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FASTIDIADO

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FASTIDIADO

El jueves siguiente volvimos a analizar una nueva camada de ratones. No sólo no conseguía dar un paso adelante, sino que ni siquiera lograba igualar los resultados alcanzados por Martina. Ben se mostraba otra vez distante, como si se hubiera arrepentido de la intimidad que habíamos alcanzado últimamente.

Al día siguiente, antes de ir a la guardia en el hospital, me dirigí al bioterio para observar el estado de las camadas de ratones que sacrificaríamos en las semanas siguientes. Todos vivos, pequeñas esperanzas para mis grandes sueños que demoraban en concretarse. Esa tarde, pasé por la oficina de Foreman.

—Sólo obtuve el cinco por ciento de regeneración de las fibras —dije.

—Es un buen comienzo. Eso significa que el vector funciona y que tus células curadas trasvasan de la arteria al músculo enfermo —dijo, con un optimismo que yo no compartía.

—Es cierto, y vimos que sólo lo hacen en ratones con distrofia, porque cuando las inyectamos en ratones sanos no hallamos la proteína fluorescente verde en tejido muscular.

—Me cierra —dijo, convencido, Foreman—. El músculo enfermo debe secretar agentes químicos que atraen a tus células hacia el tejido dañado. Quiere repararse o que lo reparen. Muy buenos datos para agregar en la publicación.

—Sí, pero antes por lo menos quisiera alcanzar algo más cerca del treinta por ciento que consiguió Martina con sus inyecciones intramusculares. Sin ese porcentaje estamos lejos de una posible terapia en humanos.

—Claro… —dijo Foreman, y esta vez en su tono no encontré demasiado convencimiento.

La conversación se interrumpió por el estruendoso sonido de la sirena de incendios. Foreman alzó las cejas.

—Otro simulacro —dije. Era el séptimo desde que estaba en Boston.

—No creo, no estaba programado. Vamos, rápido.

Nos unimos al resto del personal, que bajaba las escaleras en silencio. En la calle, varios camiones de bomberos y ambulancias confirmaron las suposiciones de Foreman. Sin embargo no se veía humo ni nada que pudiera evidenciar el incendio, sólo policías, bomberos y médicos que entraban y salían del Enders Building. Un colega me dijo que los bomberos habían recibido una llamada anónima diciendo que se incendiaba el bioterio.

Esperamos durante varios minutos a que terminaran de registrar las instalaciones. Sólo entonces el jefe de bomberos anunció que había sido una falsa alarma. Pensé en los ratones, y sin dudarlo, cuando todo se tranquilizó, bajé hasta el décimo subsuelo. Crucé las barreras de seguridad y me dirigí a los cuatro boxs acrílicos. Todos mis ratones estaban muertos.

—Esta mañana estaban vivos —grité.

Se acercaron los hombres de seguridad.

—¿Qué pasa, doctor? —dijo uno.

—Es imposible que se hayan muerto todos al mismo tiempo. 

Ellos se encogieron de hombros. Quité la tapa del box y me golpeó un intenso olor a CO2.

—Hijos de puta, me los mataron —dije en castellano.

Sin perder tiempo, me dirigí a la oficina de Foreman, pero él no estaba. Me presenté delante del escritorio de su secretaria.

—Necesito hablar con Eric. Es urgente —dije.

Ella marcó un número en su teléfono de mesa, dijo algo en voz baja y después me pasó el tubo.

—Me mataron los ratones —dije.

—¿Estás seguro? —me preguntó Foreman.

—Sí, antes de verte estaban vivos.

—¿Pero todos están muertos?

—Todos, los mataron con CO2. No entiendo cuándo… —dije, y guardé silencio.

De pronto, mis neuronas comenzaron a unir los cabos sueltos: la llamada anónima, la alarma de incendios, la confusión en el edificio… Sentí que las piernas no me sostenían, y me aferré al escritorio.

—Los mataron durante la evacuación del edificio —dije.

—Lo siento.

—¿Cómo que lo sentís? Tenemos que hacer algo… —me quejé.

—Sí, tenés que preparar una nueva camada. Lo siento. Estamos rodeados de celos y envidias, Esteban. No te preocupes, yo tengo grandes esperanzas en tu trabajo. Otra cosa: en un par de semanas tenés que viajar a Idaho a entrevistarte con Warren Buffet, tu patrocinador.

—¿Para qué?

—Para que lo convenzas y te siga pagando el sueldo.

Corté con una sensación de vulnerabilidad que en pocos segundos se transformó en furia. Cuando entré al laboratorio, todos se giraron para mirarme y luego volvieron la vista a su trabajo. Era evidente que ya conocían la noticia. Los miré uno por uno: tesistas, asistentes, post doc, investigadores… cualquiera de ellos podía ser el asesino de mis ratones. ¿Tanta envidia sentían? ¿Merecía ese trato? Si ni siquiera estaba consiguiendo progresos valiosos… Sentí un fuerte dolor de cabeza, una aguja penetrándome las sienes hasta alcanzar todos los hemisferios de mi cerebro al unísono. Me senté frente a mi mesada y me sostuve la cabeza con las manos, intentando detener las migrañas. Cerré los ojos con fuerza. Al abrirlos, el laboratorio desapareció para dejarle su lugar a cientos de puntos brillantes que me cegaban confundiéndolo todo, obligándome a presionar los costados de mi cabeza.

En silencio, Ben se incorporó y salió del laboratorio. ¿Había sido él? ¿El tullido emocional coreano? No. Segundos más tarde regresó con un vaso de agua que apoyó delante de mí.

—Mataron a los ratones —le dije, completamente derrotado.

Entonces apoyó una de sus delicadas manos de cirujano sobre mi hombro.

—Esta noche preparamos otra camada —dijo.

Intenté decirle algo, pero él me dio la espalda y volvió al trabajo. El dolor se hizo más intenso con el paso del día, a pesar de las píldoras de ergotamina mezcladas con cafeína e ibuprofeno. Al fin, luego de dar clases, dejé una nota a la gente de seguridad del bioterio: “Ben: me siento mal. Mañana seguimos” y me marché a mi casa.

Después de darme una ducha, tomé dos paracetamol y un acetominophen y me acosté con las luces apagadas. Tan fuerte era el dolor que cuando me di cuenta estaba llorando de impotencia. Los ratones muertos, mi soledad, todo estaba presionando mis sienes y nada podía detenerlo. Me dormí poco antes del amanecer. Fue una noche corta, sin sueños. Por la mañana, al abrir los ojos, el dolor regresó como si sólo se hubiera marchado para regresar con una potencia renovada que me obligó a guardar reposo y ausentarme del laboratorio, del hospital, de mis clases y del bioterio.

Por la noche seguía igual. Apagué las luces y me acosté. Atardecía, y el silencio de la casa y el dolor pronunciaban aún más mi soledad.

Pensé en Céline, y deseé que estuviera junto a mí, calentando la cama. Me incorporé envuelto en una manta y marqué su número telefónico.

—¿Allô? —respondió un hombre.

Desconcertado, dije:

—¿Está Céline?

—Se está bañando —dijo el francés. Y agregó—: ¿Quién le habla?

Corté. Finalmente, había conseguido un hombre que se quedara en Francia con ella. Y yo estaba solo. Quería cerrar los ojos y dormir, pero el dolor no me lo habría permitido. Además, Ben me esperaba en el bioterio para preparar una nueva camada de ratones.

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