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—¿Y? —preguntó Antonio cuando clavé los ojos en el microscopio.

Alcé la vista. El corazón me daba saltos dentro del pecho. Atónito, dije:

—No puede ser… Pasame los músculos de otro ratón inyectado.

El segundo ratón mostraba lo mismo: ni rastros de fibras enfermas. El ratón estaba completamente curado.

—No lo puedo creer —dije.

—¿Qué pasa?

—Están curados. No hay rastros de la distrofia, las fibras musculares están perfectas —grité.

Abrimos los cinco ratones que habíamos inyectado y en todos ellos encontramos lo mismo. La enfermedad había desaparecido. Habíamos encontrado la cura.

Fueron horas de excitación. Mientras abría un cadáver tras otro, en mi cabeza pasaban imágenes de mi propia consagración: “científico argentino en Harvard encuentra la cura a la distrofia muscular de Duchenne a través de la ingeniería genética, la biología molecular y la terapia celular”.

—No hay rastros de la distrofia —dije, emocionado, mirando a Antonio.

—Eureka —dijo Antonio.

—Todavía tenemos que analizar los dos grupos control, pero hoy no llegamos.

—Mañana preparamos las muestras de los ratones enfermos a los que inyectamos solución fisiológica y células enfermas no curadas, los analizamos, confirmamos estos datos y a la noche Foreman te propone en Estocolmo para el Nobel —dijo Antonio sin ironías.

Agradecí que fuera latino: y agradecí que no temiera abrazarme para mostrarme su apoyo y felicidad.

—Llamemos a Foreman —dijo.

—No, mañana después de analizar los grupos control —dije.

Pero lo cierto es que me temblaban las manos. Ya era la hora de dar clases, pero no podía pensar en nada más que en mi éxito. Desde un teléfono del bioterio llamé a un compañero de cátedra y le pedí que me reemplazara en la clase de esa noche.

Al salir del Hospital, sentía que no cabía por los pasillos. Miraba a la gente con la que me cruzaba con ganas de detenerlos y gritarles que estaban delante de un inminente premio Nobel. Llegué a mi casa y lo primero que hice fue llamar a mi mamá. Me atendió el contestador:

—Hola, señora Rach. Quiero contarle que su hijo encontró la cura para la distrofia muscular de Duchenne y dentro de poco va a ganar el Nobel. Estoy como loco ma, no lo puedo creer. Estoy feliz —dije y corté.

No sabía qué hacer. Me sentaba, encendía la tv, me incorporaba, miraba por la ventana, me servía un vaso de vino y volvía a sentarme. Lo había logrado. Al fin había conseguido algo importante para la ciencia.

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