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CURIOSO

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CURIOSO

Los efectos del alcohol se disiparon a medida que el tren se acercaba a Niza. Cuando se detuvo en la estación, sólo me quedaba un leve mareo y la sensación de estar cometiendo un error. Sin embargo, algo me llevó a tomar un taxi en dirección a la casa de Boulard. No era valor, tampoco el cariño hacia mi abuelo. Sólo curiosidad: ¿cómo había hecho Alex para ocultarles a todos su doble vida? ¿Cuánto había sufrido por ser rehén de una época plagada de discriminaciones, señalamientos y “buenas” costumbres?

Al bajar del taxi, en la puerta de la casa de Boulard me recibieron dos enormes dogos de Burdeos de color marrón. Estaban echados en el césped, y transpiraban por la lengua bajo los últimos rayos de sol. No me ladraron. Apenas si me enseñaron los dientes, como si ese fuera el único movimiento que les permitía el mes de junio. Les hablé en francés. Entonces cruzaron el jardín lentamente y vinieron hacia mí ladrando y moviendo sus pequeñas colas. Uno de ellos se alzó sobre sus patas traseras y apoyó las delanteras sobre mi cintura para olerme de cerca, mientras el otro corría en círculos a nuestro alrededor. Tuve una agradable sensación de estar en casa, como cuando vivía entre los guajos. Después de todo, Boulard era una especie de dimensión censurada de mi abuelo.

—Marx, Engels —gritó Boulard desde la puerta. 

Sonreía, satisfecho.

Seguí a los perros hacia la casa. Boulard me estrechó la mano con fuerza y señaló la mesa preparada para dos comensales.

—Sabía que ibas a venir.

Entré.

Todo en el interior era madera, alfombras y sillones de almohadones blandos. Boulard me señaló un sillón, y me senté. Mientras él se dirigía a la cocina yo me dediqué a mirar las paredes: medallas enmarcadas, fotos en blanco y negro de grupos de hombres y mujeres fumando, Boulard de joven sosteniendo un fusil, un grupo de soldados de pie sobre los restos de un avión alemán, Boulard besándose con una mujer… Al menos él también parecía haber escondido su identidad detrás de la marquesina del matrimonio.

A mis pies, los perros permanecían acostados uno junto al otro. Todo era apacible: las fotos, el descanso de los perros, el sillón, las alfombras… Sin embargo de pronto me sentía muy nervioso. Boulard regresó con una botella de vino blanco frío y dos copas.

—El alcohol aviva los recuerdos —dijo.

Con esfuerzo, intentó descorchar la botella pero a medio camino comenzó a resoplar.

—Tengo cáncer —dijo.

—Lo lamento.

—No, quiero decir que tengo cáncer de pulmón y no puedo hacer mucha fuerza. ¿Podrías destapar la botella?

Asentí. Quité el corcho y serví vino en las copas. Él se alejó en dirección a una puerta. Al verlo de espaldas, noté que cojeaba. Operación de cadera. Nada extraño a su edad. Cuando regresó, cargaba una pequeña caja de madera barnizada en un tono oscuro. La dejó sobre la mesa, delante de mí, y se sentó en el sillón del lado opuesto de la sala.

Me vio mirar la caja, y dijo:

—Esto es para vos.

—Gracias —dije, sin tocar la caja.

Me di cuenta de que sus ojos me estaban inspeccionando. Nervioso, me pasé una mano por el rostro mientras él encendía su pipa. Pronto, el aire de la sala se llenó con el aroma del tabaco y el sonido de la tos de Boulard, que carraspeó dos, tres veces y al fin soltó una nube de humo. Luego tomó una de las copas y la alzó proponiendo un brindis:

—Por Alex.

No compartí el brindis. Estaba demasiado nervioso como para intentar mostrarme tranquilo.

—¿No vas a abrir la caja? —preguntó.

—¿Usted quién es?

—Un amigo de tu abuelo. Ya te dije ayer… Además de entregarte esa caja, quería que me cuentes qué fue de él. Dejó de escribirme a comienzos de los años ochenta.

—Los muertos no escriben.

—Ya lo sé. Pero… ¿cuándo murió?

—Lo mataron el 30 de junio de 1982. Yo estaba con él.

—Pero… debías ser muy chico.

—Once años.

Boulard tenía razón en algo: el vino ayuda a recordar. La primera copa proyectó en mi cabeza las imágenes del asesinato con una nitidez escalofriante.

—Mi abuelo ya se había instalado definitivamente en Cardales, un campo que tenía en las afueras de la ciudad. Pero fuimos al departamento de Palermo a buscar unos documentos que él necesitaba para cobrar la pensión del gobierno alemán y nos tentamos con el tablero de ajedrez. Jugábamos siempre. Y ese día estábamos jugando cuando llamaron a la puerta. Alex se paró, abrió y cuando intentó volver a cerrar ya era tarde: un tipo le pegó una patada a la puerta y entraron otros dos. Uno de ellos me agarró en el aire y me lanzó detrás de un sillón para que no viera cómo uno de los otros mataba a mi abuelo pegándole martillazos en la cabeza.

Me limpié las lágrimas, avergonzado por lloriquear frente a ese desconocido. Volví a servirme vino. Boulard, con los ojos fijos en su pipa, guardaba silencio.

—¿Y entonces? —preguntó.

—Me quedé escondido durante mucho tiempo atrás del sillón. Hasta que vi que por el piso me llegaba una lengua de sangre viscosa que salía de la cabeza de mi abuelo. Caminé en cuatro patas hasta el teléfono y llamé a mi papá. Fin de la historia.

—No puede ser. Alguien tiene que haber investigado…

—Sí, lo hicieron. Fue un asesino serial… Lo llamaban el Martillero.

—¿De qué estás hablando?

—El Martillero era un asesino serial de homosexuales de la zona norte de Buenos Aires, eso dijo la policía.

—¿Alex? ¿Homosexual? ¿Es una broma?

Desde las paredes me miraban decenas de hombres y mujeres del siglo XX, en sepia, blanco y negro y color, armados, abrazados, inquisidores desde el recuerdo.

—Me parece que voy a tener que explicarte muchas cosas… —dijo Boulard cuando se lo permitió su ataque de tos.

—¿Qué?

—Que tu abuelo era uno de ellos —dijo, señalando las fotos.

—¿Y quiénes eran ellos?

—Integrantes de distintas células de nuestro movimiento… una organización internacional… ahora me ves viejo, pronto me voy a morir. Pero hace unas décadas, tu abuelo y yo éramos cazadores de nazis.

Solté una carcajada. Me había dejado seducir por ese anciano senil que ahora me miraba con recelo y amonestación. Mientras caminaba hacia la puerta, los perros siguieron mis pasos.

—No te vayas, todavía no terminé.

—Mire, Boulard. Usted imagínese el pasado que quiera. Yo me dedico a la ciencia, por lo tanto creo que sólo las pruebas concretas nos pueden acercar a la verdad. Y a mi abuelo lo mató un asesino serial de homosexuales. Lo dijo la policía, me lo dijeron mis propios padres.

Boulard se incorporó con esfuerzo. Volvió a toser, volvió a acercarse y a tomarme el brazo. Sin embargo, ahora parecía más conmovido que preocupado.

—De la policía no me sorprende… y menos la policía argentina, que siempre fue antisemita y llevaba años amenazando a nuestra célula en América del Sur. Pero… ¿tus padres también te mintieron? Entonces todo esto es más importante de lo que pensaba. El hombre sólo miente por dos razones: por miedo o conveniencia. Me pregunto cuál de las dos llevó a tus padres a esconder la verdad sobre Alex.

—Usted no sabe nada. La policía encontró el martillo, murieron otros homosexuales cerca de la casa de Alex en las mismas condiciones…

Boulard me apretó el brazo con una fuerza que sugería haber conocido años mejores. Me zafé con un movimiento leve que hizo tambalear al anciano.

—A tu abuelo no lo mató ningún asesino serial.

—¿Y entonces quién lo mató? —pregunté, desafiante.

—Eso tenemos que averiguarlo vos y yo. Y yo sé por dónde podemos empezar…

Sonreí con toda la ironía que me podía caber en el rostro.

—Usted está loco, Boulard, y yo tengo que conseguir un trabajo o una beca para poder quedarme en Francia.

—Si eso te ayuda a tapar que sos un cobarde, lo entiendo. Esto no es para todos.

Abrí la puerta de calle. Miré a Boulard por última vez: arrugado, achacado por el cáncer, rodeado por sus perros, y sentí algo parecido a la piedad.

—Cuídese.

—Quedate, puedo mostrarte pruebas de…

—No hace falta, quédese con la caja. Tengo que volver a Montpellier.

Boulard apretó los labios conteniendo un insulto, un llanto o algo que se negó a expresar. Tan sólo dijo:

—La valentía no se ve desde los microscopios.

—La locura tampoco.

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