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DISTENDIDO

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DISTENDIDO

Estaba a punto de cumplir un año en Boston, y lentamente comenzaba a acostumbrarme a aquella vida que llevaba. La relación con Ben se había vuelto tan agradable que, a pesar de las distancias culturales que nos separaban, ya comenzaba a sentirlo como un amigo. Distante, reservado, pero amigo al fin. Nuestra investigación parecía estancada en ese 5% de recuperación de las fibras musculares, que no sólo no bastaba para probar una futura posible terapia en pacientes, sino que ni siquiera podía alcanzar los porcentajes logrados por Martina Cescu, que eran la base de mi propio proyecto científico.

Pero no me importaba. La constancia era un valor al que no estaba dispuesto a renunciar. Ni con la ciencia ni con los McArthur.

A la hora del almuerzo, me subí a la bicicleta y me dirigí hacia Jamaica Plain, el barrio del siguiente Charle McArthur. Era un día frío a pesar de que quedaba algo del verano, pero el cielo estaba celeste y el sol entibiaba la fachada de los comercios y restaurantes con nombres españolizados de la Centre Street. Gente morena, palabras en un castellano caribeño, gritos, olores diferentes. La dirección de Charle McArthur me llevó hasta una casa adosada típica de los barrios pobres americanos. En la puerta, una mujer mayor trataba de revivir las flores castigadas por el frío repentino con una regadera y una pala de jardinero. Llevaba guantes de látex, y una cojera pronunciada que la obligaba a sostener el peso de su cuerpo regordete en una sola pierna. Al verme allí parado, observándola, dijo:

—El frío las castiga, pero no las voy a dejar morir.

Pensé en la globalización, esa enorme mentira que se estaba convirtiendo en el credo del siglo XXI y confundía a la gente con vanas promesas de igualdad, adaptación y la universalidad de la raza humana, dominadora absoluta de la naturaleza, los cultivos sembrados a contramano de la biología y el consumo desaforado. Sin embargo, dije:

—No lo dudo.

Ella sonrió.

—Gracias.

—Disculpe, hace unas semanas le vendí una póliza de seguro a Charle McArthur, y quisiera entregársela. ¿Se encuentra él?

—Está trabajando en el taller. Allí en la otra calle, ¿lo ve?

A la distancia, divisé un cartel enorme que anunciaba “Taller McArthur”. Le agradecí a la jardinera empedernida y me alejé en dirección al taller.

No se diferenciaba en nada a los talleres mecánicos de Francia o Argentina, desde el almanaque de pulposas mujeres desnudas hasta las herramientas desparramadas por el suelo. Entré y pedí aire para inflar la bicicleta. Al ver la cara de los dos muchachos que tomaban Coca-Cola y veían béisbol en tv supe que eran mexicanos. Me quedé unos minutos conversando sobre béisbol. Durante la charla sólo asentí ante sus comentarios sobre los Boston Red Soxs y los New York Yankees, las mujeres americanas, visas de trabajo, el frío y Yucatán. El sentimiento de los emigrados sólo difiere en los nombres propios, pero la nostalgia es la misma. Después, cuando la charla perdió intensidad, les pregunté si ellos eran los McArthur de los que hablaba el cartel del taller.

—No, es el patrón. Pero ha salido.

—¿Y él es mexicano, también?

Soltaron una carcajada.

—No, es bien americano.

—¿Nacido aquí?

—Sí, nacido aquí y próximamente muerto aquí. Tiene cáncer pero no deja de trabajar. Vida de mierda tiene el cabrón.

—¿Y cómo los trata?

—Bien, mal, como todo patrón. Desde lo de las Torres ha dejado de molestarnos a nosotros y está chalado con los árabes. Dice que van a invadir EE.UU. Está loco de remate.

Me despedí de los mexicanos con frustración. El último McArthur que quedaba en mi lista vivía demasiado lejos como para ir durante la semana. Debería guardar mi visita para el domingo y juntar fuerzas para una larga pedaleada hasta Crane Beach.

El sábado por la noche salí de mi casa con inquietud. Había acordado encontrarme con Ben en la puerta de un bar porque esa noche cantaba Sara Fight, y él quería que la conociera. Durante los últimos días, habíamos conversado mucho y creía que al fin había logrado convencerlo de mostrarse más humano, o al menos menos solemne con la gente que lo rodeaba. Quizá eso lo ayudara a conquistar a la coreana de clase alta que vivía como una hippie entre los bares de Boston.

Cuando llegué, él ya estaba esperando en la puerta. Separó los brazos para mostrarse: llevaba su mejor traje Armani, negro, hecho a medida, con una camisa blanca impoluta y una corbata de seda roja. Bien peinado, perfumado, pero un manojo de nervios.

—¿Cómo estoy? —preguntó. Podía abrir un ratón o el corazón de un niño sin dudar, sin temblar ni mostrar emociones, pero ahora había perdido toda la seguridad en sí mismo—. ¿Estoy bien?

—Para una cita con el primer ministro de Inglaterra, sí. Pero vas a ver a una cantante de jazz que anda descalza. Relajate —dije y, sin consultarlo, ante su cara de pánico, le aparté la corbata del cuello y le desprendí el primer botón de la camisa. Después le di una palmada en la espalda y le señalé la puerta del bar—: Ahora sí. Entremos.

Luces indirectas con tonalidad rojiza, mesas de madera oscura, hombres y mujeres bebiendo. Sobre el estrecho escenario, un baterista ajustaba los platillos mientras el pianista estiraba y contraía los dedos. Junto a ellos, un pequeño hombre con rastas intentaba equilibrar el enorme y pesado contrabajo. Ben llamó a un camarero y pidió dos Johnnie Walker de quince años.

Intenté sacar tema de conversación, pero él me hizo un gesto que decía “no vale la pena” desde detrás del vaso de vidrio grueso, dorado por el whisky. Miraba la mesa como si le fuera la vida en eso. Yo, en cambio, observaba al público y a los músicos, que ya comenzaban a ocupar sus lugares. Entonces hubo un rumor de voces y descubrí un espectro cruzando el salón: Sara Fight caminaba lentamente entre las mesas, descalza, ataviada con un vestido de telas coloridas africanas que reflejaban en su brillo las luces que ensombrecían más que iluminar el local. Hubo tibios aplausos. Ben alzó la vista, la frente arrugada y una media sonrisa de adoración.

—Es bellísima —dije.

—Ya lo sé —dijo él, nervioso.

Sara Fight hizo una breve reverencia al público y nos deseó buenas noches en voz baja con una timidez fingida o natural, no pude saberlo, ya que cuando comenzó a cantar lo hizo con una soltura que conmovía y despertaba admiración, todo al mismo tiempo. Entendí a Ben dos temas más tarde. Su voz, su extraña belleza blanca, casi traslúcida, eran capaces de hipnotizar hasta a un tipo tan lejano y cauterizado como él.

Después del sexto tema, anunció que volvería más tarde y bajó del escenario acompañada por los aplausos del público.

Al pasar junto a nuestra mesa, nos miró. En realidad miró a Ben, que automáticamente sacó unos billetes, los dejó junto a los vasos vacíos y se dirigió hacia la puerta de salida antes de que yo pudiera retenerlo.

Lo encontré afuera, con las manos en los bolsillos y un gesto de resignación.

—¿Qué hacés? ¿Por qué te fuiste?

—Ya la conociste.

—Pero… podríamos haberla invitado a tomar algo, charlar…

—Somos coreanos, Esteban. Tenemos otro modo de actuar.

—Veo…

—Todavía no junté dinero, no me compré un auto… hubiera sido un atrevimiento acercarme a ella en estas condiciones —dijo, derrotado.

—El mundo avanza por los atrevidos —dije.

—¿Hacia dónde avanza?

No supe qué responderle. Entonces él me estrechó la mano y se alejó en medio de la noche.

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