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FURIOSO

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 FURIOSO

De la estación de tren me fui directamente al campus de la universidad. Eran las 5 am, y en el silencio del laboratorio sólo se oía el rechinar de las garras de los ratones intentando escapar de los cubículos de cristal. Tardé una hora y media en editar la tesis con el Word y otros veinte minutos en imprimirla. Llevé el manojo de papeles y los dejé sobre el escritorio de Marc, para que lo viera apenas llegara.

Consulté el mail, pero Foreman no me había contestado. Después, me dediqué a navegar por la web buscando algo que no sabía qué era. Me sorprendí leyendo distintas crónicas de sobrevivientes del Holocausto e hijos de desaparecidos de la dictadura argentina. ¿Qué tenía que ver yo con todo eso? Hasta entonces, mi participación en la colectividad y en la política había sido nula. Era un científico, una rata de biblioteca, de universidad, de laboratorio. Sin embargo, la visita de Boulard no sólo había modificado todo sino que también me había mostrado impensadas dimensiones de mi abuelo. Él también había tenido una doble vida como ahora, quizá, la tendría yo. Cazador de neonazis y científico… Aunque no estaba claro que pudiera seguir con mi carrera. De todas formas, aunque me resistiera a aceptarlo, el CNRS todavía no se había pronunciado a favor de ninguno de los ocho becarios.

Unos golpes en el vidrio me devolvieron al mundo real. Era Marc.

—¿Viste que te dejé la tesis? —dije, después de cruzar la puerta de seguridad y darle un abrazo.

—Sí. La estuve hojeando. Está muy bien, Esteban. No sé dónde estuviste en las últimas semanas pero hizo que terminaras la tesis y eso me alcanza. Andá pidiendo fecha para defenderla en julio en Argentina. Yo voy a pedir mesa para que la defiendas los primeros días de septiembre acá.

—Me alegro —dije, sin mucho convencimiento.

—Mirá que en un rato vienen los del CNRS —dijo, mientras se alejaba consultando su reloj.

Céline. La llamé desde la cafetería, mientras esperaba que me sirvieran el desayuno. Después de justificar mi ausencia injustificada y soportar su enojo, que fue disipándose a medida que yo aceptaba culpas sin oponer resistencia, me dijo que me había extrañado y que estaba preocupada por mí.

—Esto de los nazis es un poco surrealista, Esteban. Perdiste un montón de días viajando… No te enojes, pero realmente no sé si te interesa más seguir tu carrera, atrapar asesinos o alejarte de mí.

Traté de mostrarme despreocupado y divertido diciendo que teníamos que aprovechar el tiempo que nos quedaba, y la invité a cenar a mi casa. Necesitaba estar con ella, su cuerpo sobre el mío, producir endorfinas y sentir un poco de placer después de tantas preocupaciones y revelaciones que me habían dejado tal y como ella pensaba: desesperado y confundido.

Cuando volví, el laboratorio ya estaba en movimiento. Juliette y Henry me saludaron con la misma efusividad lastimosa que se le dedica a un condenado a muerte. No podía culparlos: los verdugos acababan de llegar. Me esperaban en el despacho de Marc.

Dos tipos vestidos con trajes oscuros, como esos hombres de negro que aparecen en los X-Files. Claro que ellos no querían borrarme la memoria ni abducirme. Al contrario, querían expulsarme y que nunca olvidara sus razones:

—Estuvimos analizando su caso, Rach. Realmente ha hecho un buen trabajo en Francia —dijo uno de ellos.

—Esteban hizo grandes progresos en el laboratorio. Su trabajo con el VIH… —comenzó a decir Marc.

El otro, que hasta entonces había estado concentrado en los papeles de mi tesis, levantó la vista y lo cortó en seco.

—Ya sabemos todo. Fue un acierto otorgarle la beca.

No hay nada más humillante que te endulcen antes de darte una mala noticia.

—Sin embargo, ha quedado en cuarto lugar en una escala de ocho. No quiero decir que esto sea una competencia, que no se entienda mal. La ciencia avanza gracias a los aciertos y los errores del investigador más eficiente pero también del más incompetente. Pero las bases de la beca era claras, y sólo podemos permitirle quedarse a uno solo de los becarios. Y lamentablemente…

En ese preciso instante los dejé de escuchar. Podrían haberme dicho que era un estúpido o un genio incomprendido, pero lo cierto es que traté de concentrarme en una mosca que golpeaba el vidrio de la ventana buscando una salida al exterior. La mía, me la habían dado esos dos tipos. ¿Cómo había podido ser tan necio como para esperar otro resultado que no fuera ese? En un punto me alegraba que toda esa incertidumbre hubiera terminado. Ahora empezarían otras, sin dudas, pero al menos tendría que concentrarme en mi futuro. Lejos. Sin amigos. Con un idioma distinto.

En un momento, se pusieron de pie, me estrecharon la mano y los despedí con una sonrisa. Cuando nos quedamos solos, Marc se echó atrás, contra el respaldo de su sillón.

—Voy a darte todas las cartas de recomendación que necesites. Sos buena gente y buen investigador, pero este mundo es estrecho.

—Le escribí a Eric Foreman, de Harvard —dije. 

La sonrisa de Marc terminó de deprimirme:

—Es muy difícil eso, Esteban… Pero envidio tu ambición. A tu edad yo también soñaba con llegar lejos en la ciencia, y terminé conformándome con esto —dijo, señalando su cómodo despacho y los retazos de una vida mediocre, sí, pero tan confortable como para satisfacer a cualquiera.

Al mediodía, me cambié de ropa y salí a correr. Llegué a la playa cansado, pero con la sensación de que debía seguir corriendo, escapando de una melancolía de la que ya era imposible escapar. Había dejado tantas cosas en Buenos Aires para ir a Francia, para aprender el idioma, para no extrañar… Los primeros años habían sido tan difíciles que incluso llegué a pensar en renunciar a la beca. Mi padre se había muerto a la distancia, sin que pudiera despedirme de él. Pero me había esforzado, me había concentrado en mi trabajo y poco a poco me había adaptado a la ciudad hasta sentirla mía, había conocido gente, me había ganado amigos, colegas que me respetaban, la había conocido a Céline… Y ahora tenía que irme sin quejarme. Mirando el mar, pensé que no era la primera vez que eso pasaba en mi familia. Mi bisabuelo, el padre de Alex, Gregori Rach, había sido un bioquímico nacido en Lituania que se había ido “expulsado” de su país en 1915 hacia Alemania. Entró sin papeles, dinero, ni pertenencias, sin conocer el idioma. Treinta años después desapareció en los campos de exterminio de Buchenwald al tiempo que su hijo debía escapar sin dinero, pertenencias, sin conocer el idioma, a un extraño lugar llamado Argentina. La historia siempre se repite: a veces vemos espirales, a veces círculos, pero no podemos negar qué somos y de dónde venimos, por más rechazo que uno pueda tenerle a sus raíces. Aunque las circunstancias claramente eran muy distintas, yo también tenía que enfrentar un nuevo exilio. Durante cinco años me había impuesto hablar otro idioma y estar inmerso en otra cultura. Incluso había logrado fundirme entre la gente, captar sus códigos y usarlos. Sin embargo, sabía que detrás de todo eso había una actuación, una necesidad, una búsqueda para mermar el dolor de “no estar”. Nadie me había echado de Argentina, lo sabía, pero había tenido que irme para poder progresar en mi campo. Y ahora que volvían a expulsarme, debía empezar de cero en otro lugar.

En el transcurso del día, la decepción y la tristeza de ver confirmados mis temores por aquellos hombres de negro se habían ido transfigurando en odio, y hacia el atardecer sentía una furia que no había logrado aplacar ni con otras tres horas de running. Al fin, estaba a punto de suspender la cena con Céline cuando, al abrir el correo, me encontré con el mail que esperaba: Foreman me había escrito para decirme que estaba interesado en contar con mi trabajo en la Meca, que ya se había puesto en contacto con Marc y que empezaría a mover los hilos de la burocracia para conseguirme un lugar en Harvard. Solté un grito fuerte que retumbó en la sala donde sólo había unos pocos muebles. Harvard. Harvard. Pensé en mi padre, en lo orgulloso que estaría de mí.

Miré mi casa ínfima, y volví a gritar.

Ya no necesitaba nada más de los franceses. Y quería festejarlo.

Cuando Céline llegó, sonrió al ver la mesa llena de potes de humus, mejillones a la provenzal, arenques con yogurt, tomates secos en aceite de oliva, distintos quesos, panes variados, dos velas encendidas y una botella de su vino preferido dentro de un balde de hielo improvisado con una olla de aluminio.

En los días en que yo había estado fuera, su piel se había bronceado aún más, y ahora resaltaba bajo el vestido corto de gasa blanca, como un fantasma sexy con el cabello mojado flotando en una nube de Chanel 5. Después del mail de Foreman, yo me sentía un personaje de Stan Lee. No sabía cuáles eran mis poderes, pero me sentía superior a cualquier otro ser humano.

En silencio, serví vino en las copas. Ella intentó hablar, pero le hice señas para que callara. Hasta entonces, su voz siempre había sido una especie de conciencia externa que juzgaba mis actos. Nuestra relación estaba basada en la desigualdad originada por su pertenencia a la ciudad y mi condición de sapo de otro pozo. A veces, cuando no entendía los mecanismos que la llevaban a producir determinados razonamientos, se burlaba porque los latinos éramos demasiado primitivos con nuestros sentimientos. “Sos como un niño”, decía. Quizá por eso tomó como un juego aceptar mi pedido, y bebió en silencio. Cuando las copas estuvieron vacías, le quité la suya y la dejé sobre la mesa.

Estaba a punto de sentarse, pero se lo impedí. Me acerqué y antes que dijera nada, me puse detrás suyo. Le besé la nuca, sepultando mi nariz entre sus cabellos, dejando que su perfume me envolviera. Apoyé mis manos en sus muslos tersos, y la atraje hacia mí hasta sentir su cuerpo contra el mío, y nada más.

—Yo también te extrañé… Vamos a la cama… —dijo, pero no le contesté.

Le tomé las manos y la guié para que las apoyara sobre la puerta cerrada, sin hablar. Sabía que la confundía que yo alterara la ceremonia que siempre debía respetar para tener sexo. Pero ya estaba harto de que los franceses me dijeran qué era lo que tenía que hacer.

Comencé a besarle la espalda, los hombros, el cuello, mientras con mis manos le levantaba el vestido y le quitaba la ropa interior sin preocuparme por ser delicado.

—Acá no… tengo que ir al baño y…

Volví a besarle la espalda sin hablar, lamiendo cada centímetro de ese cuerpo bronceado que lentamente comenzaba a excitarse, a liberar sudor. Por unos segundos, se arqueó con rebeldía, pero después comenzó a frotarse contra mí. Le apoyé una mano en la cintura y le incliné el torso hacia adelante. Me bajé los pantalones y con mi mano derecha, le acaricié los labios. Me mordió el dedo levemente, y separó las piernas. Deslicé una mano por sus pechos, por sus pezones duros como clavos, por su vientre, tibio y húmedo. Céline volvió a frotarse, revolviéndose.

La penetré con violencia, como nunca antes lo había hecho. Ella se estremecía con cada embestida, moviendo las caderas con un frenesí tan novedoso como mi actitud, buscando su propio placer y el mío. Al escucharla decirme cosas en castellano, supe que por primera vez éramos dos personas iguales, con el mismo poder. Nos detuvimos en un mismo espasmo. Aquella mujer siempre había logrado conducirme adónde ella quería y yo la había dejado hacer. Pero las cosas habían cambiado. Mi cerebro estaba exultante, me sentía poderoso. Sin embargo, me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Salí de su cuerpo y ella se giró para abrazarme.

—¿Qué te pasa?

—Me expulsó el CNRS —dije.

Me acarició el pómulo con un pulgar, lenta, delicadamente.

—¿Y entonces?

—Me voy a Harvard —dije, llorando.

Ella bajó la mirada, y también comenzó a llorar.

Sólo entonces me di cuenta de que por más prestigioso que fuera, el puesto en Harvard era apenas un parche para tapar la frustración que me daba tener que abandonar esa vida idílica que tanto había disfrutado hasta entonces en Francia, con Céline. Ahora lo sabía. No quería irme. No quería dejarla. No quería tener que adaptarme a algo distinto todo el tiempo. Lo único que quería era llorar.

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