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ORGULLOSO

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 ORGULLOSO

Aquella primera semana la pasé trabajando en el laboratorio, focalizado en las publicaciones de Martina Cescu, que un año antes ocupaba mi puesto y ahora, gracias al éxito de sus publicaciones, tenía un cargo parecido al de Foreman y estaba dándose la gran vida en Londres. Aquel ascenso era un espejo en el que esperaba verme reflejado dentro de un tiempo. Pero para eso antes debía conseguir mis propios logros. Los de Martina eran claros, y se me revelaron en la lectura de los papers. Cescu había identificado y aislado un tipo de células muy particulares en la médula ósea de ratones sanos: las células SP (Side Population), que componían una población celular muy pequeña dentro de la medula ósea de los ratones: representaban apenas el 0.2-0.5% de todas las células. Al resto de las células les otorgó el nombre de MP (Main Population). Las SP tienen la capacidad única de no dejar entrar un colorante del ADN conocido como Hoechst, y fue gracias a esta característica de las SP que Martina logró separar y aislar las células coloreadas de las no coloreadas mediante citometría de flujo. Un mes después de haber inyectado intramuscularmente las células SP sanas en ratones con distrofia muscular de Duchenne, los había sacrificado para criodisecar los músculos inyectados y poder observar en el microscopio una recuperación de hasta el 30% de las fibras musculares enfermas. Aquel resultado era muy prometedor para evaluar hacerlo en pacientes humanos: al parecer, las SP tenían características de células madre que, al estar en un contexto de tejido muscular enfermo, podían convertirse en fibras musculares nuevas y sanas, reemplazando las fibras moribundas de los ratones con Duchenne. No ocurría lo mismo al inyectar las células MP de la médula ósea.

Aquellos resultados eran la piedra angular de mi futuro trabajo. Así comencé a pasar horas y horas en el laboratorio, primero bajo la campana de flujo laminar tratando de aislar células SP pero de músculo enfermo, para luego sentarme en la mesada de trabajo donde construía genéticamente distintas versiones de plásmidos con sus promotores correspondientes, algunos ubicuitarios y otros específicos de músculo esquelético.

Sabía que sería un trabajo largo, de varios meses, hasta que al fin pudiera empezar a experimentar con los ratones en el bioterio. Pero no me importaba: estaba en el paraíso, con toda la tecnología a mi disposición y contribuyendo para terminar con una enfermedad que atacaba a los niños pequeños.

De a ratos, cuando levantaba la cabeza del microscopio, observaba a Jenkins: tan pulcro, tan silencioso, dedicado, obsesivo. Aquella primera semana, no lo vi conversar con nadie.

Un día, mientras me marchaba tras estar concentrado durante diez horas, reparé que era el único que, además de los técnicos empleados del hospital, cumplía cierto horario de trabajo. Los demás parecían vivir ahí: siempre que llegaba los encontraba trabajando y continuaban después de que yo me iba. Aquella dedicación me incomodaba: no por ellos, sino por mí. ¿Estaba mal que trabajara “tan sólo” diez horas? ¿Era un error salir a correr mientras ellos estaban en el laboratorio a la hora de la cena?

Lo cierto es que, además de trabajar, tenía que resolver varias cuestiones organizativas. La primera era conseguir un lugar para vivir si no quería gastarme todo el dinero que me quedaba en la habitación de aquel hotel en el que estaba alojado. Con una cordialidad aséptica, mis nuevos compañeros de trabajo me dijeron que lo más económico era alquilar una habitación en una casa compartida. Dado mis ingresos de post doc, aquella opción era la más viable de todas. Pero me negaba a perder la intimidad que conservaba desde que me había marchado de la casa de mis padres. Pronto acepté que, si quería vivir solo, debía buscar otro trabajo.

La segunda semana comencé a trabajar con los pacientes del hospital. Vestido con los pantalones y la camisa azul obligatorios que nos distinguían de los médicos y de los residentes y al mismo tiempo permitía que nos identificaran rápidamente como investigadores, alcancé la sección de oncología. Me recibieron pequeñas cabezas rapadas, caras de aburrimiento, cuerpos envueltos en piyamas hospitalarios y padres impotentes frente al sufrimiento de sus hijos. Desde mis épocas en el Gutiérrez que no me enfrentaba a algo como eso. Pero era una buena idea: como había dicho Foreman, a veces los científicos perdemos de vista que nuestro último trabajo es en pos del beneficio de la humanidad. Aquel día me dediqué a charlar con unos niños mexicanos con leucemia que se pusieron contentos de poder hablar en castellano con alguien del hospital. Cuando terminó mi turno, me despedí de ellos con la incertidumbre de no saber si aún seguirían allí cuando la rotación me llevara nuevamente a oncología.

En la cafetería del hospital, mientras tomaba un cappuccino, me detuve a observar la cartelera que anunciaba seminarios abiertos y gratuitos para cualquier “ciudadano” de Harvard dictados por Bono de U2, Nelson Mandela, Bill Clinton, Stephen Hawking y una larga lista de celebridades de distintos países y disciplinas, sobre la paz mundial, las relaciones internacionales y la convivencia interreligiosa, mientras Bush enviaba soldados a Oriente Próximo. Pero fue otro cartel el que me llamó la atención: “Se busca Jefe de Trabajos Prácticos para la materia Biología Molecular, Celular y Genética a cargo del profesor Richard Losick”. No lo podía creer. En Buenos Aires, yo había cursado toda la carrera de biología leyendo los libros de Losick y ahora él necesitaba un empleado y yo, trabajo. Concerté una entrevista enviando un mail desde mi laptop.

Empujado por esa excelencia emocionante que parecía envolver mi nueva etapa en Boston, ese mismo día, también, me compré una bicicleta.

Al día siguiente, bañado y bien vestido, me subí a mi bicicleta y me lancé a las calles con rumbo al Science Center. Una hora más tarde no me quedó más opción que aceptar que la ciudad era totalmente nueva para mí, y que los días que llevaba allí tan sólo me habían permitido conocer una parte ínfima de Boston. Llegué al Laboratorio 2 del Science Center tarde, sudado, preocupado, y descubrí que había cincuenta postulantes para ocupar los diez puestos vacantes. Yo sería el último en ser entrevistado. Sólo un milagro podía ayudarme.

Dos horas más tarde, aún faltaban diez personas para que llegara mi turno. Entonces, quizá por la ansiedad o los nervios, me dirigí al baño. Mientras orinaba, vi que junto a mí había un hombre joven, alto, muy bien vestido. Lo saludé, pero no me respondió. ¿Siempre habían sido maleducados, fríos o paranoicos los americanos, o todo había cambiado el 11 de septiembre? Todavía no terminaba de entenderlo, pero sí comenzaba a ser consciente de que ya no estaba en Francia. Y pensar que al principio los franceses me habían resultado fríos comparados con los argentinos…

Salí del baño y volví a ocupar mi silla en la sala de espera. El hombre joven salió del baño y se acercó al escritorio de la secretaria. Le habló en un susurro tan bajo que no pude oír qué decía. Como respuesta, ella marcó un número en el interno:

—Richard, acá está el señor René Hirault por el tema de las donaciones. Perfecto —dijo al teléfono, y después de cortar, al hombre joven—: ¿Puede esperar un rato más?

—Vuelvo más tarde —dijo el tal René Hirault con un evidente acento francés, y se fue.

Cuando llegó mi turno, no me quedaban muchas expectativas por conseguir el puesto. Durante la espera había notado que todos mis competidores eran estadounidenses. ¿Por qué le darían uno de los puestos al único extranjero que se presentaba?

—Porque estás más formado que el resto —me respondió el propio Richard Losick, minutos después en su despacho, cuando terminé de contarle quién era y a qué me dedicaba.

Estaba frente a uno de los mejores investigadores y biólogos genéticos del mundo, y el tipo quería que trabajara para él llevando una de las diez comisiones, como jefe de trabajos prácticos de su Cátedra de Biología Molecular, Celular y Genética, la BS50 de la Facultad de Artes y Ciencia de Harvard.

De pronto, sonó el teléfono que estaba sobre el escritorio. Losick atendió rápidamente.

—Ya lo recibo —dijo, y cortó.

Me incorporé y le tendí la mano.

—Disculpame pero tengo que atender al emisario de uno de nuestros mayores donantes.

—Gracias por darme esta oportunidad.

—De nada. Espero que no me defraudes.

Al salir, vi que René estaba de pie ante la puerta con una carpeta en la mano. Volví a saludarlo y él volvió a ignorarme. En la calle, al sentir el sol sobre mi rostro, tuve una sensación de plenitud como nunca antes la había tenido. Era el JTP de Losick y el post doc de Foreman. Estaba en Harvard. Mientras me subía a la bicicleta para dirigirme al hospital, noté que una mujer me miraba desde un auto negro, un BMW último modelo con vidrios polarizados. Fumaba en el asiento del conductor con la ventanilla baja. Y me miraba. Su piel era morena, sus ojos negros, como el cabello que le cubría perfectamente la mitad del rostro que daba hacia el interior del auto. Una belleza de raíces árabes, marroquíes o de algún lejano lugar de Asia o África. Y me miraba. De pronto, el motor del auto se puso en marcha. La mujer aceleró y se acercó a la puerta del Science Center, donde yo estaba. Nunca había tenido tanta suerte en un solo día. Le sonreí, y ella me dedicó una sonrisa triste, aunque de una tristeza seductora. Estaba pensando qué decir para comenzar una conversación con ella cuando vi que alguien abría la puerta del acompañante y entraba al auto. Era René Hirault. Volví a mirar a la mujer, pero antes de que pudiera decirle nada ella subió el cristal oscuro de su ventanilla y aceleró para perderse en las calles de Boston.

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