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ALEGRE

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ALEGRE

El año terminaba con la ciudad vestida de blanco, con un frío de muerte barriendo las calles decoradas con adornos de Navidad. Mientras algunos compañeros americanos se marchaban a pasar unos días con sus familias en sus respectivas ciudades, los extranjeros preferíamos continuar trabajando. Necesitaba aprovechar cada minuto para poder dejar todo listo y comenzar de una vez por todas a testear el sistema venoso con los ratones. Al dejar de jugar al espía, me había volcado por completo a mis investigaciones. Si mi vector funcionaba y lograba un resultado parecido al de Martina Cescu, seguramente Foreman terminaría contratándome como investigador pago y dejaría atrás el limbo que atravesaba desde el día en que comencé a cursar la carrera de biología, allá lejos, en Buenos Aires: estudiante, doctorado, post doctorado… Pero para eso debía lograr que mi vector que ya reparaba tanto células musculares como células madre derivadas de ratones enfermos en los platos de Petri, también curara fibras musculares en los ratones enfermos. Dada la construcción que había logrado del vector con dos transgenes, la microdys y la eGFP tenía dos formas de comprobar la presencia de células curadas o nuevas fibras sanas en músculo de animales enfermos. Simplemente buscando bajo microscopia fluorescente la presencia de la proteína eGFP que brilla o buscando la presencia de la microdys tiñendo los músculos con anticuerpos monoclonales antimicrodys.

Luego de realizar los trámites para conseguir las acreditaciones y permisos especiales, Foreman me permitió empezar a trabajar con los animales en el subsuelo. Acompañado por mi asistente, bajé en el ascensor hacia el centro de la Tierra, como en las películas en que los agentes de la CIA tienen escondidos ovnis en cavernas secretas. Pero en el bioterio no había extraterrestres ni platillos voladores. Sí una puerta con tantos protocolos y hombres de seguridad como si se tratara de una cárcel. Foreman ya me había aclarado ese punto: por más normas de seguridad que hubiera, las ONG americanas dedicadas a la defensa de los animales siempre lograban entrar y armar un escándalo.

Antonio y yo entramos al bioterio y cuando se cerró la puerta detrás de nosotros comenzamos a estornudar a dúo.

—Uf, qué olor —se quejó mi asistente.

—Ratones y excrementos. Ya nos vamos a ir acostumbrando —dije.

El objetivo de esta nueva fase de mi trabajo era transferir de forma sistémica las células enfermas previamente modificadas genéticamente en platos de cultivo con mi vector.

Para eso, con Antonio recogimos la caja con ratones mdx5cv enfermos con distrofia que habíamos encargado a The Jackson Laboratory. A diferencia de los humanos enfermos con distrofia, en los ratones no se observaban síntomas de la enfermedad: por eso se movían con rapidez, como si estuvieran sanos. Pero estaban enfermos, y yo dispuesto a curarlos y revolucionar la ciencia.

Tomé el primer ratón y lo coloqué en el cilindro de acrílico para inmovilizarlo y, al mismo tiempo, tener la cola expuesta para poder trabajar. Entonces, con una aguja de 25G le inyecté las células en la vena lateral de la cola con la esperanza de que las células viajaran por el torrente sanguíneo al pulmón y al corazón y luego las arterias las distribuyeran a los tejidos enfermos. Era un momento crucial, y Antonio lo sabía.

—Si esto funciona, tendrás tu propia cátedra en Harvard —dijo.

—Y vos un lugar para realizar tu doctorado.

Retiré el ratón del cilindro y lo deposité en un box de acrílico que Antonio ya había tabulado. Repetimos el proceso cinco veces.

Luego, llegó el turno de los otros cinco ratones que servirían de grupo de control: a esos sólo les inyectamos solución fisiológica, por lo cual, pasado un mes, ese grupo no demostraría ninguna reparación muscular en sus fibras. Finalmente, un tercer grupo control de ratones era el que inyectábamos con las células musculares extraídas de ratones enfermos pero a las cuales no les transferíamos el vector viral. Es decir, carecían de eGFP y de microdys.

Cuando terminamos de realizar aquellos movimientos precisos que exigían tanta concentración, Antonio y yo nos miramos.Ya teníamos los dos grupos control por un lado, y el grupo inyectado con nuestras células curadas con nuestro vector, en la sala de cultivo celular, por el otro.

—Ahora tenemos que esperar —dije.

—¿Cuánto?

—Un mes. Entonces los sacrificamos y hacemos una autopsia y buscamos dónde fueron las células curadas que les inyectamos.

—Irán a los músculos enfermos, jefe.

—Me gusta esa actitud, esperemos que así sea.

—Si funciona, con una sola inyección en la vena adecuada podrías ayudar mucho a los niños enfermos de distrofia —dijo Antonio.

—Ojalá.

El día de Nochebuena, el hospital estaba decorado con árboles navideños, guirnaldas y muérdago en la puerta de cada una de las habitaciones de los distintos pabellones. Pasé la guardia hablando con niños enfermos que lamentaban no poder pasar las fiestas en sus casas, rodeados de sus hermanos, tíos y abuelos. Sus padres, al pie de las camas, se conformaban con verlos vivos, compartiendo algo parecido a la Navidad.

Yo también me sentía como ellos: solo, rodeado por gente que festejaba algo que me resultaba ajeno, no por ser judío, sino porque evidenciaba la falta de mis afectos, mi mamá, mi hermano, mis amigos.

Esa noche, cuando terminamos la guardia, mis amigos colombianos me esperaban en la puerta del hospital. Al verme salir, me tocaron bocina, y subí al auto.

—Ahora verás lo que es una Navidad a la colombiana —dijo Milton Márquez, mientras encendía el motor.

Llegamos a la casa de José Fernando Chávez, que se encargó de presentarme a su mujer, a sus dos hijos y al resto de los invitados. Todos amigos extranjeros, latinos, sonrientes, bebiendo “guarapita”.

—Es ron con jugo de frutas. Estos yanquis no saben lo que es pasar la Navidad en verano. Pero podemos hacer el esfuerzo y pensar que estamos allá. ¿No, pana?

—Lo que digas —respondí, feliz de sentirme como en mi propia casa.

Siguieron las presentaciones, hasta que llegamos a una hermosa morocha de cabellos rizados, de baja estatura y con un cuerpo capaz de derretir la nieve que se acumulaba en las calles. Entonces Chávez dijo:

—Esteban: Natalí es mi primita. Es modelo, y vino a un desfile. Natalí: Esteban no es gran futbolista, pero es un exitoso biólogo molecular argentino que está soltero, solo y disponible. Ideal para…

—José Fernando —lo retó su mujer, desde la mesa, y él fue junto a ella para ayudarla a disponer la comida.

Cuando nos quedamos solos, miré a Natalí y le dije:

—No te creas que estoy tan solo. Tengo más de cien ratones en el laboratorio.

Ella soltó una carcajada. Luego me saludó con un beso en la mejilla diciendo:

—Mucho gusto. Soy la prima de ese engendro que dice ser doctor.

Fue una noche fantástica. La cordialidad de las familias y amigos de Chávez y Márquez y el ron me alegraron tanto que, incluso, cuando la mujer de José Fernando dijo que le gustaba el tango me largué a cantar “El día que me quieras” de pie delante de todos.

Después llegó el momento del brindis y entonces empezó a sonar la música. Mis amigos y sus mujeres comenzaron a bailar con un frenesí que me extasiaba, rodeados por los niños que buscaban los regalos por todos los rincones de la casa.

Cuando me quise dar cuenta, bailaba con Natalí entre mis brazos, tratando de no pisarla, de seguir su meneo acompasado y movimientos sensuales que poco a poco iban dándome ánimos para continuar a pesar de mi torpeza.

Se hizo tarde. Los invitados comenzaron a marcharse.

Al fin, le pregunté al anfitrión si podía llamar un taxi, pero entonces Natalí se acercó y me dijo que tenía un auto de alquiler. Me despedí de todos con un agradecimiento infinito y sincero:

—Fue como pasar Navidad con mi familia —dije, y no mentía.

Ya afuera, en la calle, Natalí me preguntó adónde quería ir.

—Si es con vos, a cualquier parte —dije.

Nos besamos ahí mismo.

Después, al entrar a mi casa, le pedí que me disculpara por tener tan pocos muebles, y todos recogidos de la calle. A ella no le importaba.

—¿Puedo darme una ducha? La calefacción en Boston es insoportable —dijo, entrando al baño.

Minutos después, oí su voz que me llamaba.

Desnuda, bajo el agua caliente, Natalí se reveló como la belleza latina que era. Nos besamos con violencia, y fue imposible no comparar su despreocupación a la hora del sexo con los movimientos pautados y recatados de Céline. Hicimos el amor una, dos, tres veces, y cada vez que la besaba, la penetraba o la veía recorrer mi cuerpo con su boca era como estar con una mujer distinta. Eran miles de Natalí que me excitaban y se dejaban llevar sólo por sus emociones y los reclamos de su cuerpo.

El amanecer nos encontró agotados, conversando sobre su familia, su tío secuestrado por las FARC y los paramilitares, los cafetales y los cárteles, los Pablo Escobar y el ecoturismo. Cuando el primer rayo de sol atravesó la persiana, ella se quedó dormida. Respiraba con serenidad, su tórax apenas se movía y sus pechos pequeños y perfectos eran una delicia irresistible. De pronto, pensé en la mujer del BMW. Entonces todo volvió a comenzar.

Se marchó al mediodía. Su vuelo a Bogotá salía a primera hora de la tarde.

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