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TRISTE

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TRISTE

De regreso a Juan Le Pin, mientras el tren cruzaba la Costa Azul francesa, las fantasías de Boulard habían dejado de enfurecerme. Ahora, lisa y llanamente sólo me provocaban gracia. El viaje no había sido en vano: tenía una anécdota divertida para contarle a mi novia, a mis amigos, incluso a mi madre. En la recepción del hotel me entregaron un mensaje de Marc: el comité de análisis de resultados de becas del CNRS había comenzado a recorrer los institutos para evaluar a los doctorandos becados. De todos los que teníamos la beca, sólo uno podría quedarse en Francia. No sabía en qué lugar me encontraba, pero no faltaba tanto para saberlo: el comité pronto llegaría a Montpellier para definir mi suerte, que para entonces ya debía estar echada.

Mientras guardaba mi ropa en la pequeña valija, tomé el teléfono de la habitación y marqué un número de once cifras en el teclado. Mamá atendió enseguida, como si estuviera esperando el llamado.

—Joaquín… ¿dónde estás?

—Soy Esteban.

—Ah, pensaba que era tu hermano. Me dijo que venía a cenar y todavía no llegó. Pero… ¿qué hora es ahí?

—preguntó de golpe, preocupada.

—Las dos de la mañana.

—¿Y qué hacés despierto? ¿Pasó algo?

—No, tranquila, está todo bien. Terminó el congreso y estoy haciendo la valija porque mañana viajo muy temprano.

—¿Y cómo te fue?

—Bien, todo bien. Te llamaba por otra cosa. Ayer se me acercó un francés y me dijo que había sido un amigo íntimo de Alex.

—¿De tu abuelo?

—Sí.

—…

—Me invitó a cenar. Vengo de ahí.

—Ah… ¿Y?

—Está más loco que una cabra.

—Y, la edad, debe ser.

—Cuando le conté cómo murió Alex me dijo que no podía ser, que lo del Martillero era todo mentira. Un loco. Me dijo que él y Alex cazaban nazis. ¿Mamá? ¿Me escuchás?

—Sí —dijo mi madre, pero algo había cambiado en su voz.

—¿Estás bien?

—Sí. Te dejo que debe estar por llegar tu hermano…

—No, pará.

Al otro lado de la línea, del océano, de los continentes, mi madre comenzó a carraspear. Primero tosió, después respiró hondo, y entonces, sólo entonces, comenzó a llorar.

—¿Qué pasa?

Mi madre habló, pero esta vez no le interesó disimular su llanto. Estábamos lejos, pero podía imaginarla llorando con los dientes apretados y los ojos abiertos de par en par, como hacía cuando yo era chico y ella intentaba ocultar su tristeza.

—Boulard —dijo.

—¿Cómo lo conocés?

—Alex nos contó de él…

—Era el amante, ¿no?

—No.

Me senté en la cama, ni siquiera podía sostenerme. Los vasos sanguíneos de mi cerebro comenzaron a oprimirse y dilatarse. Otra vez migrañas. Y cerré los ojos.

—Boulard… entonces…

—Boulard te dijo la verdad. Perdonanos... teníamos miedo, los militares, la policía… no queríamos ser desaparecidos.

Mi madre lloraba.

—No puedo hablar más, Esteban…

—No me cortes.

—No, en serio. Perdoname. Llamalo a Jorge. Él te va a contar todo.

Mi madre cortó antes de que pudiera decir nada. Tenía la respiración agitada. Me sentía un idiota, un ratón de laboratorio encerrado en el cubo de cristal que mis padres habían construido para protegerme de la verdad sobre el asesinato de mi abuelo.

Afuera el cielo comenzaba a clarear desde el Mediterráneo. En Misiones sería pasada la medianoche. No me importaba eso, ni tampoco otra cosa.

—¿Jorge? Soy yo, Esteban.

—Ahijado. ¿Vos sabés la hora que es?

Le conté todo rápidamente: la visita a Boulard, la conversación con mi madre. Él escuchó en silencio. Al fin, dijo:

—Esperá. Busco el mate y vuelvo.

Cuando volvió a hablar, las estrellas ya se habían ido del cielo europeo.

—Tu abuelo fue todo eso que te dijo Boulard. Tu viejo se enteró de casualidad, un día en que llegaron unas cartas de Francia. Tu abuelo estaba de viaje y el sobre decía “Urgente”. Tu viejo lo abrió. Al principio le pareció una joda, como a vos. Después, cuando le entregó el sobre a Alex, él le confirmó que todo era cierto. Cuando lo mataron, todos aceptamos la historia oficial sin hacer preguntas porque todos habíamos recibido amenazas. Los días posteriores entraron a tu casa, revolvieron todo, dejaron amenazas escritas en la pared.

—Yo no vi nada, nadie me contó.

—Tenías once años, Esteban, y tu hermano cuatro. Ya habían desaparecido miles de personas… tu viejo sólo quiso protegerte. Por eso te pidió que no le dijeras nada a la policía. Por eso aceptó que el asesino había sido un tipo solo y no tres, como decías vos. Se la veía venir. Si vos declarabas, lo más probable es que los hubieran boleteado a todos. Por eso te mandó conmigo a Chaco. Yo no estaba de acuerdo con eso… tu abuelo tenía contactos internacionales que podríamos haber usado… pero tu papá no quiso. Era una época difícil, entendelo.

—¿Y vos por qué no me contaste?

—Tu viejo era mi mejor amigo. No podía pasar sobre él. Ponete contento, Esteban, tu abuelo cazó a varios nazis. Lo mataron por eso, y andá a saber por cuántas otras cosas. ¿Sabés que ayer me encontré con Maresmu? ¿Te acordás de ella? Me preguntó por vos y… Hola… hola… ¿Esteban?

Corté. Demasiadas mentiras para una sola noche.

Me quedé sentado en la misma posición durante largos minutos. Poco a poco, el cielo fue aclarándose desde el este. Estaba perplejo. Al fin, cuando el primer rayo de sol atravesó el cristal de la ventana, me incorporé, me desvestí y me metí en la ducha. Es el único lugar donde puedo llorar sin medida. Y lloré. Lloré durante varios minutos un llanto que tenía postergado desde hacía diecinueve años. Yo tenía razón: la policía había mentido. Con esfuerzo, intenté recordar el rostro de aquellos tres hombres pero sus rasgos se habían diluido con el tiempo. No la angustia, y tampoco esa mancha viscosa alrededor de la cabeza de mi abuelo. Cuando cerré el agua, ya había tomado una decisión.

Me vestí, hice el check out en la recepción del hotel y llamé a Marc.

—¿Cuestiones familiares? Si estás solo en Francia. Además tenés que terminar la tesis antes de que vengan a examinarte los del CNRS...

—Ya lo sé. Pero todavía no puedo volver.

No mentía. De una vez por todas, necesitaba saber la verdad sobre mi abuelo.

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