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Bahía de Samborombón, Argentina. Septiembre de 1946

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Bahía de Samborombón, Argentina. Septiembre de 1946

Desde el final de la guerra, en Europa, EE.UU. y Sudamérica han surgido distintas informaciones que sugieren que varios jerarcas nazis han desembarcado en América huyendo de los Procesos que desde hace casi un año se están desarrollando en Nürnberg. Nuestro contacto en Francia, Antoine Boulard, ha mantenido un estrecho contacto con EE.UU. y Palestina en el último año. Nuestra indignación por el apoyo que el gobierno argentino brindó a los nazis hoy nos resulta infantil, estúpida. Los americanos han llevado a cabo en secreto la Operación Paperclip: en ella, han reclutado a los mejores científicos nazis, los mismos que realizaron experimentos en niños judíos, que han probado fármacos en mujeres embarazadas en los campos de concentración y han diseñado las armas que han dejado Europa en ruinas. Boulard dice que el capitalismo no registra nacionalidades, sólo beneficios. Y hoy, los americanos se benefician con el ladrido de los perros de Hitler.

Por eso, desde los cuatro puntos cardinales, todos aquellos que participamos en la Resistencia y en la inteligencia antifascista hemos decidido dar caza a esa marea de asesinos que hoy bañan las costas de todo el continente americano. En todo el mundo se han formado células que buscan denunciar los pactos de silencio y de acogida para los nazis. Karl, Lara y yo formamos la célula Argentina. Estamos desarrollando nuestra primera misión. Karl ha permanecido en Buenos Aires para que nadie note su ausencia, aunque intuyo que ha querido estar lejos de Lara por un tiempo. En los últimos días han discutido mucho porque no logran tener un hijo.

Mientras Lara observa las costas vacías con los prismáticos, noto que su cuerpo se ha ido afilando, se ha cambiado el peinado, se ha convertido en una auténtica belleza alemana con la gracia latina de las argentinas. La tarde cae, fría, sobre la bahía desierta. A Kristen le hubiera gustado esta tranquilidad, este cielo púrpura hundiéndose en el horizonte.

Agazapados entre dos arbustos, observamos cuidadosamente los movimientos de la playa. Camuflada entre ramas y arbustos, una moto con sidecar nos espera a diez minutos a pie. Si nos capturan, el plan es fingir que somos una pareja en busca de romanticismo. De todos modos, la situación sería delicada.

Un búho canta a pocos metros del lugar. Parece llamar a alguien, pero no obtiene respuesta. El cielo cubierto esconde la luna llena. La primavera endulza los olores y el viento del Atlántico refresca con una brisa suave. La Bahía es el centro exacto de la provincia de Buenos Aires. El mar es río y las aguas dulces que descienden de la Mesopotamia se adoban con las sales minerales del fondo marino. Es una playa sin arena y sin rocas. Sólo una verde alfombra natural acaricia la espuma. Sobre una pequeña entrada del océano han improvisado un puerto con maderos y boyas. Las luces encendidas de dos jeeps iluminan el mar. Podemos distinguir cuatro siluetas con armas largas. Alguien permanece en uno de los jeeps. Boulard no se equivocaba: el movimiento en la playa parece confirmar la comunicación que los franceses han interceptado entre un submarino nazi y el Ministerio de Asuntos Extranjeros argentino. A pesar del movimiento en la arena, las aguas están desiertas. Lara empuña un fusil, parece nerviosa. No entiendo cómo Karl decidió quedarse en Buenos Aires. Nerviosos, hombro con hombro, tenemos la vista y la mente fijos en la costa. Sólo debemos esperar.

Mientras dormía, la vi revolverse sobre su cuerpo, como si sufriera pesadillas. Al despertarse, le pregunté qué había pasado, pero no me respondió. Se incorporó y me dijo que siguiera controlando la costa mientras ella se iba a ver si había movimientos en la ruta. Miro el mar. Ese mismo mar que me permitió escapar de Alemania es el que traerá a mis propios perseguidores.

Lara regresa corriendo. Está agitada. En la ruta hay una decena de vehículos y militares. Soldados fumando sobre los capotes de los coches. El búho insiste con su canto. Lara intenta divisarlo a través de las ramas del arbusto donde nos escondemos. Entonces el búho calla repentinamente. En la costa, los soldados se aprestan a algo, que no puedo entender qué es, pero encienden sus linternas para complementar la luz de los faros de los jeeps. Las olas rompen con su cadencia, el mar se agita. Algo está por suceder, pero no en el mar sino en la ruta, desde donde nos llega el ruido ensordecedor de cuatro camiones militares. Lara me abraza, asustada. Con sus ruedas seis por seis los camiones pasan entre los arbustos trazando cuatro sendas de huellas calientes. Uno de ellos se dirige directamente hacia donde estamos. Si nos echáramos a correr llamaríamos la atención de todos. Ya no hay tiempo para pensar. Nos abrazamos y nos arrojamos uno sobre el otro, besándonos. Poco a poco el ruido se acalla, los pastos dejan de agitarse, pero por alguna razón, nosotros continuamos besándonos, ya no como coartada. Es un beso húmedo, lleno de pasión. Al fin, pienso en Karl y me separo de Lara. En la costa ahora repleta de camiones, autos y jeeps, junto al muelle improvisado vemos un submarino negro que emerge.

Lara señala la escotilla que se abre. Desde el interior del submarino surgen dos hombres con uniformes de oficiales nazis, que atraviesan el muelle y caminan directamente a uno de los jeeps, que rápidamente desaparece entre los árboles. El cielo comienza a clarear mientras una horda de asesinos refugiados comienza a brotar del submarino para ocupar las cajas vacías de los camiones. Cuando sube el último, los camiones se ponen en marcha y se alejan de la costa, donde un carguero comienza a remolcar al submarino hacia el mar mientras unos hombres desarman el puerto improvisado.

Minutos después, la playa está vacía. Lara y yo no hablamos. Pero nuestras miradas hablan de demasiadas cosas que es mejor callar. Caminamos hasta la motocicleta. Me ubico en el sidecar, Lara se sienta al volante y enciende el motor. Volvemos a la ruta en el mismo instante en que, en medio del mar, el submarino explota produciendo una siniestra marea de fuego.

No sabemos el rango, ni la identidad. Pero Boulard estaba en lo cierto.

Los nazis ya están en Argentina.

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