Random

Random


DESORIENTADO

Página 13 de 61

 DESORIENTADO

Al bajar del avión en Budapest, me dediqué a mirar a la gente que sostenía carteles con nombres escritos en diferentes idiomas y caracteres. Sus ropas pasadas de moda eran una perfecta descripción de lo que era ser un europeo del este, un marginado del progreso y del éxito de la Europa Occidental que había salido indemne del comunismo.

Según lo que me había dicho Boulard, el nieto del hipnotizador estaría esperándome para llevarme a un hotel. Pero ninguno de los carteles llevaba inscripto mi nombre. Me senté en un rincón a esperar, mientras una patrulla de policía pedía documentos a cualquier persona que no fuera de tez blanca tal como más de medio siglo atrás habrían hecho con mi abuelo y todos los judíos que buscaban escapar de la barbarie nazi.

Poco a poco, fui aceptando la idea de que el nieto de Joseph Pataki no vendría a buscarme. ¿Qué podía hacer? Llevaba escrita la dirección del lugar donde debía verme con el hipnotizador, así que tenía un par de horas para recorrer la ciudad antes de las ocho de la noche, la hora pactada para el encuentro. Con lo puesto, y una mochila con la notebook que había llevado con la vana ilusión de avanzar con la tesis, me lancé a las calles de Budapest.

El turismo siempre es gratificante, quizá porque nos permite aislarnos de la condición de vivir en un solo sitio y poder contemplar todo con una distancia protectora. De a ratos, me detenía a observar las hermosas construcciones de principio de siglo, refinados diseños arquitectónicos del Imperio Austro-Húngaro que nadie se había preocupado en mantener y que ahora se elevaban hacia el cielo como lo que eran: monumentos de un pasado esplendoroso que ya nunca iba a volver. Anochecía, ya estaba cerca del horario del encuentro con Pataki y no tenía ni la menor idea de dónde me encontraba ni adónde tenía que ir. Tampoco tenía dinero como para gastarlo en un taxi. O, mejor dicho, tenía dinero para un taxi, pero era el mismo dinero que tenía para el hotel y la comida.

Al fin, cansado de preguntar con gestos y obtener respuestas incompresibles, paré un taxi y le enseñé al conductor la dirección que tenía escrita en mi agenda. El viaje duró unos quince minutos, hasta que alcanzamos una casa devenida en bar y discoteca: era imposible que un ex comunista hipnotizador hiciera sus cosas allí dentro. Intenté decírselo al taxista, pero el tipo señaló mi agenda, la puerta de la discoteca y luego me obligó a bajar. Antes de arrancar, me miró a los ojos y dijo la primera palabra que logré entender desde mi arribo a Hungría: jewish.

Crucé la calle con la sensación de que el taxista daría marcha atrás para atropellarme, pero aceleró y se marchó. Entré al bar. Luces de neón, música electrónica, extranjeros bebiendo, mujeres jóvenes ligeras de ropa y un barman que me miraba con gesto inquisidor. Otro antisemita, pensé. Sin embargo, al acercarme a la barra me sonrió y me extendió la mano.

—Esteban.

—Sí —dije, estrechando su mano.

—Leon, el nieto de Joseph —dijo, señalándose el pecho.

Mientras limpiaba unos vasos, con un francés básico me explicó que no había podido ir a buscarme al aeropuerto porque había estado ocupado con algo que no entendí. Le pregunté por su abuelo, él consultó su reloj y luego me hizo una seña para que esperara. Aburrido, me dediqué a mirar a un grupo de turistas que bebían vodka rodeados por mujeres jóvenes. Supuse que eran rusos. Entonces, el nieto de Joseph acercó su rostro al mío y dijo que podría conseguirme a alguna de esas chicas si quería divertirme por poco dinero. Sacudí la cabeza, fingiendo timidez para esconder el asco que me provocaba aquella visión de hombres con dinero comprando la belleza joven y pobre que ellos mismos habían explotado durante los años de la ocupación soviética. Comunistas, burócratas, hampones enriquecidos a base de sobornos, mercado negro y tráfico de drogas y armas nucleares.

Todo lo que estaba haciendo era una tremenda estupidez. ¿Para eso me había convertido en científico? ¿Para creerle a un ex comunista con pretensiones de médium?

Al fin, Leon le pidió a otro joven que lo cubriera en la barra y me indicó que lo siguiera. Entró por una puerta negra que hasta entonces no había visto, y fui detrás de él. Atravesamos en silencio un largo pasillo. Subimos y bajamos estrechas escaleras improvisadas para conectar los distintos niveles de aquella construcción que parecía estar al borde del derrumbe. Cuando alcanzamos una puerta de metal pintada de rojo, Leon me preguntó con tono misterioso:

—¿Estás preparado?

Alcé las cejas y asentí, completamente confundido, pensando que aquella puerta era la entrada a una dimensión desconocida, falaz.

Sin embargo, el lugar se parecía más a una mazmorra que a un departamento o a un oráculo. El olor a humedad, encierro y vejez lo impregnaba todo. El mobiliario estaba compuesto apenas por un diván con el tapizado deshilachado, una mesa con una botella y dos vasos pequeños, una televisión de los años ochenta que pasaba una película de Stallone y un sillón de madera oscura y tela brocada que parecía tan desubicado como yo.

Desde algún lugar del departamento nos llegó el sonido de un estornudo descomunal. Luego, oímos unos pasos y apareció frente a nosotros un anciano corpulento, con una barriga enorme y una cara marcada por la viruela. Joseph llevaba una boina blanca sobre su enorme cabeza calva. Al verme, abrió los brazos y caminó hasta mí para abrazarme y estrujarme con una fuerza que me sorprendió. Olía a alcohol, y su sonrisa lejana confirmaba su perfume.

—Hola, Esteban, es un orgullo conocer a un nieto de Alex Rach —dijo en castellano.

—Hola… qué suerte que hable castellano… —dije, sorprendido.

—Estuve en Cuba, allí aprendí a hablar y a bailar merengue.

Intentó dar unos pasos de baile, pero su cuerpo se opuso a cualquier tipo de movimiento sincronizado. Entonces me pidió que me sentara en el diván, mientras cruzaba unas palabras en húngaro con su nieto.

Cuando Leon se fue, Joseph se abrió el saco y de allí retiró un pequeño frasco de vidrio. Lo destapó y volcó su contenido en un vaso, que señaló para que lo bebiera.

—¿Qué es? —quise saber.

—Una antena para captar el pasado y los fantasmas —dijo. Y al ver mi cara de desconfianza, agregó—: Has venido para eso, ¿no?

Lo bebí de un sorbo, y sentí fuego en la garganta.

—¿Qué es?

—Vodka y un poco de ácido lisérgico… Lo mejor de Rusia y de Estados Unidos —dijo mientras me ayudaba a recostarme en el diván. Después gritó—: Caridad —y no supe si me lo estaba pidiendo a mí, a Dios o a Lenin.

De uno de los cuartos apareció una mulata de unos sesenta años, toda curvas, vestida con una falda y una blusa estampada y estrecha, y con un bloc de hojas y un lápiz en la mano.

—Caridad estudió ingeniería, por eso sabe dibujar bien —dijo Joseph.

—Argentino como el Che… —dijo Caridad, encendiendo la luz central, que era de un color azulado.

Asentí y sonreí estúpidamente, con una felicidad repentina, como uno de los ratones drogados del laboratorio. Cerré los ojos y me concentré con la voz profunda y ahora calma de Joseph, que me guiaba hacia el pozo profundo y oscuro de mi cerebro donde había enterrado mi pasado.

Sentí que el cuerpo me pesaba toneladas. Con las piernas ligeramente abiertas y los brazos distendidos al costado del cuerpo, y esa sensación de ligereza vertiginosa que me provocaba el brebaje, recordé la ceremonia de transformación guaja que viví cuando era niño. Con la diferencia de que quienes me guiaban a esa irrealidad espiritual tan extraña y ajena para un científico ya no eran unos aborígenes chaqueños, sino una pareja de comunistas... Creo que me dormí, no podría saberlo. Joseph me preguntaba detalles de la última partida de ajedrez que jugué con mi abuelo, del sonido de la puerta… y yo seguía sus caminos rojos y azules con un respirar lento y apacible. Si bien hacía años que las dos caras de los asesinos de mi abuelo me seguían a todos lados, encarnándose en mis pesadillas desde que era un niño, provocándome migrañas, dándome un terror insuperable, no tenía la seguridad de poder describirlas en detalle. Pero, guiado por la voz de Joseph intenté concentrarme en sus rostros… sin embargo, ligeras transformaciones se producían en sus rasgos cada vez que aparecían en mi mente, estirando sus mandíbulas, ensortijando sus cabellos, alisándolos, cantando canciones de cuna, suspirando, escupiendo, vomitando sangre en medio de luces y oscuridades, un contraste en continuo movimiento, como si esos rostros vinieran hacia mí ondulando sobre la superficie de un mar azul, estrujando mis párpados, sellando mis labios, bañando de sangre el suelo, la cabeza de mi abuelo, con el sonido de los martillazos, un tambor constante que me obligaba a encogerme en el diván, retorciéndome, obligándome a volver a la posición que una y otra vez había visto en los fetos deformes conservados en formol en frascos de cristal… no puedo asegurar cuánto duró aquel viaje a mi inconsciente, pero siempre recordaré el terror de verme otra vez en aquella escena, en aquel asesinato, sin poder detenerlos, sin poder salvar a mi abuelo, sin poder hacer algo para que ellos se marcharan y nos permitieran continuar con nuestra vida, sin miedo, sin terror, sin esa angustia que me acompañaba desde entonces…

Gritaba. Estaba gritando con un miedo que me impedía respirar… Sentí que alguien me tocaba el hombro y quise protegerme, pero mi cuerpo no me respondía.

—Tranquilo, ya se fueron —dijo la voz suave de Caridad…

—Abrí los ojos, Esteban, estás con nosotros, ya pasó —dijo Joseph.

Y al abrir los ojos descubrí a dos sujetos que me miraban desde el lápiz rabioso de Caridad, sacudido en rastros violentos, un tatuaje felino en una frente, acariciado en pieles suaves, resaltado en ojos rapaces, acompañado en detalles labiales. Grité, inevitablemente, tan asustado como el día en que mataron a mi abuelo. Allí estaba otra vez frente a esos dos hombres, exactos pero inmóviles. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo no me respondía. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado acostado en el diván. Pedí agua, y el propio Joseph me dio de beber. Quise decir algo, pero volví a caer en otro pozo profundo, negro, eterno, y me quedé dormido.

Me desperté oyendo el ruido de mi propio estómago y soñando con comida. Noté que tenía la ropa adherida al cuerpo, bañado de sudor. Estaba agotado física y mentalmente, y hambriento. Abrí los ojos.

Sobre la mesa había un plato de comida humeante. Por unos segundos no supe dónde me encontraba, hasta que vi a Caridad y Joseph que me miraban, preocupados.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las siete de la noche.

—No puede ser —dije, incorporándome.

—Has dormido doce horas. ¿Cuánto hace que no descansabas? —preguntó Joseph, ofreciéndome una petaca cubierta de piel que rechacé con un gesto.

—Come… —dijo Caridad, y me lancé sobre el plato de cordero con arroz.

Mientras tragaba la comida, ella me confesó que nunca se había sentido tan shockeada por una sesión de hipnosis. Al parecer, les había contado con exactitud la muerte de mi abuelo en aquel lejano 30 de junio de 1982.

Volvió a mostrarme los identikits.

—¿Son ellos?

—Sí —dije, y me detuve a observar unas anotaciones en el borde inferior derecho de cada hoja, con las posibles estaturas y describiendo la tez blanca, muy blanca.

Durante el hipnotismo no había podido detallar el color de ojos de uno de los asesinos, el tatuado. El otro, aquel que me había sujetado y llevado detrás del sillón tenía los ojos color del cielo. Los identikits eran realmente una maravillosa pieza de arte macabro. Mientras yo componía la música y Joseph dirigía mis movimientos, Caridad había ejecutado su instrumento realizando un trabajo extraordinario aprendido en alguna universidad cubana.

La comida me devolvió la energía, una energía como hacía tiempo no sentía. De pronto, tenía todo claro: debía hacer un par de llamados con urgencia.

—Me tengo que ir —dije.

—Pero… puedes quedarte a dormir… —dijo Caridad.

—No hace falta, mi tren sale a primera hora. Voy a aprovechar para hacer unos llamados desde la estación.

Joseph sonrió. Asintiendo, dijo:

—Antoine creía que no vendrías, que eras un cobarde. Me alegro de que el francés se haya equivocado. Desde que hablé con él, estuve indagando un poco entre viejos camaradas, y me hablaron de los McArthur, un clan originario de Glasgow que comulgaban con el nazismo...

—¿Comulgaban? —rió Caridad—. ¿Desde cuándo usas palabras religiosas?

—Desde que te conozco, Virgen Mía, mulata de mi vida…

Joseph y Caridad se besaron largamente, como dos adolescentes. Sentí un agradecimiento enorme hacia ellos, y envidié eso que sentían y que Céline y yo habíamos perdido pero que seguíamos fingiendo sentir.

Me incorporé y guardé los identikits con mucho cuidado dentro de mi mochila, junto a la notebook y esa tesis que, al menos por ese día y los siguientes, ya no iba a retomar. Salí del departamento y desandé el camino hacia el bar discoteca. La clientela se había renovado, pero las mujeres seguían allí, con rostros cansados y sonrisas obligadas por la necesidad.

En la estación de trenes de Nyugati, busqué un teléfono público. Marqué una serie larga de números para poder comunicarme con una oficina de Londres.

—¿Esteban? ¿Sos vos? —preguntó Fernando, tan sorprendido de mi llamado como yo. Hacía meses que no hablábamos.

—Ayudame.

—¿Estás bien? ¿Te pasa algo?

Sólo cuando Fernando hizo esa pregunta me di cuenta de que todavía seguía drogado por la mezcla que me había dado el hipnotizador. Me pasé una mano por la frente. Dije:

—Necesito plata y verte lo más rápido posible.

—¿Pero qué pasó?

—Mi abuelo era un cazador de nazis.

—¿Qué te pasa? ¿Tomaste algo?

—Quiero encontrar a los asesinos, y vos tenés que ayudarme.

Ir a la siguiente página

Report Page