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Buenos Aires, Argentina. Noviembre de 1972

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Buenos Aires, Argentina. Noviembre de 1972

El país está revolucionado por el regreso de Perón. Se huele cierto aire de revanchismo en las calles. Luego de tantos años de proscripción, el peronismo vuelve al primer plano de la vida política argentina. Espero que esto sirva para calmar a la población y disipar la violencia que hemos vivido en los últimos tiempos. Aunque, viendo la tensión que atraviesa a la sociedad, dudo de que esta nueva era sea distinta a las anteriores. Lentamente, siento que mi vida comienza a cambiar. He renunciado a participar de nuevas misiones por una sola razón: mi nieto. ¿De qué ha servido tanta violencia, tantas pérdidas, tantas soledades?

Hoy fuimos al zoológico con Esteban y María Teresa. Es extraño, pero esta nueva vida de ratos me hace feliz, pero de a ratos me carga de culpas. Karl y Lara han pasado los últimos días tratando de convencerme para que los acompañe en una nueva misión. Hoy, mientras Esteban trataba de imitar los sonidos de un elefante, pensé que nunca vi a Gregorio jugando, que nunca lo llevé a la plaza… y estuve a punto de ceder al llanto. Desde su compañía silenciosa, María Teresa descubrió que algo me estaba pasando. Pobre mujer, si supiera todo lo que le he escondido. Estoy viejo. Yo, que vi a los nazis apaleando y asesinando niños, quiero llorar porque mi nieto reproduce el ruido de un elefante. ¿En qué me he convertido?

Buenos Aires, Argentina. Febrero de 1973

No puedo fallarles. Hoy me he despedido de mi mujer como en los viejos falsos tiempos. Le he dicho que saldría de pesca con un antiguo compañero de trabajo. Ahora vamos subidos a un camión por la ruta 9, camino a la provincia de Misiones. Karl conduce mientras Lara despliega el mapa sobre sus rodillas en el asiento de adelante. Yo miro el paisaje verde que pasa por las ventanillas. Ernest Reich vive en la Triple Frontera desde que escapó de Hungría, luego de dirigir el exterminio de los judíos de varias ciudades. Es mi último aporte a esta causa que tantos años venimos llevando adelante. La Mossad nos espera en Foz do Iguaçu: tres agentes y un avión privado. Nuestra misión parece sencilla: embaucar a Reich haciéndonos pasar por jubilados turistas, alojarnos en su pequeño hotel, drogarlo, cargarlo en el auto y llevarlo hasta Brasil para que sea deportado ilegalmente. Aunque, ¿qué es la legalidad?

Iguazú, Argentina. Febrero de 1973

Reich es un anciano endeble que no sospecha nada. Sus ojos están nublados, acuosos, como si contuvieran las lágrimas de sus miles de víctimas húngaras. Quizá sea así: todo lo que destruimos habita en nosotros. Lo que creamos, en cambio, nos cuestiona y nos somete. Quiero terminar lo antes posible. Sin embargo, Karl y Lara están empecinados en respetar el protocolo indicado por la Mossad. Debemos esperar cuatro días. Sólo entonces haremos lo que hemos venido a hacer.

Extraño a Esteban. De alguna manera, es lo único que me importa. Quiero enseñarle a jugar al ajedrez. Me compraré una casa de campo y pasaré los días que me quedan conversando con él, jugando al ajedrez hasta que me encuentre la muerte. Pasado mañana actuaremos. Ya está todo preparado: los sedantes, los pasaportes falsos para cruzar la frontera.

Hoy llamé a Buenos Aires para preguntarle a María Teresa cómo andaba Esteban. Pero quien me atendió fue Gregorio. “Mamá no te va a atender porque se murió. Y vos no estabas. Hace dos días que está muerta, sola, en la cama. Sos un hijo de puta. Ni siquiera estuviste para abrazarla”. Nunca voy a poder olvidarme de esas palabras. Hace dos horas que corté la comunicación y aún sigo llorando. ¿Qué hice? ¿Qué estoy haciendo?

Ruta 9, Argentina. Marzo de 1973

Maté a un hombre por primera vez en mi vida. No me siento bien, pero necesitaba hacerlo. Necesitaba descargar la furia con alguien. Dejé mi vida por todo esto, y alguien tenía que pagarlo. Karl y Lara están furiosos conmigo. No me hablan. Ni siquiera me miran por el espejo retrovisor. Anoche, mientras ellos dormían, tomé mi arma y entré a la habitación de Reich, que dormía como si nada atormentara sus sueños. Antes de que despertara lo maniaté y le cubrí la boca con una toalla. No quería que muriera apaciblemente. Quería que supiera por qué iba a hacerlo. Hungría, dije. Sólo entonces abrió los ojos con espanto. Alguna gente ni siquiera merece un juicio justo. Disparé una, dos, tres veces. Lara y Karl entraron corriendo a la habitación. Minutos después nos lanzamos a la ruta. Sigo viendo la sangre derramada sobre aquel criminal. Pero no me alcanza. Toda la sangre de todos los criminales no alcanzaría para justificar esta tristeza que, ahora lo sé, me acompañará hasta que muera.

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