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FRACASADO

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FRACASADO

La espera era larga, y aunque ocupaba el tiempo dando clases, haciendo guardias en el hospital y revisando los experimentos en el laboratorio, no podía contener la ansiedad por saber cómo habían funcionado las inyecciones en el sistema venoso de los ratones. Enero transcurría, y a pesar del frío intenso de Boston comencé a correr de nuevo. Las veredas seguían con parte de la escarcha que podía resultar peligrosa para los corredores, pero yo necesitaba gastar energía para aclarar mi mente antes de regresar al laboratorio. Algunos días en que encontraba un pequeño hueco de tiempo entre mis distintas actividades, me acercaba al Agadir con la ilusión de volver a ver a Tal, la mujer del rostro quemado. No entraba, porque las amenazas de su guardaespaldas habían sido claras, pero me quedaba en un bar de enfrente observando la entrada, esperando que el BMW negro regresara. No la volví a ver. Al fin, un día, entré al restaurante y le pregunté al barman.

—Está de viaje con el marido.

Estaba casada, tenía el rostro desfigurado, la cuidaba un guardaespaldas enorme y armado que me había amenazado… y sin embargo no podía dejar de pensar en ella. Las mujeres que conocía no igualaban su hermosura, pero me ayudaban a pasar el tiempo y vivir la corta intimidad que se producía en esas citas que nunca se repetían porque ninguna era capaz de atraparme. Por las noches, cuando dormía, me despertaba sudado pensando en ella. Su rostro quemado, sus piernas largas, y esa caricia lenta que me había dedicado desde su hermosa tristeza marroquí.

A finales de enero se cumplió el plazo y pude observar los resultados de la primera camada de ratones de mi experimento. En el bioterio, sacrificamos los ratones con dióxido de carbono y nos dispusimos a preparar las muestras para analizarlas. Demoramos todo un día en extraer los mAgadir, Marruecos. Septiembre de 1957

He viajado a Marruecos para mantener un encuentro con el servicio secreto israelí y el grupo de Boulard en Europa. Karl y Lara decidieron quedarse en Buenos Aires: nadie podría desconfiar de un viajante de negocios como yo. A menos de un año de su independencia, en este país conviven africanos, árabes y occidentales. No he podido resistir la tentación, y me he ido solo a Rabat a buscar poesía en francés, a escuchar árabe y bereber por primera vez en mi vida y comprar regalos para Gregorio y María Teresa.

Es increíble que quince años atrás todo este continente haya sido el campo de pruebas de Patton y Rommel. En Rabat he contratado por unos pocos dirhams al chofer del bus que me ha traído a Agadir. Una continua brisa atlántica acaricia la playa que baña diez kilómetros de arena blanca, el mercado de pescados con miles de sardinas, enorme y lleno de vida. No sé dónde se alojan los de la Mossad, ni tampoco el grupo de Boulard. Sólo tengo un nombre de referencia: Lausine Imssiou.

Lausine es hijo de franceses, pero ha nacido en Rabat. En su carta me había avisado que lo reconocería por su turbante anaranjado con dos rosas azules. No fue difícil identificarlo en el mercado. Al encontrarnos, me ha pedido que lo siguiera por entre las carretas y los animales que ocupan las calles, junto a los tenderos y los niños que piden limosna. Escondido entre mis ropas, llevo un cuaderno con todos los datos que Lara, Karl y yo hemos acumulado durante todos estos años viajando por Argentina y Latinoamérica codificado mediante símbolos geométricos. Todo está detallado: días, horas, nombres, direcciones.

Después de mucho caminar, Lausine entró a una casa de telas, la mayoría color pastel, donde nos recibió una cálida humareda de opio y la lejana mirada de varios hombres que fumaban de una pipa que se pasaban unos a otros.

Detrás de varias cortinas, al fin ingresamos a una estancia privada, un estrecho cuarto con una mesa a la que estaban sentadas tres personas. Lausine me ofreció un té de menta y unos dulces de canela y granada y se marchó. En la mesa, Edana Spicker me sonrió sin alegría: es la representante de la Resistencia en Europa. Daniel Weinbaum pertenece al servicio secreto israelí, lleva el cabello rizado y largo. Junto a él, una bellísima dama llamada July tomaba nota a una velocidad impresionante de todo lo que se decía. Decidimos que la reunión se realizara en francés.

Primero fue Edana quien presentó sus informes referidos a los barcos que, hace una década, salían de diferentes puertos de Europa con criminales de guerra hacia América del Sur. Luego mencionó una interminable lista de nazis alemanes, croatas, ucranianos, checos, italianos y franceses que han “desaparecido” misteriosamente. Cada nombre de la lista cuenta con una ficha correspondiente con sus datos: datos de procedencia, descripción física, cargo, tareas, crímenes, última aparición en público, posible destino americano, aunque muy pocos estaban identificados con fotografías. Es admirable el trabajo que se han tomado los europeos para registrar a estos criminales. En las fichas se describe desde el color de sus ojos hasta la mancha debajo de la rodilla derecha, según los datos que han logrado reunir a lo largo de los años.

Entre todos los rostros asesinos, dos se me revelaron de inmediato: Martín González y Carlos Corini, gerentes del club de montaña de La Cumbre, Córdoba, me miraban desde sus fichas, vestidos con relucientes trajes de las SS. Buchrucker y Dietrich. Hijos de puta. Si lo hubiera sabido… Furioso, aporté los datos suficientes para que Daniel se los traslade a sus superiores: a medida que yo describía mis estancias en La Cumbre, él controlaba que July registrara cada una de mis palabras en un código preestablecido, mezcla de hebreo, inglés y francés.

Tres horas más tarde, el propio Daniel decidió establecer una pausa. Bebimos cerveza y devoramos un pequeño cordero que sirvió la mujer de Lausine. Los seis comimos conversando de temas más agradables. Todos querían saber cómo era Latinoamérica, una tierra tan distante y extraña para ellos que les despertaba la imaginación. Empujado por sus preguntas, y envalentonado por la cerveza marroquí, les conté todo sobre Buenos Aires, sobre las playas de Río, sobre los Andes y el Pacífico. Más tarde, mientras saboreábamos unos dulces de hojaldre, dátiles y miel, Edana contó cómo fue lanzada en paracaídas para liberar campos de concentración mientras los americanos avanzaban sobre Alemania y parte de Polonia. Fue allí, en los campos liberados, donde conoció a su marido, judío francés. Lo que más le había impresionado era ver cómo los presos, recién liberados, se morían al comer rápidamente las raciones que los jeeps americanos distribuían al entrar. Mientras ella hablaba, poco a poco fui sumiéndome en la tristeza. ¿Cómo habrá muerto mi padre? ¿Y mis primos, mis vecinos?

Daniel y July se mantuvieron en silencio durante toda la cena. Apenas hicieron preguntas sobre nuestro pasado, pero del suyo no dijeron una sola palabra. Luego del café, Daniel decidió que era momento de continuar la reunión.

Esta vez les referí lo que estaba sucediendo en los gobiernos latinoamericanos y en diferentes organismos no gubernamentales de importancia. De lo fácil que era corromper a los argentinos en el poder para filtrar información valiosa. Finalmente, les entregué una lista de contactos de confianza en Brasil y Paraguay que estaban rastreando a algunos oficiales nazis y científicos escondidos allí. Luego, Edana arremetió contra ciertos escoceses, irlandeses e ingleses simpatizantes del fascismo que muy inteligentemente se encuentran en una profunda clandestinidad cuya traza es casi imposible de seguir.

Daniel prometió enviar ayuda y directivas en poco tiempo. No dijo nada sobre lo actuado por su servicio secreto hasta el momento y explicó que sus superiores no le permitían hablar de nada hasta que la información que aportamos sea chequeada y discutida en los cuarteles secretos de Tel Aviv.

Después nos abrazó uno por uno y se despidió con un cálido shalom. Junto con July desaparecieron tras las telas de la casa. Edana se fue quedando dormida lentamente. Yo me sentía demasiado excitado o triste, aún no puedo saberlo, pero lo cierto es que decidí terminar la noche en otro lugar.

Tomé un taxi-velo hasta Talborjt Square, el pequeño barrio cerca del mercado. Entré a uno de los bares. Algunas odaliscas bailaban entre las mesas. Bebí durante horas.

Amanece. Estoy solo en el hotel preparando mi equipaje. Pienso en Kristen, otra vez. Su nombre es una letanía que pronuncio buscando algo que nunca ocurre. Que nunca ocurrirá.

Músculos esqueléticos de cuádriceps, tibialis anterior, bíceps y tríceps, prepararlos, cortarlos milimétricamente en el criostato, lavarlos y disponerlos bajo microscopia fluorescente. Caía la tarde cuando comenzamos a hacer el análisis. La sala de microscopia es un lugar pequeño y oscuro y teníamos que reservar varios días antes el Weiss de última generación si queríamos asegurarnos de poder contar con el instrumento preciso al momento de tener listas las muestras. Si el experimento había funcionado, podría observar las fibras verdes en los músculos. De ser así, o nuestras células curadas fuera del ratón se habían fusionado a fibras enfermas y transmitido nuestra molécula verde eGFP o simplemente nuestras células curadas por sus propiedades de células madre podrían bajo condiciones químicas existentes en tejido enfermo convertirse en nuevas fibras musculares. O ambos.

—¿Se ven músculos verdes? —preguntó Antonio.

Con ansiedad, comencé a observar los músculos enfermos del ratón inyectado, pero en ninguno de ellos se podía observar la fluorescencia tan esperada.

—Puta madre —dije en castellano.

—¿Qué pasó?

—Las células no llegaron a los músculos.

Pero, ¿dónde estaban? Continuamos los análisis de los órganos del ratón y lo descubrimos unas horas más tarde:

—Están adheridas al corazón y los pulmones y algunas en las paredes de las mismas venas —dije, derrotado.

Ese mismo día, le pasé los resultados a Foreman. Desde su escritorio, sonriendo, me avisó:

—No te frustres. Esto es ensayo y error.

—Ya lo sé.

—Probá con otra camada pero esta vez buscá la presencia de la microdistrofina. Quizás la eGFP tuvo algún problema para expresarse. Usá los anticuerpos monoclonales antimicrodys que fabricamos aquí hace unos años.

—Perfecto —dije.

La semana siguiente, regresé al bioterio.Volví a repetir el mismo proceso pero esta vez logré preparar, para las inyecciones intravenosas, más cantidad de células curadas con el vector. Me ilusioné pensando que al menos algunas llegarían hasta el músculo y no todas quedarían atrapadas en el corazón y los pulmones. Como me había quedado sin ratones mdx5cv tuve que comprar otro lote a The Jackson Laboratory y eso atrasó todo un poco.

Pasó un mes, entre clases, guardias y mis visitas constantes al bioterio, donde me quedaba largos ratos observando a los ratones con la esperanza de que mostraran los resultados que esperábamos. Hasta les ponía música clásica y hablaba con ellos.

El día que se cumplió el plazo, sacrifiqué a los ratones y Antonio otra vez me ayudó a preparar las muestras con los músculos esqueléticos. Esta vez no buscábamos el brillo verde sino simplemente detectar músculo sano sin signos de degradación morfológica o anatómica por la supuesta presencia de “nuestra” microdistrofina.

—¿Y? —preguntó Antonio cuando clavé los ojos en el microscopio.

Alcé la vista. El corazón me daba saltos dentro del pecho. Atónito, dije:

—No puede ser… Pasame los músculos de otro ratón inyectado.

El segundo ratón mostraba lo mismo: ni rastros de fibras enfermas. El ratón estaba completamente curado.

—No lo puedo creer —dije.

—¿Qué pasa?

—Están curados. No hay rastros de la distrofia, las fibras musculares están perfectas —grité.

Abrimos los cinco ratones que habíamos inyectado y en todos ellos encontramos lo mismo. La enfermedad había desaparecido. Habíamos encontrado la cura.

Fueron horas de excitación. Mientras abría un cadáver tras otro, en mi cabeza pasaban imágenes de mi propia consagración: “Científico argentino en Harvard encuentra la cura a la distrofia muscular de Duchenne a través de la ingeniería genética, la biología molecular y la terapia celular”.

—No hay rastros de la distrofia —dije, emocionado, mirando a Antonio.

—Eureka —dijo Antonio.

—Todavía tenemos que analizar los dos grupos control, pero hoy no llegamos.

—Mañana preparamos las muestras de los ratones enfermos a los que inyectamos solución fisiológica y células enfermas no curadas, los analizamos, confirmamos estos datos y a la noche Foreman te propone en Estocolmo para el Nobel —dijo Antonio sin ironías.

Agradecí que fuera latino: y agradecí que no temiera abrazarme para mostrarme su apoyo y felicidad.

—Llamemos a Foreman —dijo.

—No, mañana después de analizar los grupo control —dije.

Lo cierto es que me temblaban las manos. Ya era la hora de dar clases, pero no podía pensar en nada más. Desde un teléfono del bioterio llamé a un compañero de cátedra y le pedí que me reemplazara en la clase de esa noche.

Al salir del hospital, sentía que no cabía por los pasillos. Miraba a la gente con la que me cruzaba con ganas de detenerlos y gritarles que estaban delante de un inminente premio Nobel. Llegué a mi casa y lo primero que hice fue llamar a mi mamá. Me atendió el contestador:

—Hola, señora Rach. Quiero contarle que su hijo encontró la cura para la distrofia muscular de Duchenne y dentro de poco va a ganar el Nobel. Estoy como loco ma, no lo puedo creer. Estoy feliz —dije y corté.

No sabía qué hacer. Me sentaba, encendía la tv, me incorporaba, miraba por la ventana, me servía un vaso de vino y volvía a sentarme. Lo había logrado. Al fin había conseguido algo importante para la ciencia.

Me dormí entrada la madrugada, vestido, con el cerebro carburando a mil revoluciones por segundo.

Al día siguiente, temprano en la mañana, cansado pero feliz, me dirigí al bioterio. Antonio llegó unos minutos más tarde.

—Su eminencia —dijo al verme.

—Todavía no.

—Pero… ¿casi, no?

Sólo debíamos sacrificar a los ratones de ambos grupo control y constatar que sus fibras continuaran enfermas. Así lo hicimos: abrimos la llave del dióxido de carbono, y cuando los ratones dejaron de moverse y respirar, comenzamos con las autopsias. Músculos esqueléticos, limpieza, microscopio.

Podía notar cómo me sudaban las manos dentro de los guantes de látex. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso. Coloqué el primer músculo en el microscopio y observé. No podía creerlo.

—¿Cómo? —dije, incrédulo.

—¿Qué pasó?

—No puede ser, la puta madre… —dije.

Uno a uno, fui analizando los músculos de los ratones de ambos grupo control para encontrar el mismo resultado: ninguno mostraba rastros de la enfermedad.

Poco a poco, comencé a desesperarme.

—Tenemos que rastrear a esta camada. Comunicame ya mismo con The Jackson Laboratory, Antonio —dije.

Obtuvimos la respuesta tarde en la noche. Todo había sido un error. La camada a la que habíamos sometido al experimento estaba compuesta por ratones sanos. Ninguno era mdx5cv, ninguno tenía distrofia muscular. Mientras, al teléfono, un director del laboratorio me pedía disculpas y aceptaba su error, yo aceptaba que todo había sido en vano. Había inyectado mis células curadas con el vector a unos ratones sanos. Por lo tanto, la cura había sido una mera ilusión.

—Listo por hoy —dije, sujetándome las sienes.

—¿No querés que preparemos otro grupo? ¿Los inyectamos y…?

—No, mañana. Gracias, podés irte.

Salí del bioterio con el peso de la derrota presionándome los hombros, la espalda, la cabeza. Las migrañas eran insoportables. ¿Ese era el precio de la ciencia? Al llegar a casa, volví a dejarle un mensaje a mi mamá:

—Olvidate. Fue un error. Sigo siendo un eterno estudiante.

Me tomé una pastilla y me acosté. La última imagen que tuve antes de dormirme fueron los ratones respirando dióxido de carbono, muriendo lentamente, como los judíos asesinados por los nazis.

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