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FRUSTRADO

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FRUSTRADO

Esa noche, por primera vez en varios años, volví a soñar con la muerte de mi abuelo. Me desperté asustado, tan asustado como el día en que Alex murió. Me duché, me vestí y bajé al lobby del hotel para desayunar. Elegí una mesa apartada. Los demás congresistas comenzaron a llegar poco a poco. Nos deseamos los buenos días con una amabilidad esterilizada: sin tocarnos, sin mirarnos a los ojos. A ninguno le había ido mejor que a mí, y nuestras caras eran una mezcla de cansancio, frustración y nostalgia por regresar a nuestros claustros. Un grupo de españoles se ubicó en una mesa junto a la mía. Hablaban de la fiesta de cierre del congreso que se haría esa tarde en un museo de la ciudad y de la posibilidad de conseguir un poco de absenta para aliviar las tensiones de los últimos días.

Como teníamos la mañana libre, alquilé una bicicleta y decidí gastar la energía pedaleando por la ciudad. El día era perfecto: el sol calentaba sin abrasar, el viento que llegaba del mar era fresco y la gente que andaba por la calle lo hacía en autos último modelo que valían más que la beca anual de cualquier estudiante de doctorado. Durante los últimos años, los paisajes de Francia, el sol, las montañas y el mar habían sido el contrapunto perfecto para mis largos encierros en el laboratorio o en mi oficina, donde pasaba horas dedicado a escribir mi tesis. Los museos y el aire libre eran algunas de las pocas cosas que podían alejarme por un rato de mis investigaciones. Ahora, el solo hecho de que la continuidad de todo eso estuviera en peligro bastaba para deprimirme. Necesitaba ver el mar, tocar la arena y descansar un poco.

Con los años me había acostumbrado a las playas del Mediterráneo: curvas, ocultas en pequeñas calas de no más de cien metros, tan distintas a las playas argentinas en las que la línea costera es una aburrida recta que comienza al sur de Buenos Aires y termina al sur, bien al sur, pasando por la Patagonia hasta alcanzar el Cabo de Hornos. Las playas de Juan Le Pin eran tan estrechas que permitían a los bañistas ir de la barra del bar hasta el mar sin que se les calentaran los tragos y sin que se quemaran demasiado los pies. Hasta en eso Europa me resultaba tan funcional al ocio.

Aunque intentaba no pensar en eso, la visita de Boulard me había enfrentado con el silencio que había seguido a la muerte de mi abuelo Alex. Efectivamente, yo era su nieto preferido. Pasábamos mucho tiempo juntos, tanto en su casa de Palermo como en su quinta de Cardales. Mi abuela murió antes de que yo naciera, y mi padre, Goyo, apenas si tenía contacto con Alex. Amparado, o bien ocupado por su trabajo de vendedor de la empresa Union Autos, durante la infancia de Goyo, Alex había pasado largas temporadas viajando por el interior de Argentina. Mi padre se había acostumbrado a su ausencia, tanto que cuando él creció y mi abuelo dejó de trabajar, siguieron sin tener un contacto frecuente. La distancia entre ellos era algo natural. Sólo volvieron a verse cuando nací yo y mi abuelo comenzó a dedicarme todo el tiempo que no le había dedicado a su propio hijo.

Frente a mí, sobre la playa, dos hombres caminaban junto al mar tomados de la mano, vestidos con unos trajes de baño minúsculos, los cuerpos bronceados y marcados por horas y horas de ejercicio. Por un momento, envidié su despreocupación. Luego, pensé en mi abuelo. Aceptar que Alex tenía una doble vida era darle la razón a mi padre.

Regresé al hotel poco después de mediodía. En el lobby, varios congresistas bebían tragos y conversaban, excitados. Al pasar, Caroline me hizo una seña para que me acercara.

—Vas a ir a la fiesta, ¿no? —preguntó.

—Supongo que sí. Quizá sea la última oportunidad de conseguir un trabajo…

—Basta. Hoy sólo tenemos que divertirnos —dijo ella, sonriéndome.

—¿No te deprime no saber qué va a ser de nosotros y de nuestras investigaciones?

—Mañana vamos a tener tiempo para eso.

La dejé hablando sola. A veces me cuesta simular la frustración. Subí a mi habitación y llamé a Céline. El teléfono sonó dos, tres veces, hasta que ella al fin atendió.

—Hola, amor —dije, como quien repite una oración religiosa.

—¿Quién es?

—Esteban.

—Hola, ¿cómo te fue?

—Mal.

—Pero… ¿cómo? Si sos uno de los mejores genetistas…

—Justamente por eso. Soy científico, pero para que me vaya bien tendría que ser un Relaciones Públicas.

—No importa, intentalo.

—Ya es tarde. No sé para qué vine. Me hubiera quedado en Montpellier aprovechando los últimos momentos de la beca para terminar mi tesis.

—Tenés que mostrarte. Nadie va a ir a llevarte una beca o un trabajo al laboratorio.

—¿Por qué no?

—Porque no funciona así. Me lo explicaste vos.

—…

—Te quedaste callado —dijo Céline.

—Estoy un poco cansado, hoy salí a pedalear. Encima esta tarde es la fiesta de cierre y…

—Tenés que ir. Tenés que hacer lo imposible para conseguir una beca y quedarte en Francia, amor.

—Bueno, si no la consigo vos podés venirte conmigo donde yo consiga trabajo.

Esta vez, la que hizo silencio fue ella.

—Bueno, voy a prepararme para la fiesta.

—Te extraño.

—Yo también.

Me duché, me vestí y me dirigí al Château Grimaldi, donde se encontraba el Museo Picasso. Al llegar, busqué la barra donde servían tragos y pedí una cerveza fría. Me sentía extraño, pero lo peor era que llevaba veinticuatro horas tratando de matar una voz que gritaba dentro mío y me acusaba de cobarde y traidor de aquel abuelo que me había enseñado a jugar al ajedrez, que me había regalado mis primeros juegos de química y que había muerto violentamente, frente a mis ojos.

A mi alrededor, genetistas, biólogos moleculares, médicos y doctores conversaban en un tono parecido a la despreocupación. De a ratos, cuando entraba alguien importante, las sonrisas se esfumaban y todos nos poníamos nerviosos. Recorrí el museo mirando decenas de cuadros de Picasso y algunos pocos de Léger y Miró. Tres cervezas más tarde ya había aceptado dos cosas: que no iba a obtener nada positivo de la fiesta y que Boulard me había provocado una curiosidad enorme. ¿Por qué razón debía escaparme de lo que él tenía para decir?

De pronto, envalentonado por las cervezas, tomé una decisión. Salí a la calle, me dirigí a la estación de tren y saqué un boleto hacia Niza, dispuesto a escuchar lo que tenía para decir el amante de mi abuelo.

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