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CONFIADO

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CONFIADO

—Ni idea de los McArthur. Estoy dedicado totalmente a mi trabajo y la adaptación. Ya tengo dirección, por cualquier cosa: vivo en 86 Ellery Street, Cambridge. Es un departamento chiquito, el único mueble que tengo es una cama, pero vivo solo —dije con orgullo.

—Igual, lo de los McArthur sigue sin tener conexiones con lo de Alex ni con nada que tenga que ver con Argentina. Lo investigué, hablé con contactos… Pero descubrí algo mejor.

—¿Qué?

—Mandé por fax los identikits a varios lugares. En Bruselas y Tel Aviv no pasó nada. Nadie los conoce ni figuran en ningún archivo. Pero saltó algo en los registros de la CONADEP.

—¿Qué?

—Orca.

—¿Qué?

—El más viejo de los dos que te dibujaron. Le decían la Orca. Oficial de Marina. Grupo de Tareas. Lo reconocieron varios ex detenidos y lo denunciaron en la época de los Juicios a las Juntas.

—¿Está preso?

—No. Desapareció antes de que lo detuvieran. Lo último que se supo fue que estuvo en Paraguay. Andá a saber dónde está ahora. El dibujo que te hicieron es idéntico a una de las últimas fotos que tenemos de él. Se llama Mario Eugenio Elizondo. Tenía el rango de cabo pero, por el relato de los sobrevivientes y de sus subordinados, tenía asignadas tareas más importantes que las que desarrollaban los cabos.

—¿Entonces?

—Creo que todo esto confirma lo que suponía Boulard. Pero ya no podemos hacer mucho más. Elizondo hace años estaba en las listas rojas de Interpol. Ya no. Hoy, en esas listas sólo hay árabes.

—Ni me digas. No sabés lo que es esto. Cada semana que se cumple hay un acto en la universidad, minuto de silencio, aplausos… el himno yanqui suena más que en una película de Stallone.

—Se vienen tiempos complicados. Acá en Europa también. Se está preparando la invasión de Afganistán… ¿te acordás cuando fuimos al cine a ver Rambo III? En esa época los afganos eran amigos de los yanquis. Ya no.

—Y entonces… ¿cómo seguimos? —pregunté.

—No sé. ¿Tu hermano hizo el blog?

—Sí. Colgó los identikits, dejó una casilla de mail para que la gente escribiera… pero no pasó nada todavía.

—¿Y a vos cómo te trata Harvard?

—Espectacular. Trabajo en el laboratorio y el hospital todo el día, a última hora de la tarde doy clases… no me puedo quejar.

Cuando corté, me di cuenta de que, sentado solo en una mesa de un rincón de la cafetería, Jenkins tomaba su té verde y me miraba. Me acerqué y le pregunté si podía sentarme.

—Por supuesto —dijo mientras se incorporaba y se iba con su bandeja y su vaso térmico de regreso al laboratorio.

Cargado de rabia, lo vi alejarse. En casi un mes, mis conversaciones con todo el mundo habían sido más breves que las de los espectadores de cine durante una película. “Son reglas”, había dicho Jenkins en el “curso” de ingreso. Quizá también fuera una regla esa cuestión individualista de avanzar sin mirar a los costados. Sin embargo, en mis guardias semanales en el hospital había conocido a dos médicos colombianos que, al enterarse de que era argentino, me habían invitado a jugar al fútbol. Aquello había sido una inyección de sociabilidad dentro de la impersonalidad de la gente que me rodeaba en el laboratorio, donde yo era el único latino. Y ahora Milton Márquez, oncólogo, y José Fernando Chávez, radiólogo, estaban entrando a la cafetería.

—¿Estás preparado, Maradona? —dijo Márquez, acercándose con su bandeja.

—Desde el 0-5 en el Monumental que estoy preparado —dije, y ellos soltaron una carcajada.

—Pasaron ocho años y el marico no se olvida —rió Chávez.

—Mira, Esteban, si llueve, el juego se suspende. Nosotros estamos acostumbrados a jugar con cualquier clima, pero aquí, los americanos interrumpen el partido si sopla viento o se cae un jugador. Ya lo verás…

Me despedí de mis nuevos amigos agradecido porque me hubieran tendido aquellos lazos humanos que tanto necesitaba.

Antes de entrar al laboratorio, volví a repetir el ritual de la asepsia y me senté en la sala de cultivos. Estaba por transfectar unas células bajo la campana de flujo laminar cuando comenzaron a sonar las sirenas, una alarma punzante que nos ensordecía a todos. No entendía nada. Alcé la vista y vi que todo el personal del laboratorio dejaba lo que estaba haciendo y, metódicamente, salía hacia el exterior del laboratorio. No pensaba irme, porque las células estaban en su concentración justa y no quería perder el trabajo del día. Sin embargo, a la voz que sonaba en el pasillo no le importaba eso:

—Evacúen el edificio. Esto no es un simulacro —repetía una y otra vez.

Asustado, dejé todo en su lugar y me dispuse a salir. Los ascensores no funcionaban. Las escaleras estaban abarrotadas de gente alterada que bajaba de a dos, de a tres escalones buscando el refugio del aire libre de Longwood Avenue. Al alcanzar la calle, vi a todo el personal del edificio que conversaba con serenidad, mientras una decena de empleados de seguridad contemplaban un cronómetro y anotaban algo en una planilla bajo una fría llovizna de otoño.

—Fin del simulacro. Pueden volver a sus tareas —dijo alguien a través de un megáfono.

Enojado pero aún asustado, volví a entrar en el edificio. En el ascensor, que había sido habilitado luego del simulacro de incendio, ataque terrorista, invasión extraterrestre o lo que temieran los yanquis, dos médicos se consolaban uno al otro.

—Hoy más que nunca hay que estar preparado para cualquier cosa —dijo uno.

—De todas formas, si nos atacan, no vamos a tener tiempo de salir de acá —respondía el otro.

A las siete de la tarde salí a la calle con el bolso donde llevaba la ropa para jugar al fútbol. Pero afuera me recibió un cielo plomizo y un viento fresco que agitaba las copas de los árboles que comenzaban a teñirse de oro.

Consulté mi reloj. Ya tendrían que llegar. Y llegaron. Márquez y Chávez salieron a la calle, cada uno con un cigarrillo apagado en la mano.

—Se ha suspendido el juego, Esteban.

—Qué lástima.

—La próxima, sin falta. ¿Contamos contigo?

—Claro.

Los dejé fumando en la calle, protegidos bajo el techo de un balcón, y me dirigí a la estación Longwood de la línea verde del tranvía. La llovizna había dejado el pavimento brilloso y resbaladizo. Desde los alrededores llegaba el perfume a tierra y árboles bañados por la lluvia. Cambié un dólar en monedas de 25 centavos y me apoyé en uno de los parantes del techo para protegerme de la llovizna, que comenzaba a convertirse en lluvia. A unos cien metros, alguien se acercaba a la estación caminando entre las vías. Vestía un pantalón negro de jean ajustado, una campera de cuero gastada sobre una remera negra, y unos borceguíes de cuero que debían pesar toneladas. La gorra, con el logo de una banda de rock que no conocía, le protegía el rostro de la lluvia.

Caminaba a buen ritmo, saltando charcos. En uno de sus saltos, la bocina de la formación que entraba a la estación lo asustó y estuvo a punto de perder el equilibro y caer bajo el tranvía que venía tras él. Se repuso con agilidad y saltó al andén, muy cerca de mí. Se quitó la gorra y se pasó una mano por el rostro.

Sólo entonces lo reconocí: René Hirault. Pero, ¿qué había pasado con su traje, su BMW y la bella conductora?

Éramos los únicos en andén. Le sonreí con el objeto de que me reconociera, pero él me dio la espalda. ¿Era la misma persona? Podía ser que sí o que no, de todas formas él me había ignorado en el Science Center de la misma manera que lo hacía ahora. Al llegar al reparo del techo, se quitó la campera y le sacudió el agua de lluvia. Después introdujo una mano a la altura del cinturón y retiró un par de libros que llevaba debajo de la remera, para que no se le mojaran. Cuando giró para acomodarse los pantalones pude ver que, al inclinarse, por debajo de su remera a la altura de la nuca tenía un pequeño tatuaje: una esvástica negra sobre un círculo blanco, sobre un rectángulo rojo. Confundido, comencé a mirarlo con tanta intensidad que se rascó la nuca, como si le molestara mi mirada. Mientras subía al vagón se volvió a poner la campera. Lo seguí hacia el interior del tranvía y me coloqué detrás, en diagonal. Todos los asientos del vagón estaban ocupados. Y René Hirault o quien fuese estaba ahí, luciendo una esvástica como quien lleva una remera de Homero Simpson o Iron Man. Mi corazón empezó a palpitar más fuerte. Mi primera idea fue increparlo y decirle algo o preguntarle por qué se vestía con eso, o si sabía qué representaba. Luego me pareció una idiotez. Seguí mirándolo intensamente. Hice foco, alternativamente, en su nuca y en sus borceguíes. Cuando llegábamos a Kenmore Station amagó con bajarse, pero finalmente no lo hizo. Se dio vuelta y me miró a los ojos. Ojos verdes y tez clara. Alto como yo. Un joven apuesto, del tipo “normal”, un anónimo en el tranvía. Sin dudas era Hirault. Pero, ¿cómo podía ser que alguien que donaba dinero para el avance de la ciencia llevara una esvástica? Decidí seguirlo, ¿qué podía perder? Tampoco sabía qué podía ganar, ya debía haber miles de jóvenes en el mundo que adoraban la imagen de la esvástica, ya fuera por ideas antisemitas o sólo como un símbolo de rebeldía o, incluso, oscurantismo.

Se bajó en la estación Park Street y se dirigió al andén rojo para tomar otra línea de tranvía. Yo iba detrás de él, junto a otras diez personas que debían hacer la misma combinación en dirección a outbond, hacia MIT, Harvard o Davids Square. Al ver acercarse el tren, todos aceleramos el paso en las escaleras y logramos subir en el último vagón.

Traté de no mirarlo más y sólo me dediqué a esperar en qué estación se bajaría. Lo hizo en Harvard Square, a cinco minutos a pie de mi casa. La mayor parte de los pasajeros del tren descendieron allí y por unos instantes lo perdí de vista en medio de la multitud. Pasé unos segundos mirando en todas direcciones, hasta que al fin su altura lo delató y volví a ponerme en marcha. Caminé tras él dejando varios metros de distancia entre ambos, como hacían los policías de las películas. Mientras él usaba las escaleras mecánicas, yo me hacía el desentendido subiendo al trote las escaleras fijas. Al salir de la estación él giró a la izquierda y yo hacia la derecha, sabiendo que a pocos metros podría ubicarlo tras rodear la plaza. Cruzó a Au Bon Pain y comenzó a caminar, a paso más rápido, por Mass Avenue, frente al Yard de la Universidad de Artes y Ciencias de Harvard. Preferí seguirlo por la vereda de enfrente. Se colocó unos auriculares en las orejas y aceleró el paso. Yo no. Lo seguía con paciencia, pero con una sensación extraña en todo el cuerpo. Pensaba en Alex, en Boulard, en Fernando.

Hirault entró al Grafton Bar, un lugar bastante frecuentado por alumnos y profesores de la Law y de la Business School. Era mi primera vez allí. El ambiente era tranquilo y los colores opacos daban una hermosa sensación de serenidad. La música ambiental traía sonidos de olas, gaviotas, el mar. La gran barra con tres barmen era el único sector en todo el local con colores variados, debidos a las diferentes botellas que se exhibían en los estantes. Un gran espejo provocaba un efecto de inmensidad y profundidad innecesario, ya que el local de por sí era grande y espacioso. A esa hora de la noche había bastante gente bebiendo su trago after office. Algunos grupos de amigos comían cordero, grandes ensaladas o pizzas. El resto, religiosa, americanamente, devoraba hamburguesas con cerveza.

Hirault primero saludó con un beso a una de las camareras y después se sentó a una mesa con mullidos almohadones respaldados por una de las paredes del bar y tres sillas del otro lado. Me senté en la barra y pedí un café grande al tiempo que Hirault recibía una cerveza de manos de la camarera y abría uno de sus libros. El espejo era perfecto para observar el movimiento de la puerta, y con un pequeño esfuerzo podía ver casi la totalidad de la mesa de Hirault.

Dos cafés míos y tres cervezas suyas más tarde, caí en la cuenta de que no tenía un libro ni nada para escribir y así fingir estar ocupado en otra cosa que no fuera observar al muchacho, que de a ratos parecía reparar en mi reflejo. Recordé que, en el bolso, entre la ropa de fútbol llevaba mi notebook. La retiré, la encendí y me dediqué a releer los papers de Cescu alternando con la visión de la mesa que estaba a mis espaldas.

“Satellite cells are dormant progenitors located at the periphery of skeletal myofibers that can be triggered to proliferate for both self-renewal and differentiation into myogenic cells. In addition to anatomic location, satellite cells are typified by markers such as M-cadherin, Pax7, Myf5, and neural cell adhesion molecule-1. The Pax3 and Pax7 transcription factors play essential roles in the early specification, migration, and myogenic differentiation of satellite cells. In addition to muscle-committed satellite cells, multi-lineage stem cells encountered in embryonic, as well as adult, tissues exhibit myogenic potential in experimental conditions”, decía el texto de Martina justo en el momento en que tres hombres bien vestidos atravesaban el umbral de la doble puerta del bar y se acercaban a la mesa de Hirault. Él se incorporó al verlos, les estrechó la mano y los invitó a sentarse. Con un gesto torpe, y para no perder detalle, giré rápidamente mi cabeza hacia la mesa. La fuerza del movimiento fue acompañada por mi hombro, que empujó mi brazo, que desequilibró mi mano derecha y el café saltó de la taza empapándome la ropa. Fue inevitable pensar en el día que conocí a Boulard. Aunque de eso habían pasado varios meses, y ahora estaba en Harvard haciéndome el detective cazador de nazis. Pero, ¿era realmente un nazi ese muchacho que había visto con aquella hermosa mujer en el Science Center y que ahora, vestido como una estrella de rock, conversaba seriamente con esos tres hombres de traje en uno de los tantos bares cercanos a las escuelas de leyes y negocios?

Minutos más tarde, mientras yo seguía intentando quitar la mancha de café de mi camisa, los cuatro hombres de la mesa se incorporaron y se fueron. Rápidamente, pagué mi cuenta, guardé las cosas en el bolso y salí a la calle: ni rastros de ellos. Volví a entrar en el bar, y vi que sobre la mesa que había ocupado Hirault había un libro breve, escrito en inglés e impresión rústica, casi artesanal: “Los pro y los contra de la existencia de un tribunal internacional que pueda condenar los delitos de lesa humanidad”.

Me acerqué a la camarera que Hirault había saludado al entrar.

—Un cliente se olvidó este libro —dije, mostrándoselo.

—Si lo deja aquí…

—No, me gustaría entregárselo en persona. Soy abogado y querría saber dónde puedo comprar uno como éste. ¿Usted lo conoce? —mentí.

La chica acercó los ojos a la portada.

—No, yo estudio Artes Combinadas y…

—No, al cliente, digo. Era un muchacho vestido de negro, alto, que se sentó a esa mesa…

—René —dijo la mujer.

—Sí —dije, incapaz de contener mi ansiedad.

—Viene seguido acá. Estudia Derecho Internacional, según me dijo. Es francés.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—No sabría decirle. ¿Quiere dejar el libro? Yo se lo entrego cuando vuelva.

—Por supuesto —respondí, entregándole el libro para no quedar como un ladrón y porque ella ya me había dado lo que necesitaba.

René Hirault. Francés. Donante de la cátedra de Losick. Abogado. Y nazi.

Boulard y Alex estarían orgullosos de mí.

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