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SOLO

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 SOLO

El siguiente fin de semana volví a montarme en mi bicicleta y me dirigí a Crane Beach. Había pasado toda la semana pensando en Tal, en McArthur, buscando alguna estratagema para poder introducirme en aquella mansión-geriátrico sin llegar a ninguna idea concreta. Sin embargo, era consciente de que si era descubierto entrando ilegalmente a una propiedad privada todo podía complicarse. Pero quería volver a verla. Quizá, si la suerte me ayudaba, ella me vería desde el balcón y saldría a la calle para conversar.

Llegué a Crane Beach cuando comenzaba a llover. Desde el camino, la casa principal parecía vacía, salvo por los perros que olisqueaban los canteros de flores y corrían a los pájaros que se posaban en el enorme jardín. Las persianas estaban cerradas. Quizá Tal y Charle McArthur estuvieran de viaje.

Rodeé el perímetro hasta alcanzar la cerca opuesta a la casa, esa que daba al complejo de casas blancas donde se alojaban los ancianos. Por las ventanas entreabiertas resplandecían las luces de varios televisores. La fina lluvia golpeaba con delicadeza las hojas de los árboles, produciendo un sonido tranquilizador que, como un instrumento más, se unía a la música clásica que llegaba desde el complejo de casas. Sin tocar el alambrado, acerqué el rostro para ver mejor. Entonces oí el ladrido de un perro.

—¿Y usted quién es? ¿Qué hace acá? —preguntó alguien.

Al girarme, descubrí a un hombre vestido con ropas de policía privada, que sostenía con fuerza la correa del rottweiler que me enseñaba los dientes dispuesto a devorarme. Estaba tan sorprendido que no sabía qué excusa poner. En los segundos que permanecí callado, el hombre retiró un walkie talkie del bolsillo de su impermeable militar y alargó la correa, de modo que el perro se acercó a un palmo de distancia. Retrocedí, asustado, y tropecé con las raíces expuestas de uno de los árboles.

—Estoy buscando el Castle Hill. Soy turista. Estoy perdido —grité.

—No puede estar acá.

—Lo siento. ¿Usted sabe cómo puedo llegar a Castle Hill?

Se encargó de darme las instrucciones a regañadientes, sin quitarme los ojos de encima. En ese momento, un cuatriciclo negro se acercaba por el camino, conducido por otro hombre de seguridad. El del perro le hizo una seña que nos tranquilizó a ambos. Al fin, me monté en la bicicleta y me alejé en dirección a Castle Hill.

Me había salvado por poco. ¿Qué diría Foreman si se enteraba que estaba poniendo en riesgo mi investigación por culpa de mi curiosidad? ¿Y si me deportaban?

Seguí pedaleando. Oía un motor cercano: el cuatriciclo me seguía a una distancia prudente, como una escolta desconfiada que quisiera asegurarse de la excusa que les había dado. En un momento, cuando el camino se bifurcaba, el hombre de seguridad hizo sonar la bocina y señaló hacia la derecha. Le agradecí con un gesto y me fui en la dirección sugerida.

Alcancé Castle Hill completamente mojado por la lluvia. Sentía un frío intenso que se mezclaba con los nervios que aún dominaban mi cuerpo. Dejé la bicicleta en la puerta, y retiré de la mochila el envase térmico que había llevado con café.

Junto al portón de acceso al castillo, dos obreros estaban clavando en el suelo un enorme escaparate metálico de esos que se utilizan para dar avisos a los visitantes. Me quedé observándolos mientras el calor de la bebida le devolvía cierta sensibilidad a mis pies y manos ateridos.

Desde el interior del castillo se acercó un tercer hombre cargando una lona plástica enrollada. Esperó que los otros terminaran de asegurar el escaparate y sólo entonces desplegó la lona que, con ayuda de sus compañeros, aseguró al escaparate con tornillos, tuercas y arandelas. Entonces pude leer: “Próximamente: Festival Wagner en Castle Hill. Auspicia Fundación McArthur”.

—Hola, ¿saben cuándo será el festival? —les pregunté a los hombres.

Ellos se volvieron para mirarme, y parecían sorprendidos de que yo estuviera allí, bajo la lluvia, por decisión propia y no por obligaciones laborales como ellos.

—Gringo loco —dijo uno en castellano, y los otros rieron.

—Sí, es un mal día para hacer turismo —respondí en castellano.

Me miraron con desconfianza.

—Pero en Boston siempre el tiempo es jodido —dije, buscando tranquilizarlos.

Sonrieron, y uno contestó:

—El mes próximo.

—Gracias —respondí y volví a subirme a la bicicleta.

Si la suerte me acompañaba, podría ingresar a Castle Hill y quizá pudiera ver a Tal y McArthur disfrutando de la música de Wagner. El viaje de regreso fue tedioso: el frío, la lluvia y el cansancio me dejaron al borde del agotamiento. Cuando entré a mi departamento sentía que me iba a explotar el cerebro. Me di una ducha caliente y tomé ibuprofeno sabiendo que aquello no podría detener las migrañas, pero otra ergotamina en la misma semana causaría un efecto rebote aumentando aún más la frecuencia de los dolores debajo del ojo derecho o mis sienes.

Lentamente, con Ben estábamos forjando una dinámica de trabajo que se perfeccionaba noche a noche. Preparamos el catéter, realizamos las incisiones, inyectamos los ratones y volvimos a cerrar los cortes. Yo iba preparando las células a diferentes concentraciones como así también la infecciosidad de los vectores para ir probando en estas camadas de ratones algunos parámetros sutilmente diferentes y esperar mejores resultados. Durante todas las horas que pasamos en el bioterio, las migrañas no mermaron. Sin embargo traté de mantenerme concentrado en nuestra labor. Lo logré gracias a la eficacia de Ben, que me guiaba como a un niño pequeño con afanes de científico. Mientras volvía a colocar los ratones en el box de acrílico tabulado, Ben me deseó buenas noches y se marchó.

A través de las ventanas, vi que el cielo comenzaba a clarear desde el este. Agotado física y psicológicamente, volví a sentir ese fuerte dolor en las sienes que sólo había desaparecido porque había tratado de pensar en mi trabajo. Pero estaba ahí, como un cazador furtivo esperando que me relajara para volver a atraparme.

¿De eso se trataba mi vida? ¿Matar ratones para fracasar? ¿Morirme por un tumor en el cerebro? ¿Vivir sin más relaciones humanas que las que podía generar en mi trabajo? Respiré profundamente. Recordé que al día siguiente tendría que tomar un avión para convencer a un multimillonario de que gastara unas migajas de su fortuna en mi carrera, en unas investigaciones que no terminaban de convencerme ni a mí.

Solo en el bioterio, sentí una soledad que excedía lo físico, era una soledad simbólica que de pronto volvía a traerme las visiones de mi país prendido en llamas, del hombre que me había reemplazado en la cama de Céline, la falta de amigos, de una compañera o una madre que me abrazara y me dijera dulcemente al oído que todo iba a salir bien, que no debía preocuparme.

Unos ruidos me trajeron a la realidad.

—¿Todo en orden, doctor? —me preguntó uno de los encargados de seguridad.

—Sí —dije, secándome las lágrimas, buscando ocultar mis sentimientos—: sólo es una reacción alérgica.

Al fracaso, pensé. A la soledad, me repetí.

Detrás del de seguridad vi que Ben entraba apurado. Había olvidado un juego de llaves junto al mechero. Al ver que me tomaba las sienes, preguntó:

—¿Estás bien? ¿Te duele algo?

—La cabeza. Tomé ibuprofeno, paracetamol, acetominophen… no me hace nada. Tengo que ir a ver a un médico. Cada vez es peor.

Sonrió, como si alguien hubiera contado un chiste que sólo él había oído.

—No vayas. No pierdas tiempo —dijo, abriendo su maletín y retirando un recetario. Mientras garabateaba en una hoja, dijo—: Las migrañas son el fracaso de la neurociencia. Nadie sabe de dónde vienen. Y vos tenés que estar bien para poder seguir trabajando. Ergotamina. Es un vasoconstrictor. Con eso basta.

Sonreí y no le dije nada. Me acompañó a la farmacia más cercana, junto al Hospital de Niños, y compré lo que Ben me había recetado. Tomé una píldora delante de él y vi su cara de satisfacción. Le agradecí. Al llegar a casa me bañé y me acosté. El dolor había desaparecido.

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