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ATURDIDO

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ATURDIDO

Tres días más tarde retomé mis actividades. En el laboratorio me dediqué a pasar en limpio varios informes sobre las últimas informaciones de los ratones a los que habíamos intervenido arterialmente. Por la tarde, hice mi guardia en el pabellón oncológico y por la noche di clases en la cátedra de Losick. Estaba ansioso. Ya había pasado el tiempo necesario: esa noche al fin podría analizar el resultado de las inyecciones intramusculares que le había aplicado en secreto a los ratones.

Al llegar al bioterio, con fastidio vi a un grupo de colegas que estaban terminando su trabajo. Intercambiamos los saludos quirúrgicos de cortesía y me dediqué a preparar la mesa de trabajo esperando quedarme solo. Sin embargo, cuando ellos se marcharon, oí una voz a mis espaldas.

—Vine a ayudarte.

—No hace falta, Ben… —dije, nervioso.

—No me importa lo que estás haciendo. Voy a ayudarte igual.

Lo miré a los ojos con seriedad.

—Si Foreman descubre lo que estamos haciendo…

—Le voy a decir que no sabía nada. Que seguí tus instrucciones como siempre.

Después de todo el coreano no era tan inocente como pensaba.

—Hay cinco camadas. Tenemos que analizarlas todas hoy mismo.

—Entonces no perdamos tiempo.

Coloqué dentro de la cámara de CO2 la primera camada y abrí la llave de gas. Cuando los ratones dejaron de moverse, los retiré de la cámara y los coloqué sobre la mesa de trabajo para que Ben comenzara a realizar las autopsias. Entonces empezamos a trabajar como en los viejos tiempos.

Tijera quirúrgica, corte a la altura del tórax. Despellejamos el primer cadáver, separamos los músculos de la grasa, de los tendones y de los nervios que los rodeaban. De a ratos miraba hacia la puerta del bioterio para asegurarme de que nadie nos observaba.

—Bisturí —dijo Ben.

Se lo alcancé y quitó los músculos cuádriceps en los que yo había realizado intervenciones intramusculares.

Volvimos a repetir el procedimiento con los demás ratones de aquella camada, hasta que tuvimos diez cuádriceps limpios sobre la mesa, cinco derechos y cinco izquierdos. Sólo entonces Ben obtuvo las fibras de cinco secciones equidistantes de los músculos obtenidos de aquellos cinco ratones y las llevó al congelador, donde las colocó en isopentano frío.

Mientras esperábamos el tiempo necesario, nos dedicamos a sacrificar a las otras camadas de ratones. Dos horas más tarde, retiramos las fibras del congelador y colocamos las que habíamos obtenido de la segunda y tercera camada de ratones.

Al fin estábamos cerca de la verdad. Ben comenzó a seccionar las fibras musculares bajo el criostato a -20ºC en pedazos de 10um. Luego, coloqué los pedazos delgados en vidrios Vectashield con el colorante DAPI. Las muestras ya estaban en los vidrios. Microscopio. Baño de fibras con anticuerpo antidistrofina. Coloqué el vidrio con la muestra en el microscopio Zeiss Axiophoty. Cámara CCD de Diagnostic Instruments.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Ben.

Con los ojos puestos en las imágenes de la cámara, dije:

—Esto. Prepará otro.

Una a una, fui analizando las muestras de los distintos ratones, obteniendo siempre el mismo resultado. No podía creerlo. Ben, confundido, cerca del amanecer me sacudió por los hombros. Apenas si lo registré, de tan concentrado que estaba.

—Hija de mil putas —dije, en castellano.

—¿Me vas a decir qué está pasando? —gritó Ben.

Lo miré con satisfacción. Era extraño, pero a pesar de que aquel descubrimiento me aseguraba que había perdido un año de mi vida, igual estaba contento. Respiré hondo, volví a mirar a Ben.

—Mirá por el microscopio —le dije.

Él obedeció.

—¿Qué ves?

—Veo presencia de distrofina, músculo sano en gran parte, casi un tercio —dijo.

—Sí. Pero fijate esto. ¿Qué pasa cuando movés la muestra y buscás otros campos de fibras? —dije, manipulando los controles de la cámara.

Ben quitó la vista del microscopio y me miró, sorprendido.

—No puede ser… —dijo, y volvió a sumergirse en el microscopio.

—¿Qué ves?

—Los mismos resultados que obtuvimos nosotros con el sistema arterial. Un cinco o seis por ciento.

—La hija de puta eligió mostrar en el paper una imagen donde hay un treinta por ciento de músculo sano, pero cuando mirás todas las secciones del cuádriceps no llega ni al seis por ciento. Nosotros no fallamos, ella mintió… —dije, satisfecho.

—Estábamos trabajando a partir de resultados falsos. Martina es un bluff.

Los dos nos sentamos en las butacas, tratando de procesar lo que habíamos descubierto.

—Foreman me hizo trabajar sabiendo que nunca lograría nada —dije, y a medida que pronunciaba aquellas palabras mi furia iba creciendo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Ben.

—Vos no sabés nada, nunca estuviste en estos experimentos. Si le decís a Foreman que estabas al tanto, yo voy a negarlo. Esto es un asunto mío.

—Pero… ¿qué podés hacer?

—Lo que tengo que hacer —dije.

Nos demoramos limpiando la mesa e imprimiendo los resultados. Cuando terminamos el sol ya había hecho un cuarto de su recorrido. El bioterio comenzaba a llenarse de colegas. Al verlos, me pregunté cuántos de ellos estarían dispuestos a fraguar sus resultados para conseguir un ascenso. Ben estaba callado. Cuando salimos, me detuvo apoyándome una mano en el hombro.

—Esteban, ¿pensaste bien lo que vas a hacer?

—Sí. Hay padres que creen que Foreman está investigando una cura que no existe. Sus hijos se van a seguir muriendo por la distrofia muscular mientras Martina cobra un montón de dinero que no merece. Todo esto es una mierda.

Tomamos el ascensor y nos dirigimos al laboratorio. Allí me despedí de Ben, que me miraba como si recién entonces me hubiera visto: en sus ojos había admiración, pero también lástima. Incluso, me tendió la mano.

—Sos un gran científico —dijo, y entró en el laboratorio.

Aunque agradecí sus palabras, no tenía ganas de regodearme. Al contrario, lo único que quería era enfrentar mi destino. Con pasos rápidos, alcancé la oficina de Foreman. Al verme tomar picaporte sin llamar previamente, la secretaria dijo algo que no quise oír. No estaba para protocolos ni ceremonias. Y entré sin anunciarme.

—¿Qué hacés, Esteban? Tenés que golpear la puerta… —dijo Foreman.

Sin contestarle, le tiré los papeles sobre su escritorio.

—¿Y esto qué es? —dijo, colocándose los lentes.

—La prueba de que todos ustedes son unos corruptos —dije.

—¿Qué te pasa?

—Rehíce todos los experimentos de Martina.

Sólo entonces Foreman me tomó en serio. Abrió los ojos, suspiró y dijo:

—Sentate —mientras se incorporaba para cerrar la puerta con llave.

—Me hiciste perder un año. Los de la revista tenían razón.

—¿Y qué vas a hacer? —dijo Foreman.

—Lo que tenga que hacer.

Foreman se quitó los lentes y se cruzó de piernas. Durante unos minutos se dedicó a observarme, como si buscara convencerse de que todo aquello era cierto. Al fin, dijo:

—Martina trabajó mucho. Es cierto que sus resultados no coinciden con lo que publicó, pero tampoco son falsos. Digamos que exageró.

—Mintió.

—¿Y vos pensás que es la única científica que alteró sus resultados para obtener un lugar mejor que el que tenía? La moral y la ciencia no se llevan bien, Esteban. Ya tendrías que saberlo. Yo no podía perder a Martina, eso me hubiera quitado poder. Por eso apoyé esa publicación y ella ahora es docente de por vida en Harvard. Porque cuantos más dependan de mí, más seguro voy a estar yo en mi puesto.

—Aunque se caguen en la ciencia, aunque yo haya tenido que trabajar todo un año al pedo —dije, asqueado, mitad en inglés y mitad en castellano.

—No seas tan puritano, Esteban. La ciencia se mueve por política. Decime… ¿qué podés hacer? ¿Denunciarnos? ¿Robarnos nuestro lugar que tanto esfuerzo nos costó? Yo te traje de Francia, te abrí la puerta de Harvard… ¿vas a renunciar a todo esto? Porque es evidente que si nos denunciás nadie más va a confiar en vos como para sumarte a su equipo. ¿O no?

—No me importa.

—Me gusta ese ímpetu. Pero es irracional. Mirá, hagamos una cosa. Justo quedó vacante un lugar. Pensá un poco, a ver qué te parece. ¿Te gustaría ser investigador titular de Harvard? Un puesto firme, muy bien pago, prestigioso y de por vida.

Mi rostro me traicionó: no pude esconder la sorpresa y el interés que me generaba aquel ofrecimiento de Foreman. Lo vi sonreír.

—¿Querés comprar mi silencio?

—Claro. Pero también quiero apoyar tu carrera.

—Yo… 

Foreman me obligó a callar con un gesto.

—No me contestes ahora —dijo, y tomando el tubo del teléfono, mirándome a los ojos con una sonrisa, agregó—: Hago un llamado y te convertís en investigador de Harvard para toda tu vida. Pensalo.

De pronto me había quedado sin palabras.

—Pero… ¿y qué te pasó en la cara? —dijo, haciéndose el desentendido.

—Nada.

Me incorporé con esfuerzo. Me sentía mareado, me faltaba el aire. Antes de salir, me volví para mirarlo.

—De por vida —repitió Foreman, sonriendo.

Cardales, Argentina. Abril de 1982

El odio al otro es la herramienta de los ignorantes para solapar sus miserias. Es imposible no recordar el fervor del público que oía y veía hablar y gesticular al Monstruo en los actos del Nacionalsocialismo viendo las imágenes que hoy muestra la televisión. Miles de personas en Plaza de Mayo ovacionando a los Verdugos que están matando clandestinamente a los argentinos. Pero el odio hacia Inglaterra es más grande. Hoy, las tropas argentinas han tomado Puerto Stanley y lo han rebautizado con el nombre de Puerto Argentino. Medio mundo separa las islas de la corona británica. Sin embargo, ¿quién puede creer que este país subdesarrollado tiene posibilidades de vencer a una potencia que domina los mares desde hace siglos? Idiotas. Sólo harán que mueran más jóvenes. Peronistas, radicales, guerrilleros, fascistas, liberales, todos unidos en un grito siniestro, apoyando la guerra, aclamando a la Junta Militar.

Después de mucho tiempo, he recibido carta de Boulard. En ella dice que la Guerra de Malvinas está condenada al fracaso. La enorme flota inglesa viene en camino. Mientras tanto, los argentinos realizan donaciones para sostener esta guerra infame. Hoy, mi nuera ha traído a Joaquín y Esteban de visita. Ambos llevaban escarapelas argentinas prendidas del pecho. Me dijeron que en la escuela todos llevan eso. “Tenemos que ganarle a los ingleses”, abuelo, dijo Esteban con un gesto duro. Por un momento me vi reflejado en sus ojos. Pero no pude evitar lanzar un grito. Idiotas, idiotas. ¿Cómo es posible que el ser humano deje de lado su razón y su inteligencia cuando se apela al enfrentamiento, al racismo, al estúpido nacionalismo que es sólo una de las caras del fascismo? No pude contenerme: “Los militares que conducen la guerra, hoy están matando argentinos como vos, como tu hermano, como tus padres”, le dije, ante la cara de espanto de mi nuera. Después, los llevé a dar un paseo en poni los tres solos, y me dediqué a explicarles que las banderas y las fronteras no son un motivo suficiente para enfrentar a los hombres. También les dije que no hablen de estas cosas con nadie. El mal tiene oídos por todas partes.

Poco a poco, el fervor va desapareciendo de las calles. Allá lejos, en el sur, las tropas argentinas caen como castillos de naipes en manos de los ingleses. La mentira se acabará pronto, pero el saldo será tremendo. Hoy he recibido un llamado anónimo. “Te están buscando”, dijo mi informante. “Van a limpiar todos sus rastros antes de la derrota. Karl y Lara están muertos. Vos vas a ser el siguiente”, y cortó. Cuando el Monstruo comenzó a aceptar el avance ruso y el germen de su derrota, lo primero que ordenó fue asesinar a todos los testigos. Mientras el ejército se replegaba hacia el oeste, los sicarios nazis aceleraron el exterminio para que ningún judío quedara con vida en Polonia, Ucrania, Lituania, todo el Este. Hoy los militares argentinos están haciendo lo mismo. Que vengan, yo no les presentaré batalla. Lo único que quiero es ver a mi nieto preferido por última vez.

La derrota es inminente. Como ocurrió en Alemania, pronto comenzarán a lanzarse culpas unos a otros. Las sociedades siempre prefieren ocultar sus decisiones detrás de una máscara de ignorancia, justificar todo lo malo en el látigo del Amo, sin aceptar sus propias culpas. ¿Se acordarán, argentinos, que llenaron la plaza para celebrar el comienzo de la guerra?

La guerra terminó, Argentina se rindió ante Inglaterra. Hoy mismo he recibido otra llamada anónima. Volvieron a insistir con lo de siempre: me persigue un grupo de tareas llamado el Sector B. Hoy mismo le he escrito a Boulard revelando este dato y pidiendo información al respecto. Sólo debo sobrevivir hasta el final de esta locura. Es evidente que la derrota en Malvinas será la condena que no esperaban los militares. Pronto los verdugos caerán, como siempre han caído. Pero, ¿qué encontraremos debajo de sus cadáveres?

Los nombres han cambiado, pero siguen gobernando los militares. Poco a poco, la situación social va girando con la fuerza de la Historia. Es inevitable. Tras años de oscuridad, Argentina ve un rayo de sol que comienza a filtrarse entre los argentinos. Como ocurrió con el Monstruo, sólo ahora que la Junta Militar está condenada por sus propios horrores, los países que gobiernan el mundo alzan sus voces falsas acusando a la Argentina. ¿Acaso no vi con mis propios ojos cómo los americanos entrenaban a estos militares en la selva del Caribe? Cínicos. Cuando esto acabe, vendrán con sus discursos democráticos, liberales, recitados por los mismos que durante estos años han celebrado el accionar de los militares latinoamericanos que combatían las ideas socialistas que podían surgir en el pueblo. Estoy asqueado. Sólo sonrío al contemplar a mis nietos. Hoy Esteban estuvo a punto de hacerme jaque. Pronto me ganará. Eso espero. No he vuelto a recibir avisos anónimos. Después de todo, ¿qué les importa a los militares argentinos este viejo cansado, cazador de nazis y fascistas?

El fin de la dictadura es inevitable. En las calles cada vez se oyen más gritos de protesta. Poco a poco los argentinos están perdiendo el miedo. Sus voces son oídas por los organismos internacionales, por los demás gobiernos… Con Esteban nos hemos pasado la noche jugando al ajedrez. Me ha ganado. Al fin, me ha ganado. Estoy feliz. Hoy mismo, regresaré con él a Buenos Aires. Tengo muchos planes para el tiempo que me queda. En primer lugar, me confesaré con mi hijo Gregorio. No puedo esconderme más: debe saber quién fui, y que él decida si me perdona o sigue enojado conmigo. En segundo lugar, iré a cobrar la jubilación alemana que he ido acumulando en estos meses de encierro en Cardales para comprar cinco billetes de avión. Quiero viajar a Alemania con mi hijo y su familia. Quiero contarles quién fui, quién soy. Las mentiras y los secretos sólo me han encapsulado en la figura de un padre ausente y un esposo mujeriego. Sólo entonces, cuando los reúna y les cuente mi verdad, podré morir con la seguridad de haber cumplido mi destino. En pocos minutos, nos subiremos al auto con Esteban y regresaremos a Buenos Aires. Pasaremos por mi departamento a buscar mis papeles y luego iremos al banco y, sin perder tiempo, a una agencia de viajes. Esa será la última sorpresa del abuelo Alex. Es por eso que hoy mismo este diario pierde todo su sentido. Amigo Boulard, sabrás guardarlo como el mapa de una tierra perdida. Nuestra juventud, nuestra esperanza ha quedado olvidada en el pasado. Kristen, Jean Paul, Karl, Lara, nuestros muertos, nuestros héroes. Descansen en paz. Aquí mi despedida, viejo maqui. Una vez más, todo ha terminado. Me espera mi nieto.

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