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EXTASIADO

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EXTASIADO

Tardé dos días en poder reunirme con Foreman. Durante ese lapso me dediqué a conocer el campus de la universidad, en Cambridge. También pude comprobar los efectos del atentado: la ciudad se había militarizado por completo. Tanquetas, autos del servicio secreto, helicópteros… Y una sensación de tristeza y desolación que podía palparse en cada rostro, en cada bandera a media asta, en cada anciano que llevaba un listón negro y también en los titulares de los diarios, que prometían una acción militar sin precedentes contra el mundo árabe.

Sin precedentes, también, era esa ciudad dentro de la ciudad llamada Cambridge. Lo primero que noté fue la diversidad cultural de los estudiantes, venidos desde todas partes del mundo para formarse en la Meca y aplicar en sus países los conocimientos adquiridos. Había visto tantas bibliotecas en mis caminatas que había perdido la cuenta. Libros incunables, papers recién publicados, equipamiento de última generación… aquello, sin dudas, era el paraíso. Y el río Charles, como una serpiente retorcida, cruzaba la ciudad formando parques en sus márgenes, donde soplaba un aire fresco ideal para correr. En dos días, había corrido sin descanso.

Estaba ansioso por conocer a Foreman y agradecerle el puesto de post doc que me había conseguido en su laboratorio, seguramente financiado por alguno de los excéntricos millonarios que destinaban una parte de sus enormes riquezas a la ciencia, como quien le da una limosna a un homeless.

Cuando el shuttle, esa especie de autobús exclusivo de los que pertenecíamos a Harvard se detuvo en la estación del hospital, bajé con mi ansiedad a cuesta y me dirigí al Enders Building. A medida que el ascensor alcanzaba el sexto piso, crecían mis nervios y mi ansiedad. La secretaria era otra distinta a la que me había atendido el día de mi llegada, y llevaba un pin con la bandera americana. Me presenté y le dije que tenía cita con Foreman.

—¿Nombre?

—Rach, Esteban Rach.

—Bienvenido —me dijo, contrayendo sus mejillas de porcelana en una sonrisa cordial.

—¿Y la otra chica…?

—¿Rose? De licencia, su prima… —dijo, bajando la mirada.

—Lo siento.

—Todos lo sentimos —dijo, acariciando con la yema del pulgar la bandera que llevaba sujeta a su ropa—. Puede esperar al señor Foreman allí, en aquellos sillones donde está el señor Jenkins. También es su primer día —dijo, señalando unos sillones que estaban ocupados por una única persona: un asiático treintañero que llevaba lentes gruesos y no dejaba de acomodarse la corbata.

Corbata. Tendría que haberme vestido mejor, pensé al ver el traje Armani de Jenkins junto a mi pantalón de jean y mi remera, algo que hubiera pasado por “ropa formal” en las despreocupadas instalaciones de Marc en Francia.

—Hola. Esteban Rach —dije al sentarme.

El asiático me miró, inclinó la cabeza y volvió a rebuscar algo en la punta de sus zapatos lustrados con pulcritud.

—¿Venís como post doc o investigador? —pregunté.

—Post doc, lamentablemente —dijo, como si nuestro nombramiento fuera lo que realmente era: un estrato siniestro, un limbo donde estábamos aquellos que ya éramos doctores pero no lo suficientemente buenos aún como para ser contratados como investigadores.

—Pero estamos en Harvard —dije, sonriendo con sinceridad.

Jenkins se encogió de hombros y volvió a mirar la punta de sus zapatos.

Minutos después, la secretaria lo autorizó a pasar. Durante la media hora que Jenkins estuvo reunido con Foreman, yo me dediqué a caminar por el largo pasillo donde se podía acceder a los laboratorios, entre los que se encontraba el de Martina Cescu, de quien había leído algunos textos. Me sorprendieron las distintas secciones de seguridad que había que cruzar para entrar a cada laboratorio y las máquinas que podía ver a lo lejos, todas nuevas, impecables, con luces de colores y botoneras digitales que insinuaban la tecnología de punta que se usaba en el lugar.

Al fin, cuando Jenkins salió, me indicó con un gesto que era mi turno. Instintivamente, me alisé la ropa y entré.

Foreman me esperaba con una sonrisa desde el otro lado de su enorme escritorio y, como su secretaria, también llevaba una escarapela de metal prendida a su pecho. Las paredes de su amplia oficina estaban tapizadas por títulos, nombramientos, diplomas, tapas de revista de ciencia que llevaban su apellido en los titulares y algunas pocas fotos familiares en las que se podía ver a su eminencia a los pies de Notre Dame, junto al Big Ben y en el, supuse, Cañón del Colorado.

—Bienvenido, Esteban. Lamento que te haya tocado llegar justo el 11 de septiembre… han sido unos días terribles para todos —dijo al estrecharme la mano. Y después, con un gesto, me invitó a tomar asiento.

—Gracias.

—Estoy muy ilusionado con el trabajo que vas a hacer. Llevamos años investigando la distrofia muscular. Como ya sabés, logramos diseñar genéticamente la microdistrofina que regenera las fibras enfermas. En este mismo piso, está el laboratorio de Martina Cescu que fue mi post doc hasta que sus publicaciones le brindaron un Tenior, es decir un puesto de por vida como Profesora asociada de Harvard. ¿Sabés quién es?

—Ella logró obtener un treinta por ciento de músculo esquelético sano en ratones con Duchenne inyectando intramuscularmente células madre SP de médula ósea derivada de ratones sanos. Es notorio ese éxito —dije, alardeando de todo lo que había leído en los últimos días.

—Sí. Te recomiendo que leas las publicaciones de Martina a conciencia, porque van a ser la base de tu trabajo. A mí me gustaría que combines la tecnología de los vectores derivados del VIH que desarrollaste durante tu tesis en Francia con los últimos trabajos de Martina. Tendrías que construir un vector viral derivado del VIH pero que contenga, por ejemplo, el gen de la microdistrofina, que tiene la capacidad de crear una proteína funcional que protege correctamente las membranas del músculo evitando así la degeneración muscular que sucede en Duchenne. Con la construcción de ese vector quizás puedas infectar músculo enfermo en un plato de cultivo transportando de esta manera la microdistrofina y una vez expresada en su forma proteica curar el músculo.

—Estoy ansioso por empezar —dije, y no mentía— si logramos hacerlo en platos de cultivo luego podríamos probar en ratones, como hizo Martina. Te propongo además que el vector exprese la proteína derivada de medusa eGFP ya que esta fluoresce verde y es una forma muy rápida de detectar si las células fueron positivamente infectadas. Sólo se necesita un microscopio fluorescente.

—Tenemos aquí en la sala de microscopia uno recién comprado a Weiss. Pero, Esteban, recordá que además tenés que modificar la glicoproteína de tu vector VIH. Para que entre en células musculares de ratón y humanas tenés que encontrar una glicoproteína que infecte ambas.

—No te preocupes, se me ocurre VSV-G, luego chequeo en la literatura.

—Me gusta esa actitud.

—¿Y cuándo voy a conocer a Martina?

—Imposible. Por un año va a estar en Londres dictando un curso. Ah, otra cosa: como te comenté por mail, cada uno de mis investigadores tiene que pasar cuatro horas por semana, en el horario que quieras, con los chicos enfermos del hospital. Te puede tocar cualquier especialidad, oncología, paliativos, enfermedades genéticas, etc., cualquiera menos la distrofia muscular que estás trabajando.

—¿Por qué?

—La idea es que veas a los chicos enfermos y sepas todo el tiempo que trabajás en un hospital con personas, algo que los investigadores a veces perdemos de vista. Pero al mismo tiempo no quiero que te “ensucies” con la enfermedad que estás investigando.

—Suena lógico. En Buenos Aires trabajé con niños enfermos de Chagas, como lo dice mi curriculum —dije.

—Sí. Tenés que saber que es obligatorio rotar todas las semanas de sección. Es para que los investigadores no se encariñen con los chicos, algo que es muy humano, pero también engorroso para la integridad de mi gente…

—Entiendo —dije, pensando en Érica, aquella chica santiagueña enferma de Chagas.

—Hoy quiero que vos y Jenkins conozcan el laboratorio, a mi gente, y hagan todos los trámites necesarios para obtener los pases de seguridad que les permitan ingresar al bioterio, donde están los animales sobre los cuales van a trabajar. Pero antes que toquen nada, es imprescindible que hagan el curso de capacitación. ¿Alguna duda?

—Ninguna — mentí.

—Perfecto. Vamos…

Seguí a Foreman hasta el hall de entrada, donde Jenkins seguía buscando algún tesoro en la punta de sus zapatos. Al oír el rumor de pasos alzó la vista. Una seña de Foreman bastó para que se incorporara y nos siguiera hacia una pequeña sala de video, donde nos esperaban dos carpetas con el logo del hospital, lapiceras, resaltadores y una pantalla apagada.

—Presten atención al curso. Es fundamental, ya que ustedes vienen de Europa, y las cosas aquí son distintas. Y después de lo que ocurrió el 11, podemos esperar que cada vez sean más distintas. Bueno, que lo disfruten —dijo Foreman y se fue.

Jenkins y yo nos sentamos a un lado y otro de la mesa. Entonces entró la secretaria, nos dejó una jarra con agua, dos vasos y, apuntando a la pantalla, presionó los botones de un control remoto. Cuando el video comenzó, ella se marchó cerrando la puerta.

—Pensé que el curso sería algo más elaborado, ¿no? —dije, buscando la complicidad de Jenkins, pero él ya se había puesto sus lentes, había tomado una lapicera, papel, y sólo tenía ojos y oídos para la pantalla.

El “curso de capacitación” consistía en una serie de videos con personajes animados que atravesaban distintas situaciones que servían de disparador para que los recién llegados, como Jenkins y yo, tuviéramos en claro que en Harvard no se podía esconder la pantalla de los ojos de los demás porque todos tenían que ver qué estabas haciendo, y, sobre todo, en Harvard no se podía decirle nada lindo o sugerente a nadie, mucho menos se podía tocar, rozar o forzar el contacto físico con ninguna persona de ningún sexo. Hacia el final del video, la voz en off nos dejó en claro que no era sólo una advertencia: “Todo estudiante o investigador extranjero que tenga visa de estudios o trabajo, puede ser deportado automáticamente si incumple alguna de estas reglas. Bienvenidos a Harvard”.

Cuando la pantalla se fundió en negro, miré a Jenkins, asombrado.

—Ni que fuéramos violadores, ¿no?

—Son reglas —dijo Jenkins, incorporándose.

Lo seguí hacia el exterior de la sala. Allí, la secretaria de Foreman ya tenía preparadas nuestras credenciales y los pases de seguridad que nos darían vía libre para entrar a los laboratorios y el bioterio del décimo subsuelo.

Un rato después entrábamos al laboratorio, guiados por el propio Foreman. Mientras él nos presentaba a la veintena de personas que componían su equipo, formado por estudiantes de grados que rotaban cada seis meses, tesistas que estaban terminando sus doctorados, post doc como nosotros, técnicos empleados del hospital que cumplían jornadas de nueve horas y algunos pocos investigadores muy jóvenes que habían tenido el éxito suficiente como para ser contratados como investigadores, yo pensaba que hasta Marc se hubiera asombrado ante aquel amplio equipo, cuando él sólo podía contar con cuatro ayudantes.

Realmente, no podía hacer otra cosa más que maravillarme con todo aquello que me rodeaba y que, desde ese momento, estaría al alcance de mis manos: secuenciadores último modelo, campanas de flujo laminar de última generación y un laboratorio de cultivo de células con estufas CO2 que en Francia sólo se veían en fotos…

Después de presentarme a mí y contar cuál sería mi función, Foreman se dedicó a presentar a Jenkins, que resultó ser un médico cardiólogo infantil coreano, que había estudiado en Alemania y, cansado de tratar pacientes tan pequeños, se había inclinado por pasar unas temporadas en Harvard dedicado a la investigación: su objetivo sería investigar cómo la distrofia muscular afectaba los corazones de los niños enfermos.

Luego, Foreman señaló dos mesas de aproximadamente cuatro metros de largo por cincuenta centímetros de ancho, una junto a la otra, cada una con una computadora nueva, un microscopio moderno, una silla ergonómica y mucho espacio para trabajar.

—Éstas serán sus mesadas de trabajo —dijo, y abriendo los brazos, agregó—: Es un placer que se unan a mi equipo.

Cuando Foreman se marchó, cada uno de los integrantes de su equipo volvió a poner la vista en su trabajo. Nadie se acercó a saludarnos. Jenkins, por su parte, ya había ocupado su mesada y ahora estaba encendiendo su computadora. En Francia habrían destapado un vino para brindar por nuestra llegada, o bien habrían organizado una fiesta de bienvenida. Pero estaba en EE.UU., en Harvard, en la Meca. Aquí la gente no podía perder el tiempo en cordialidades no retributivas. Así que encendí mi computadora y me dediqué a leer los papers que la secretaria de Foreman ya había enviado a mi casilla.

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