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DESOLADO

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DESOLADO

Entre mis colegas del laboratorio ya se había corrido la voz de que Foreman apostaba por mi trabajo y alentaba la posibilidad de que “el latino”, como me llamaban algunos a mis espaldas, al fin lograra hallar el modo de introducir de manera sistémica una potencial cura de músculos enfermos de ratón, logrando así establecer el marco de una futura terapia acertada y viable para sanar a los pacientes desparramados por el Hospital de Niños de Boston pero también por el resto del mundo. Podía notarlo en las miradas que, debo aceptarlo, eran una caricia para mi ego.

Incluso, por aquellos días los asistentes comenzaron a tratarme con mayor respeto. Quizá fuera una sensación mía, pero lo cierto es que algunos que hasta entonces nunca me habían siquiera mirado, ahora me saludaban y me ofrecían café. Cada vez que bajaba al bioterio para controlar la evolución de aquella primera camada de ratones sentía que me acercaba inevitablemente a mi consagración: ahora la mayoría de los ratones sobrevivían y quizá, por dentro, las células que había curado con mi vector diseñado genéticamente estuvieran sanando las fibras y músculos enfermos. Pero para saberlo tenía que esperar.

Mientras tanto, tres noches por semana nos reuníamos con Ben en el bioterio para preparar sucesivas camadas de ratones. El promedio de sobrevivencia de cada camada era cada vez mejor, y eso nos alentaba a continuar. Cualquiera fuera el resultado ya teníamos algo para publicar en alguna revista de altísimo impacto, como Cell, Nature o Science. Publicar ahí era como jugar en el Real Madrid, el Manchester United o el Bayern Munich. Durante esas horas en que trabajábamos impulsados por el afán científico y bebidas energizantes que nos mantenían despiertos, cruzábamos muy pocas palabras. Yo siempre intentaba sacar tema de charla para hacer más llevadero el trabajo: la invasión americana de Medio Oriente, las pesquisas de la CIA y el FBI tras los atentados, mi país, mi familia, el clima… pero él se limitaba a responder con monosílabos. Sólo decía frases completas referidas al trabajo. De a ratos, me lo quedaba mirando con la sensación de estar desperdiciando mi vida: por un lado, sentía que debía aprovechar sus conocimientos y concentrarme en el trabajo como hacía él, por otro me resultaba totalmente ajena esa postura aséptica que parecía regir las conductas de Jenkins y la de todos los que me rodeaban en Harvard. Salvo mis amigos colombianos, el resto se movía como envuelto en repelente, tratando de vivir sin interacciones sociales más que las necesarias.

Cuando se cumplió el plazo estipulado para la primera camada, nos dispusimos a analizar a los dos ratones que habían sobrevivido. Con cuidado, los coloqué dentro de la cámara de CO2 y abrí la llave de gas. Lentamente, los animales fueron aminorando sus movimientos. Mientas esperábamos que murieran miré a Ben, que esperaba en silencio. ¿Cuánto tiempo podríamos pasar sin tener una conversación íntima? No podía saberlo. Tampoco me preocupaba: Ben no ponía reparos en trabajar a destajo noche tras noche, cuando podría estar descansando en su casa. ¿Vivía en una casa, solo, o alquilaba una habitación en un piso compartido? Imposible saberlo.

—¿Vos vivís solo? —le pregunté cuando el último ratón estuvo muerto.

No respondió.

—¿Te moleste que te pregunte cosas de tu vida? —dije, divertido.

—Enormemente —respondió.

—¿No te sentís solo? Yo sí. En Francia tenía amigos, salía, hablaba con gente… acá parece que todos son zombis dedicados sólo al trabajo.

Me miró a los ojos por unos segundos, después alzó las cejas, abrió la tapa del box y retiró uno de los cadáveres.

—Tijera —se limitó a decir, tendiendo sobre la mesa uno de los ratones sacrificados.

Le alcancé la tijera quirúrgica, que utilizó para realizar un corte a la altura del tórax. Con la punta de los dedos, ambos comenzamos a despellejar al animal, quitando la piel para ver su cuerpo desnudo. Luego, separamos los músculos de la grasa, de los tendones y de los nervios que los rodeaban. Otra vez las manos precisas de Ben tomaron el bisturí y quitaron los músculos cuádriceps y tibialis anterior, ubicados debajo de la arteria donde habíamos inyectado las células con el vector viral. Si había algún músculo posible donde deberían haber ido esas células eran esos dos. Microscopio. Otra vez el bisturí. Ben obtuvo las fibras de cinco secciones equidistantes de los músculos obtenidos y las llevó al congelador, donde las colocó en isopentano frío.

Debíamos esperar dos horas antes de continuar. Pensé que en ese tiempo podríamos conversar, pero antes de que dijera nada Ben se quitó los guantes y se marchó.

Regresó dos horas más tarde, puntual. Para entonces yo no podía más del aburrimiento y el cansancio. Eran las 3 am, y el día comenzaba a pasarme factura: guardia en hospital, trabajo en el laboratorio y dos clases prácticas para la cátedra de Losick parecían demasiado para mi cuerpo. Sin embargo, la ansiedad de ver los resultados de aquella primera camada de ratones me mantenía despierto.

Otra vez al trabajo.

Ben comenzó a seccionar las fibras musculares bajo el criostato a -20ºC en pedazos de 10um, en un procedimiento similar al que yo realizaba con Antonio cuando analizábamos los ratones inyectados en la vena. Con cuidado, me encargué de montar los pedazos extremadamente delgados en vidrios Vectashield con el agregado del colorante DAPI que nos permitiría diferenciar los núcleos celulares del resto del citoplasma celular. Bañé las secciones de esas fibras musculares con un anticuerpo antimicrosdistrofina para detectar si la proteína salvadora había llegado al músculo enfermo. Luego de varios lavados y con las muestras ya en los vidrios utilicé otro microscopio, un Zeiss Axiophoty, colectando las imágenes con una cámara CCD de Diagnostic Instruments que luego me permitiría ver directamente las fibras en mi notebook.

—Llegó el momento —dije.

No respondió pero asintió. Algo es algo, pensé. Sólo entonces nos dedicamos a observar las imágenes de la cámara. Sentí que se me aceleraba el pulso.

—Llegaron —dije.

—Pero no en una cantidad aceptable —sentenció Ben.

—Pero llegaron —insistí, sabiendo que el resultado no era el esperado.

Finalmente, aquellas células musculares con características de células madre obtenidas de ratones enfermos y luego infectadas con mi vector habían viajado por las arterias y trasvasado hacia los músculos enfermos. Sin embargo, el porcentaje de regeneración era mínimo y no garantizaba el éxito de una posible terapia en humanos.

Aparté los ojos de las imágenes justo cuando Ben Jenkins se quitaba los guantes y se marchaba murmurando en coreano mi fracaso o sus problemas personales.

—Mañana preparamos otra camada —le dije, pero él ya se había marchado.

El sábado siguiente regresé al Agadir. Pedí falafel, humus, cuscús, una cerveza y me senté a una mesa, cerca de la puerta de acceso al reservado donde tiempo atrás había encontrado a la mujer del rostro quemado. Ella no estaba por ninguna parte. La camarera que me atendió me dijo que hacía tiempo que Tal no iba al restaurante. Pero cuando intenté averiguar más datos de la dueña, la camarera, visiblemente nerviosa, acusó que debía seguir trabajando y se marchó. Esa noche hubo un espectáculo de danzas árabes. Bellas odaliscas vestidas con gasa y satén de distintos colores chillones. Me detuve a mirar especialmente a una: piel morena, pelo ensortijado y dos perfectas almendras en sus ojos. En uno de los tantos giros que realizaba entre las mesas, mostrando una elasticidad y una gracia heredadas por decenas de generaciones, noté que me miraba. Intimidado, bajé la mirada a los restos de mi comida. Hacía tanto tiempo que no interactuaba con una mujer que me sentí incapaz de decirle algo, siquiera aproximarme. Tampoco quería ser grosero: ella no tenía la culpa de ser tan bella y despertar el deseo en los hombres. Además, ¿cómo iba a interesarse en mí aquella esfinge de obsidiana que atraía a los clientes?

Al fin, cuando su baile terminó, todos aplaudieron. Dejé la mesa y me ubiqué en la barra para tomar una copa de ron: en aquella parte de Boston se mezclaba todo lo que no era netamente americano, blanco y protestante. Por eso uno podía cenar comida árabe y beber aguardiente del Caribe en un mismo sitio. Bendita globalización, y bendito refugio de inmigrantes nostálgicos.

Cuando terminé el ron, pagué mi cuenta y salí a la calle. Junto a la puerta del local, una mujer vestida con jeans, botas de cuero y una campera inflable de color lila discutía con uno de los encargados del Agadir en un tono violento. Al ver los gestos amenazantes del hombre decidí quedarme, temiendo que la situación se volviera más violenta.

—Puta. No pienso pagarte —dijo el hombre.

La mujer, que estaba de espaldas, alzó una mano y le cruzó la cara de un cachetazo.

—Nunca más voy a trabajar acá, pero quiero cobrar lo que hice, cerdo machista —gritó la mujer en un español con acento brasileño o portugués.

El hombre intentó tomarla de los cabellos, pero ella le dio una patada en la espinilla y el tipo cayó al suelo. Entonces ella lo escupió, y se giró, quedando frente a mí. Me costó reconocerla así vestida, pero sus ojos de almendra eran inconfundibles, y estaban llenos de lágrimas. Di un paso hacia ella y, furiosa, alzó una mano para golpearme.

—¿Estás bien? ¿Necesitás algo? —le pregunté a la odalisca.

—Una copa.

Hacía fuerza para no llorar, como si la actitud de sus glándulas lagrimales fuera una ofensa para su carácter duro y orgulloso.

—Yo te invito —dije.

Mordiéndose los labios, asintió y me siguió hasta el bar de enfrente.

Nos sentamos en una mesa y le pregunté qué quería tomar.

—Jerez —dijo.

Amparo era andaluza y había viajado a América con sueños de convertirse en una bailarina de Broadway. Sin embargo, luego de varias audiciones en Nueva York, había sido estafada por un falso representante que se había quedado con todo su dinero. Hablaba con rapidez, como si necesitara extirpar de su memoria cada uno de aquellos recuerdos. Me habló de la finca de sus padres, segunda generación de inmigrantes brasileños, y de los montes de olivos donde había pasado su infancia.

—¿Y por qué no volvés a España? —le dije.

—Ni de coña, tío —dijo, encendiendo un cigarrillo.

—Qué raro que bailes danzas árabes siendo descendiente de brasileños…

—¿Y qué quieres? ¿Tendría que bailar salsa, capoeira? —dijo, mordiéndose una uña, con cierto fastidio.

—Es cierto —me reí de mi propia estupidez, y ella, condescendiente, siguió hablando.

Había llegado a Boston gracias a unos contactos que la habían recomendado como bailarina del Agadir. Aquella era su primera semana en la ciudad, y ya había perdido el trabajo.

—¿Y tú quién eres? ¿Por qué me escuchas? ¿Por qué estás aquí conmigo?

—No tengo nada mejor que hacer —dije, y no mentía. 

Le conté quién era, a qué me dedicaba.

—¿Científico? Qué extraño que no seas gaucho o bailarín de tango —dijo con ironía. Me gustó que me provocara. Hacía tanto tiempo que no conversaba con una persona de carne y hueso, y no un autómata abocado sólo al trabajo, como los que me rodeaban a diario, que la escuchaba con fascinación.

Se hizo tarde. Le pregunté dónde se alojaba.

—En un hotel. Pero esta noche no quiero dormir sola.

Al sentir que entrelazaba su pierna con la mía por debajo de la mesa me sentí un tipo afortunado. Salimos a la calle, paré un taxi y nos dirigimos a casa. Nos desvestimos antes de entrar, arrojando nuestras prendas en el pasillo, tanteando la cerradura a ciegas, mientras ella me besaba y me exploraba con sus manos inquietas. Entramos y fuimos directo a la cama. Amparo parecía desenfrenada, y si bien al principio eso me inhibió un poco, con el correr de los minutos aprendí a acoplarme a su prisa. En un momento, la tomé de las mejillas para alejarla unos centímetros y mirarla.

—No me fastidies con que quieres verme bailar desnuda —dijo.

—No. Lo único que quiero es cogerte —dije, y hasta yo me sorprendí de mis palabras.

—Coger se cogen las cosas, tú a mí vas a follarme.

Pasamos tres horas revolcándonos por la cama, bajo la ducha, en el sillón, y durante todo ese tiempo tuve la sensación de estar siendo usado por ella. No protesté. Hay cosas peores que ser el objeto sexual ocasional de una mujer hermosa.

Cuando desperté, estaba solo en la cama. Sobre la mesa de noche había una nota:

“Gracias. Ni siquiera sé tu nombre, argentino. Me levantaste el ánimo. Esta ciudad es un coñazo. Que le den. Me marcho a San Francisco”.

Ese día me quedé en casa mirando tv. Necesitaba descansar, y estaba realmente satisfecho de haber conocido a la odalisca que había partido como una estrella fugaz, tan rápido que de a ratos pensaba que todo había sido un sueño.

Por la noche recibí un mail de la hija de Boulard. Su padre le había pedido que se comunicara conmigo hacía unas semanas, justo antes de sufrir un ataque cardíaco. El viejo había muerto: al fin volvería a reunirse con sus compañeros de batalla. La noticia me entristeció tanto que me cambié de ropa y salí a correr por la vera del río Charles. Mientras forzaba mis piernas con un ritmo al que no estaba habituado, pensé en los meses que llevaba en Boston. Me había apartado completamente de la supuesta misión que me había encomendado aquel antiguo compañero de mi abuelo. La experiencia con el falso neonazi francés me había abierto los ojos, sí, pero también me había privado de ese romanticismo que Boulard me había infundido desde el día en que se había presentado en Juan Le Pin y me había abierto los ojos sobre la doble vida de Alex. Me sentía avergonzado, en deuda con el viejo maqui de la Resistencia francesa. Si bien el asesino de Alex ya había sido identificado por la CONADEP y nunca sería hallado porque había desaparecido en ese limbo que era la Triple Frontera, con sus redes de narcotraficantes, terroristas y tratantes de personas, me quedaba una vía de búsqueda que, si bien no tenía nada que ver con Alex, al menos podría ayudarme a cicatrizar la herida producida por la muerte de Boulard. Corrí hasta quedar exhausto. Sólo entonces entré a una cabina y tomé una guía telefónica de Boston. Letra M. Tres Charle McArthur. Tres posibles comienzos para una misma historia. Boulard merecía que jugara la última ficha en su nombre.

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