pero alguien la denunció cuando llegaba a Köln para hacer contacto con la Resistencia y su padre no pudo hacer nada. El pobre infeliz se suicidó cuando se enteró de que la habían fusilado en el EL-DE-Hous.

—¿Y por qué le ocultó eso a mi abuelo?

—El trabajo de Alex en Argentina era muy importante para nosotros, y por eso recibió la orden de radicarse allí. Además, con Karl y Lara hacían un gran equipo.

—¿Otros judíos?

—No. Los Slanger había viajado a Argentina por orden del propio Hitler. Karl era su zapatero personal.

—Estamos tomando demasiado… —dije, burlándome.

Era todo tan fabuloso y extraño a la vez que durante unos segundos volví a pensar que Boulard estaba completamente loco. Fueron apenas dos, tres segundos, hasta que el gesto afable de Boulard se volvió duro, marcial.

Bajé la mirada, y él continuó:

—Durante años, Slanger y tu abuelo se dedicaron a denunciar a los grupos pronazis latinoamericanos, perseguirlos, enviar provisiones a la Resistencia europea y luchar contra el fascismo desde allí. Cuando cayó Hitler, todos ellos cambiaron de objetivo: se convirtieron en perros de caza, olfateando nazis prófugos por el mundo, sobre todo en América.

Luego de cenar volvimos al salón con café y profiteroles que había preparado su hija. Desde hacía un rato estaba pensando en algo, buscando las fisuras en el relato de Boulard. Por eso pregunté:

—¿Y por qué Alex les ocultó eso a mi papá y a mi abuela?

—La experiencia de Jean Paul lo previno. Él murió por incluir a su mujer en su trabajo, y no es que no aceptáramos mujeres en lo nuestro. Al contrario. Lara Slanger y Edana, mi esposa, fueron activistas infatigables. Otra cosa distinta fue lo que hizo Jean Paul, que quizá por vanagloriarse o por temeridad, nos vino a ver con una novia que sólo quería hacer turismo. Eso fue muy educador para todos nosotros. Si queríamos hacer nuestro trabajo sin temor, todos, yo, los Slanger y Alex y los otros, todos debíamos mantener lo nuestro como un secreto detrás de una fachada perfecta: una familia que lo ignorase y un trabajo que nos permitiera movernos sin problemas.

Ya era cerca de medianoche. Tenía dos opciones: dormir allí o pasar la noche en la estación esperando el primer tren de la mañana. Boulard poco a poco iba cediendo al cansancio. En un momento, señaló una puerta diciendo:

—El cuarto de invitados siempre está listo. Nunca se sabe cuándo habrá que esconder a algún camarada.

—Gracias.

Fui al baño y al regresar, vi que Boulard ya había cerrado los ojos y ahora dormitaba, con las cabezas de los perros apoyadas sobre sus rodillas. Esta vez lo observé con admiración: aquella generación había destruido el mundo y había vuelto a levantarlo sobre las cenizas. De un lado o del otro de la línea que separaba el bien del mal, mi abuelo, mi tío abuelo, Boulard y los demás se habían jugado la vida por sus ideales. Fue lo último que pensé. Después, yo también cedí al cansancio. Me metí en la cama y me dormí.

Me despertó el ladrido de los perros. Ya era de día, y desde el living me llegaba el olor del café recién molido y el sonido enérgico y sucio de un violonchelo en vinilo. Después de lavarme y vestirme, me senté a la mesa de la cocina, donde Boulard ya había servido el desayuno y me esperaba con los ojos bien abiertos y expectantes, con ganas de seguir hablando:

—A mí me detuvieron poco antes de la liberación. Sólo por eso sobreviví. Cuando volvimos con Edana, recibí una carta de los Slanger y ahí comencé a tratar directamente con tu abuelo. Alexander dirigía la empresa alemana Union Autos, con sede en Buenos Aires. Así empezó nuestra relación, que duró décadas. La posguerra nos dejó una Europa muerta de hambre y tu abuelo había influenciado fuertemente desde su puesto en la Union Autos para donar papas y mandiocas al centro de Francia. Yo era el responsable de recibir los cargueros que clandestinamente llegaban al puerto de Sete. Además, yo redirigía las informaciones entre Buenos Aires y la Mossad israelí.

Al fin habíamos llegado al punto que me interesaba. Boulard se había encargado de coordinar las misiones que mi abuelo y los Slanger dirigían en Argentina para detener clandestinamente a varios jerarcas nazis protegidos por los gobiernos paraguayo, chileno y argentino entre los sesenta y fines de los setenta, que, una vez apresados, eran enviados en vuelos clandestinos a Israel para ser juzgados por sus crímenes de guerra. La triangulación Europa, Israel y América Latina era fundamental para concretar y confirmar las falsas identidades.

Ahora, Boulard había sucumbido a la pasión de sus recuerdos. Su voz era distinta, segura, profunda:

—¿Quién se iba a imaginar que Carlos Álvarez, carpintero en La Cumbre, Córdoba, Argentina, era en realidad Mathias Helgel, uno de los diseñadores de Buchenwald y de los experimentos con perros y judías embarazadas? En la caja vas a encontrar todo: nombres, fechas, lugares, conexiones que seguimos investigando hasta principios de los ochenta, cuando asesinaron a tu abuelo. En esos últimos años estábamos siguiendo la pista de un grupo antisemita y anticomunista llamado Sector B, que recibía dinero y órdenes desde Estados Unidos.

Ya era cerca de mediodía. Pronto tendría que marcharme. Así se lo hice saber a Boulard, que de pronto pareció apurado, como si tuviera que realizar algo urgente antes de mi partida.

—Ya te conté casi todo. Ahora tenemos que analizar bien los pasos a seguir.

—¿Qué pasos a seguir?

—¿Cómo? Tenés que averiguar quién mató a Alex.

—Boulard… yo soy biólogo, científico si quiere…

—Pero también sos su nieto preferido. Tu abuelo no murió por las cosas que dicen.

—Ahora lo sé.

—Sí, pero no tenés que conformarte con eso. Tu abuelo fue asesinado por gente que lo perseguía. Tenés que rastrearlos, encontrarlos. Vos los viste. Seguro que recordás los rostros… es muy importante porque…

—Pasó mucho tiempo. No me acuerdo de las caras…

—Eso lo podemos arreglar. El cerebro no olvida cosas terribles como esas. Sólo las esconde para que el cuerpo pueda seguir viviendo. Conozco una persona en Budapest en la que podemos confiar. Joseph Pataki. Un ex comunista que desde las purgas de Stalin cambió el comunismo por el espiritismo… y ahora se dedica al hipnotismo… —dijo Boulard, y soltó una carcajada histérica—: A nuestra generación le gustaban los ismos… Yo sigo confiado en que el comunismo fue imperfecto, pero fue un buen intento para salvar a la humanidad. Joseph está arrepentido de todo. Incluso me contó que lleva décadas tratando de invocar al espíritu de Lenin para… ¿por qué me mirás así? ¿Vos no creés en la hipnosis?

—Soy científico.

—Y yo comunista. Tenemos las mismas prácticas. Pero… si la ciencia llevó a este mundo a un presente contaminado y al borde del colapso, y el comunismo mató a media Rusia y a media China… ¿por qué no podemos darle una oportunidad a estas cosas? Quién sabe… Yo lo voy a escribir a Joseph avisando que vas a ir a verlo. Él te va a ayudar a recordar el rostro de los asesinos. Cuando tengas los identikits, vas a poder empezar a investigar.

—No puedo, no sé… no sabría por dónde empezar… Además, pasó tanto tiempo… Y tengo que conseguir una beca.

Boulard sacudió la cabeza con furia. Terminó el café y comenzó a llenar su pipa con tabaco. Me miró, abrió la boca, volvió a negar algo y al fin encendió la pipa. Suspiró y, en medio de una nube de humo, soltó un lamento:

—Ustedes nacieron sin preocupaciones. No tienen voluntad. No sé qué hicimos mal… pero no aprendieron nada. ¿No me dijiste que viste cómo lo mataban a tu abuelo? ¿Cómo podés vivir con eso? ¿No querés que se haga justicia?

—Sí, pero… yo…

—Hacelo por tu abuelo, por Jean Paul… por mí. Me voy a morir pronto. Prometeme que vas a encontrar a los asesinos de tu abuelo.

Nos miramos a los ojos: yo, incrédulo; Boulard, suplicando. Acepté, como quien acepta el pedido de un niño que quiere conseguir una nave espacial para viajar a Marte.

—En una de las últimas cartas, tu abuelo me habló de un grupo de tareas de la Marina argentina, el Sector B. Tendrías que empezar por ahí…

—¿Y cómo?

—Debés tener contactos, abogados amigos…

—Sí —dije, sin mucho convencimiento, pensando en Fernando, que desde hacía años trabajaba en un estudio de Londres y, al mismo tiempo, colaboraba con Amnesty International.

Luego, tomé la caja y la coloqué dentro de mi valija, protegiéndola con la ropa para que no sufriera ningún golpe. En la puerta, le agradecí a Boulard por todo y él me retuvo entre sus brazos. Me pareció que lloraba. Yo también estaba emocionado. La heroicidad de mi abuelo me había sorprendido, y ahora llevaba una caja con toda su historia redactada en papeles dispersos, amarillos, sepias, con marchitos relatos de un pasado que, de pronto y sin aviso, había caído sobre mis hombros cansados y me instaba a cumplir la promesa de encontrar a los asesinos de mi abuelo, el cazador de asesinos nazis.

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