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ENERGIZADO

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ENERGIZADO

El domingo amaneció soleado y tibio. Ideal para pasar unas horas pedaleando. Atravesé la ciudad y me dirigí a Crane Beach disfrutando del paisaje: los árboles ya tenían algunos brotes rojizos que anunciaban la llegada del clásico otoño de Massachusetts. Con Les Negresses Vertes sonando en mis auriculares, me invadía una sensación de placidez que aumentaba a medida que mi cuerpo producía endorfinas debido al esfuerzo físico.

Había impreso un mapa detallado del lugar, con las mejores rutas marcadas y la dirección del último Charle McArthur de Boston señalada con un círculo rojo. Por lo que había visto, la casa quedaba cerca del Castle Hill de Ipswich, un bello lugar recomendado en varias guías de turismo.

Alcancé el Castle Hill cerca de mediodía. El viaje me había dado hambre, y me senté a comer el sándwich que había llevado justo delante de aquella enorme mansión construida en el siglo XVII. Sentado a la sombra de un árbol, a un costado del camino, observé sus jardines, las altas terrazas, los caminos de lajas que atravesaban los setos de flores y se dirigían al portal principal de la casa, sostenido por enormes columnas. Por lo que había leído, el primer propietario de la casa, Mr. Craine, había contratado al creador del Central Park y al del Prospect Park de Brooklyn para diseñar aquel parque que ahora se abría ante mí y se perdía en dirección a la playa. Por un momento, la brisa marina, el verdor, el canto de los pájaros… todo me hizo recordar mis tiempos en Francia. Respiré hondo, y me di cuenta de que estaba solo. No en un sentido estricto de la palabra, ya que por el parque del Castle Hill caminaban jardineros atareados y turistas serenos, sino en un sentido más figurado: aparte del extraño Ben y los colombianos, no había una sola persona en Boston con quien pudiera pasar mi tiempo libre, divertirme o, al menos, no sentirme tan pero tan solo.

Pensé en la tristeza de Ben, recordé a Marc, a Fernando, a Céline, a mi hermano… pero no quería deprimirme. Así que volví a subirme a la bicicleta y, mapa en mano, me dirigí hacia el este, a la casa del Charle McArthur de Crane Beach.

Al llegar, rápidamente comprendí que aquello no era sólo una casa. Con el perímetro rodeado por una reja electrificada, el edificio principal ocupaba el centro de un enorme terreno con acceso privado al mar. Era una mansión enorme, con balcones, terrazas: una pequeña reproducción a escala del Castle Hill. Sin embargo, a un costado del terreno pude ver un grupo de casas más pequeñas, todas conectadas entre sí por pasillos techados con enredaderas bajo las cuales se desplazaban varios ancianos vestidos con ropas de colores claros. Algunos con bastón, otros en silla de rueda. Era como si el dueño de casa fuera, además, dueño de un geriátrico. Continué bordeando la reja. A lo lejos, divisé a un hombre ordenando el interior de un velero de madera atracado en el muelle privado de la propiedad. Al fin, encontré el portón principal del predio, donde una casilla de seguridad custodiaba la entrada. Perros negros olisqueaban la tierra. Al percibir mi olor, alzaron las orejas y comenzaron a correr hacia mí. Asustado, ni siquiera me tranquilizó que la reja se interpusiera entre nosotros. Los cuatro fibrosos rottweiler ladraban, me enseñaban los dientes y babeaban esperando poder almorzarme. Sus ruidos llamaron la atención del cuidador, que salió de la casilla y se acercó al portón para ver qué era lo que alteraba a los animales.

Me aparté rápidamente, sin hacer ruido, y me oculté detrás de un árbol. El hombre insultó a los perros, blandió un bastón de esos que utilizan los policías y dejaron de ladrar. Sólo entonces el hombre regresó a su casilla.

Me intrigaban los ancianos, así que caminé en dirección a la parte más cercana de la reja que daba al pequeño complejo de casas de madera pintada de blanco. Escondido detrás de un seto enorme, los miré con detenimiento. Un grupo estaba practicando gimnasia, o mejor dicho estaba tratando de mover sus miembros de articulaciones gastadas y huesos quebradizos. ¿Cuántos tendrían reuma? ¿Artrosis? Sin embargo se los veía felices, moviéndose lentamente, sonriéndose unos a otros, inofensivos como niños pequeños. El resto observaba la clase sentados en reposeras, al reparo de altas sombrillas blancas.

Cuando el profesor dio por terminada la clase, una enfermera se acercó y condujo a los ancianos hasta una mesa ubicada bajo una pérgola, donde les sirvieron el almuerzo. En ese momento reparé que sólo había hombres. Las únicas mujeres eran empleadas que servían comida de unas fuentes brillantes y vasos que parecían contener jugos naturales.

De pronto, vi que por el camino se acercaba una camioneta con el logo de una importante cadena de supermercados. Cuando pasó junto a mí, le hice señas para que se detuviera.

—Buen día —dije.

—Buen día —contestó el conductor, que movía de un lado a otro de su boca el escarbadientes que llevaba entre los labios.

—¿Usted sabe si esta es la casa de Charle McArthur?

—Sí, lo saben todos. ¿Usted no lee las revistas?

—No. ¿Y usted lo vio alguna vez personalmente? ¿Sabe qué edad tiene más o menos?

El conductor sopesó la respuesta entornando los ojos.

—¿Sesenta? ¿Setenta? Lo que sé es que la mujer es joven. Y hermosa.

—¿Y estos viejos?

—No sé. Creo que son parientes del dueño.

—¿Todos? Son más de veinte…

—No sé, deben ser tíos de Europa…

—¿Son europeos?

—Muchos ancianos de este país son europeos —dijo y continuó su camino.

Volví a recorrer el perímetro para alcanzar el punto más próximo de la reja con la casa. Allí pude observar de cerca el escudo que decoraba la fachada: una cabeza de león contemplaba el mar desde la proa de un barco. McArthur. El mismo escudo que Fernando me había enseñado en Glasgow.

Oculto entre los arbustos, me quedé observando la puerta en busca de cualquier movimiento. Entonces la vi. Hermosa, la vi. Tal, la mujer del rostro quemado, leía sentada en una terraza de la mansión de Charle McArthur. Me invadió una excitación desbordante. Tal casada con McArthur. Pero, ¿por qué un fascista del siglo XXI se casaría con una mujer morena y no con una aria? ¿A eso se había referido ella en el restaurante al anunciarme que “había cosas que yo no podría entender”?

La miré fijamente durante casi una hora, esperando que sintiera el magnetismo o alguna extraña fuerza que la llevara a descubrirme allí, contemplándola desde afuera. Pero ella sólo tenía ojos para el libro. En un momento, un hombre mayor salió por el ventanal que daba a esa terraza, con un vaso en la mano. Se acercó a Tal y le acarició la espalda. Ella hizo un gesto brusco para apartarle la mano. El hombre dijo algo que no pude oír y luego se marchó por el ventanal. Sentí unas ganas inmensas de abrazarla, besarle la cicatriz, protegerla de aquel monstruo. La había encontrado. Lo había encontrado. Debía hacer lo imposible por verla a solas. Quizá ella supiera muchas cosas de McArthur, aunque… no podía engañarme: no había nada más importante que ella, su piel y su misterio.

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