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ILUSIONADO

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ILUSIONADO

En las semanas siguientes volvimos a intentarlo, y al cabo de un mes regresamos al bioterio para averiguar qué había sucedido con esa, la tercera camada de ratones, comprobando antes de empezar que estuvieran enfermos. Lo estaban, y The Jackson Laboratory nos las había dado gratuitamente para compensar su error anterior.

Entre los científicos de diferentes laboratorios reunidos en el bioterio, había una mujer que, según me dijeron, era periodista y estaba escribiendo una nota para el Times sobre los avances científicos de Harvard. Miraba todo y anotaba cosas en una libreta.

Con Antonio nos acercamos a los ratones a los que les habíamos inyectado. Miré a los animales moverse por el box, saltando, jugando despreocupadamente, y abrí la llave que vertía dióxido de carbono. Los observé mientras agonizaban y al fin morían para que yo pudiera abrir sus cuerpos y sacar mis conclusiones. ¿Mengele habría tenido la misma sensación mientras probaba los fármacos de los laboratorios alemanes en las judías embarazadas? Aquella idea me había acompañado durante todo aquel tiempo, desde el primer fracaso.

Estábamos a punto de realizarle la autopsia al primer ratón del grupo cuando escuchamos unos gritos. A unos metros de nuestra mesa, la supuesta periodista del Times filmaba todo con una cámara digital mientras gritaba:

—Los animales no tienen la culpa de esto. Es ilegal lo que están haciendo. Liberen a los ratones.

Antonio y yo nos miramos sin entender, mientras dos hombres de seguridad ingresaban al bioterio.

—Asesinos, asesinos —gritaba la mujer, mientras los hombres de seguridad la sacaban del lugar.

—¿Qué pasó? —le pregunté a un colega que estaba en la mesada de trabajo cercana a la nuestra.

—Son activistas. Entran fingiendo ser periodistas o estudiantes y filman nuestro trabajo para denunciarnos ante las asociaciones protectoras de animales. De vez en cuando saltan las normas de seguridad y logran entrar…

—Pero… estos ratones están criados para esto —dije.

—Explicáselo a ella —me contestó el colega, señalando a la mujer que golpeaba las paredes de cristal del bioterio con el gesto desencajado, mientras los hombres de seguridad trataban de llevársela a la rastra.

Dos horas después, con los ojos pegados al microscopio, comprobaba que los músculos no se habían curado, que las fibras continuaban desintegrándose en los ratones y que mis células sanas y verdes estaban depositadas en el corazón y los pulmones. Ese grupo también había fracasado.

Marzo terminó sin resultados positivos más que un leve cambio en el clima, que me permitió salir a correr con más frecuencia y jugar al fútbol cada semana, disfrutando la primavera que tímidamente comenzaba a manifestarse en las calles de Boston. No había vuelto a ver a la mujer del rostro quemado a pesar de mis visitas al Agadir.

Tras el fracaso de seis camadas de ratones, no tuve más opción que aceptar que el sistema venoso no era propicio para conducir a las células curadas por mi vector a los músculos atrofiados de los ratones. Mucho menos serviría para los humanos. Estaba desanimado. Teníamos la supuesta cura para la distrofia muscular pero no lograba encontrar el modo de que ésta circulara por el cuerpo y se ubicara en las fibras enfermas que necesitaban el gen de la microdistrofina. Al pasarle los últimos resultados a Foreman, él subió la apuesta.

—No fue en vano esto. Ya podemos ir aceptando que el sistema venoso no es apropiado para encontrar una cura. ¿Te animás a encarar el sistema arterial?

Parpadeé, incrédulo. Las arterias van directamente a los músculos, por lo cual podíamos aventurar que ese sistema sería el ideal para que las células curadas que inyectáramos viajaran hasta las fibras enfermas. Pero yo sabía que no existía ninguna experiencia en la literatura científica de colegas que hubieran inyectado ratones en las arterias y luego hubieran sobrevivido la operación, o al menos el tiempo necesario para comprobar si las células curadas habían trasvasado las arterias al tejido muscular y allí fusionado al músculo enfermo.

—Nadie lo hizo. O mejor dicho, hasta ahora nunca nadie tuvo éxito.

—¿Y no querés ser el primero en lograrlo?

La propuesta de Foreman podía llevarme al mismo fracaso que habían alcanzado mis predecesores o bien podía alcanzar el éxito y forjarme un lugar entre los mejores científicos del mundo. Era imposible resistirse ante semejante reto, por más pequeñas que fueran las chances de triunfar.

—Acepto, pero… necesito ayuda. Ese procedimiento se hace con anestesia total, bajo microscopia, no hay material tan pequeño para penetrar una arteria de ratón sin desgarrarla y que muera desangrado… yo no sé…

—Jenkins sí.

—¿Jenkins?

—Sí, es cardiólogo infantil. Va a poder ayudarte a anestesiar a los ratones y operarlos para inyectarlos sin que se mueran.

—¿Jenkins? —insistí.

—¿Cuál es el problema? Es cuarto dan en karate pero es un excelente cardiólogo… —bromeó Foreman.

La sola posibilidad de trabajar con aquel coreano impávido experto en karate y siempre vestido de Armani me ponía incómodo.

—Voy a hablar con él.

—Decile que yo te lo pedí. Y despedite de Antonio, que ya no va a colaborar más con vos porque necesitamos que trabajes con un experto.

—Gracias.

—Otra cosa: el patrocinador de tus investigaciones, el que paga tu sueldo mes a mes, necesita resultados concretos lo antes posible, así que no esperes más de quince días para realizar las autopsias de los ratones.

—Pero sería más conveniente esperar un mes para darles tiempo a las células de…

—Quince días. Y cuando estés avanzando, vas a tener que visitarlo.

—¿A quién?

—A tu patrocinador.

—¿Para qué?

—Para que lo convenzas de que no está perdiendo su dinero.

Bajé la mirada, entre asustado y confundido. Muchos de los sueldos de los post docs en Estados Unidos, así como también la financiación de sus experimentos, provienen del mundo privado, corporativo, de personas e incluso de senadores o representantes del gobierno. El mío no era la excepción. Había dejado atrás al CNRS francés pero seguía teniendo que rendir cuentas de mi trabajo para poder continuar. ¿Acaso no debemos hacerlo todos?

—Pensá que podés llegar a ser el primer científico que le saque provecho al sistema arterial. Puede ser un paso enorme para tu carrera. Y para los enfermos de distrofia, claro.

Esa tarde, después de despedirme de Antonio busqué al coreano. Como siempre, Jenkins estaba concentrado en su trabajo sin intercambiar con los demás ningún sonido, mirada ni nada que resultara demasiado humano. Me acerqué y pronuncié su apellido. Él alzó la mirada de su microscopio con fastidio. Por un segundo, pensé que con mi interrupción sólo lograría que se incorporara y descargara sobre mi cuerpo todas las tomas de karate que habría aprendido en su infancia en Corea. Sin embargo, se limitó a alzar las cejas.

—Perdoname que te moleste, Ben. Pero… necesito tu ayuda.

Entornó los ojos, se cruzó de brazos. Y volvió a alzar las cejas.

Le resumí mi conversación con Foreman, y aunque se mostró interesado en el desafío de encontrar la cura de la distrofia a partir de esa apuesta novedosa con el sistema arterial, no dio muestras de entusiasmo pero tampoco de fastidio. Sólo le preocupaba su trabajo.

—Tendría que ser de noche, después de que haya terminado con lo mío...

—Por supuesto, cuando digas, quiero molestarte lo menos posible y…

Alzó una mano para callarme.

—El lunes a medianoche, en el bioterio —dijo.

El lunes, cuando mi clase terminó, cené algo rápido en la cafetería y a medianoche me dirigí al bioterio con los tubos Falcon de 50 ml con cientos de miles de células curadas por mi vector enterradas en cubetas de hielo, pero a una zona que nunca había estado, a un verdadero block operatorio en miniatura. Allí me esperaba el extraño Jenkins, con su traje Armani hecho a medida, un silencio a prueba de conversaciones y un gesto de fastidio por mi retraso de diez segundos.

—Hola, Ben. Gracias por ayudarme, la verdad que esto es difícil pero con vos…

—¿Empezamos? —me cortó Jenkins.

Me disponía a elegir una camada de ratones pero él me retuvo.

—Lo más importante es limpiar la mesa de trabajo. Si no vas a respetar eso no podemos trabajar.

—Perdón…

Desde ese preciso momento me convertí en asistente del coreano. Debía hacer lo posible para facilitar su trabajo, lo sabía, pero no sabía que fuera tan bueno en lo suyo. Una vez que el propio Jenkins esterilizó la mesa de trabajo y todos los instrumentos quirúrgicos, separé una nueva camada de ratones enfermos con distrofia. Ben tomó el primero con tanto cuidado como si fuera un niño y no un animal destinado a morir en un laboratorio.

A diferencia de la vena en la cola del ratón que se veía a ojo desnudo y no requería dormir a la bestia, entrar en la arteria ilíaca del roedor exigía de una precisión milimétrica y de anestesia total. Con delicadeza, Ben le inyectó intraperitonealmente Ketamine PPPP y Xylavina. Mientras el animal se dormía, se encargó de construir un catéter casero acorde a nuestras necesidades: le alcancé un tubo PE-10 y él lo estiró sobre el mechero. Luego, insertó una sutura de nylon 4-0 y así logró reducir el extremo del catéter en dos tercios para poder entrar en la arteria ilíaca del ratón, dejando intacto el diámetro interno. Yo me limitaba a alcanzarle cada objeto que me pedía, fascinado con la perfección y delicadeza de cada uno de sus movimientos. Era como una danza de manos precisas.

Cuando el ratón estuvo completamente dormido, Ben dijo:

—Aguja 30G.

Se la alcancé con nerviosismo: temía que mi ansiedad me llevara a cometer una torpeza. Entonces Ben deslizó el tubo PE-10 transformado sobre la aguja y luego conectó a él una jeringa Hamilton, que ya contenía las células listas para inyectar. Besé el tubo Flacon antes de pasar las células a la jeringa. Ben no me vio.

En silencio, posó sus ojos sobre el microscopio Leica de disección y se concentró en la entrepierna derecha del ratón adormecido.

—Bisturí.

Se lo entregué con las manos sudadas dentro de los guantes de látex. Al verme temblar, retiró los ojos del microscopio y me dedicó una mirada que no supe descifrar si era de burla o de fastidio.

—Perdón.

—Tranquilo —dijo, y automáticamente me tranquilicé, quizá por vergüenza o miedo a que se enojara y me dejara solo con mi angustia y ansiedad.

Con el bisturí, realizó una incisión a la altura de la entrepierna derecha del ratón, exponiendo así la arteria ilíaca. Ésta se aferraba a la vena y al nervio ilíaco como tres avenidas pegadas con pegamento. Sin levantar la vista del microscopio, dedicó un tiempo importante a separalas sin desgarrarlas. Colocó un microclip para ocluir el vaso que ascendía al cuerpo del ratón. Verificó sus signos vitales, de ahora en más esa sería mi responsabilidad.

—Catéter.

Se lo alcancé con serenidad. De alguna manera, su proceder exacto y preciso comenzaba a infundirme una seguridad a prueba de nervios. Ben introdujo la punta del catéter en la arteria y, con cuidado, introdujo lentamente las células que yo había curado genéticamente unos días antes.

Sólo faltaba cerrar la piel. Lo hizo utilizando sutura 5-0 de intestino de gato. Y luego, acariciando la piel del ratón, le inyectó buprenex para suavizar los dolores que el animal sentiría al despertarse.

Cuando terminó, tuve ganas de abrazarlo. Sentía que estaba frente a un genio de la microcirugía. Si me angustiaba ver la operación de un ratón, no podía imaginarme presenciar la operación a corazón abierto de uno de los niños que Ben atendía.

—Sos un genio —le dije.

Él sonrió. Podía darme por satisfecho: al fin había logrado un gesto humano de aquel excelso cirujano infantil.

Terminamos de inyectar los ratones poco antes de las 4 am. Sólo la mitad había sobrevivido a la operación, pero eran números prometedores. Para entonces, los dos estábamos agotados. La otra mitad de ratones comenzaban a despertarse en el box rotulado.

—Yo ordeno todo —le dije.

Me miró con sorna.

—Si los All Blacks limpian su propio vestuario, los cirujanos tenemos que hacer lo mismo —dijo, mientras se dedicaba a limpiar su zona de trabajo a una velocidad inusitada.

—No hace falta, andá a descansar.

—Los cirujanos no descansamos, no dormimos, no comemos… —dijo mientras se quitaba los guantes.

—Muchas gracias. En serio.

Él asintió, bostezó y se alejó con pasos cansados.

—Mañana a la noche continuamos con los grupo control —contestó mientras salía del bioterio.

Al verlo de espaldas, alejándose, pensé que era un robot disfrazado de humano.

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