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DECIDIDO

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DECIDIDO

En la cátedra de Losick nadie sabía nada de un tal René Hirault. Al parecer, era el simple mandadero de un millonario anónimo que aportaba dinero para las investigaciones. Y en eso todos fueron claros:

—No importa quién sea mientras colabore con nosotros —dijo la secretaria.

No podía contar con ellos para rastrearlo, por lo tanto sólo podía apostar a encontrarlo nuevamente en el Grafton Bar. Así fue que durante varios días me instalé allí en los huecos de tiempo entre el trabajo del laboratorio, las clases y mis guardias en el hospital. La calidez del lugar resultaba un agradable reparo frente al frío que comenzaba a ganar las calles. Sentado en la barra, con la notebook encendida, pasaba horas fingiendo escribir.

Instalado en la barra del Grafton Bar, pude ver que aquellos dos hombres bien vestidos que se habían sentado a su mesa días atrás pasaban regularmente para hablar con un grupo de estudiantes. Caras serias, libros con las portadas forradas, pieles blancas y ojos claros. Según lo que me dijo una de las camareras, eran todos europeos o americanos del norte, en su mayoría estudiantes o egresados de Harvard o del MIT. Por eso frecuentaban Cambridge. Business School y Law School habían sido las elegidas, al menos eso delataban las camisetas, los sweaters o las carpetas con las que entraban y salían del bar. Pero quizá ésas fueran puras fachadas. Después de todo, si uno de los hermanos de Osama Bin Laden estudiaba en ese mismo lugar, no sería una sorpresa que también lo hicieran fascistas europeos y norteamericanos.

Durante semanas, a medida que la ciudad se vestía de blanco con las primeras nevadas, presencié los encuentros de estos hombres sin obtener ningún dato firme que revelara su antisemitismo. Los observaba con desconfianza, buscando algo, un chiste, un exabrupto contra algún estudiante de color, asiático o latino, pero ellos siempre parecían demasiado concentrados en sus conversaciones. Los hombres de traje siempre llegaban a la misma hora. A veces, les dejaban bolsas con papeles. ¿Folletos nazis? ¿Octavillas con artículos sobre la necesidad de purgar el mundo del judaísmo? Eran sólo conjeturas. Lo cierto es que desde la barra parecían jóvenes despreocupados e inofensivos. La clave la tenía Hirault. Sólo él podría ayudarme a relacionar su tatuaje con ese grupo de estudiantes y esos hombres tan bien vestidos. Sin embargo no había vuelto a aparecer por el bar.

Mi trabajo en el laboratorio marchaba bien. Muy rápidamente había logrado clonar el gen de la microdistrofina creado por la gente de Foreman en el vector lentiviral derivado del VIH-I que había traído en forma de plásmido de Francia, lo cual me había permitido, además, tener una conversación telefónica con Marc. Le conté de mis avances, pero también de las bondades tecnológicas del laboratorio, de la ciudad, de mi departamento mientras él me felicitaba y, con sorna, me preguntaba si estaba disfrutando el clima de Boston. Cortamos prometiéndonos nuevos llamados. Céline. ¿Qué sería de ella? Había estado tan ocupado en todo el tiempo que llevaba en EE.UU. que ni siquiera me había detenido a pensar en ella. Aunque, quizá, fuera un recurso inconsciente para mantenerme entero, sin flaquear ante la nueva vida que tenía por delante, y concentrarme sólo en mi trabajo.

Tenía en mis pequeños eppendorfs, a 20 grados bajo cero, los primeros lentivirus recombinantes microdys que guardaba como un tesoro con la ilusión de convertirlos en una futura terapia génica. Lo formidable de los lentivirus era su poder de integrarse al ADN de las células infectadas, permitiendo la estabilidad del transgén y su posterior expresión. Foreman estaba entusiasmado y me pidió que avanzara con el subclonaje downstream del gen de la proteína fluorescente EGFP. De esta manera, sólo las fibras musculares eficientemente transferidas por el vector, que por ahora manipulaba exvivo, se verían verdes bajo microscopia fluorescente, lo cual nos permitiría una rápida observación de los resultados.

Aquello me fascinaba. Sin darme cuenta, las horas pasaban mientras yo incursionaba genéticamente en el laboratorio tratando de hacer Historia. Incluso algunos compañeros comenzaron a hablarme, como si mis avances ameritaran un trato humano y cordial. Tan importante era mi trabajo para Foreman que entonces decidió otorgarme un estudiante como asistente. Me alegré de que fuera latino. Se llamaba Antonio Pérez, tenía apenas diecinueve años y estaba estudiando en Harvard. Morocho de evidentes raíces esclavas, era hijo de un cubano que el propio Fidel Castro había expulsado durante los primeros días de la Revolución. Dos días de su ayuda me bastaron para darme cuenta del científico que Cuba había perdido por sus vicios proletarios: Antonio era un tipo brillante.

Al fin, una tarde en que salía para ir a dar clases, descubrí a Hirault pasando por la puerta de mi departamento con una bolsa de ropa sucia al hombro. A la distancia, vi que entraba en el lavadero de la siguiente calle. Consulté el reloj: tenía poco más de una hora antes de que empezara mi clase. Volví a entrar al departamento y busqué una bolsa que llené con ropa sucia. De inmediato, salí a la calle y me dirigí al lavadero. Estaba excitado, como si la nueva ciudad y los meses que llevaba avanzando en dirección correcta con mi trabajo me hubieran convertido en otra persona: un verdadero científico cazador de nazis. Incluso, mientras caminaba hacia el lavadero, pensé que ese grupo de fascistas no podían ser nazis ni neonazis. Tenía que ponerles otro nombre. Nazis del Nuevo Siglo, decidí. NNS. Me sentía aterido por el frío, pero también sabía que estaba haciendo algo importante. Aunque, de alguna manera, creía que todo era un juego y ni siquiera llegaba a imaginarme el verdadero peligro que terminaría corriendo por tratar con semejantes personas.

Cuando llegué al lavadero Hirault leía un libro sentado sobre la gran mesada que se utilizaba para doblar las prendas. Mientras acomodaba mi ropa en la máquina pensaba cómo acercarme a él, qué excusa utilizar para hablarle. Al mismo tiempo, tenía claro que no debía recordarle nuestros encuentros anteriores para mantener mi identidad a salvo. ¿Y si realmente era un nazi que perseguía y mataba judíos? No podía exponer el cuello así porque sí. Pero quería hablarle. Sabía que al dirigirle la palabra en francés se sentiría inmediatamente cómodo. Mi experiencia en Montpellier me había enseñado que los franceses adoran a los extranjeros que hablan su lengua. En ese momento, el paquistaní encargado del lavadero se había marchado por una puerta interior que, lo sabía por ser cliente esporádico del lugar, conectaba ese negocio con la pizzería y el bar que pertenecían a su familia.Quedamos solos, Hirault, yo y varias máquinas que giraban haciendo vibrar el piso y los ventanales.

—Olvidaste poner el jabón —me dijo en inglés Hirault, levantando apenas la mirada de su libro.

—Gracias —respondí en francés.

Me miró, sorprendido. ¿Había ido demasiado rápido? Por culpa de mi ansiedad estaba poniendo todo en peligro. Miré el libro que leía, y se lo señalé.

—Lees un libro en francés y tienes acento… yo viví en Francia —dije.

Satisfecho, Hirault sonrió.

Entonces comenzamos a hablar, mientras a nuestro alrededor las máquinas giraban y calentaban el ambiente. Hirault me contó que estudiaba derecho internacional y que estaba en Harvard haciendo un PhD sobre “Juicios de lesa humanidad y crímenes de guerra”. Sonreí por dentro, incrédulo. Por mi parte, le dije que era médico y que estaba trabajando en el Hospital de Niños. Tampoco quería ser sincero y darle todas las herramientas para que pudiera contactarme cuando quisiera. Tan sólo quería que se sintiera lo suficientemente cómodo y confiado como para animarse a seguir hablando. Así fue: nos quedamos hablando sobre lo caro de la vida de Boston y de cuán difícil es vivir como estudiante. Hirault no dejaba traslucir ninguna cuestión ideológica en sus frases. De pronto, una pareja de afroamericanos entró al lavadero y decidí probarlo. Mirando con asco a los afroamericanos, dije:

—El costo de vida no es lo peor de Boston. Hay otras cosas de esta ciudad que me molestan mucho más —dije en francés y en voz baja.

—Ya veo —contestó, sin asentir, sonreír o demostrar algún tipo de aprobación a mi comentario.

La pareja compró dos cafés en una de las máquinas automáticas y se marchó.

René no volvió a hablar. Traté de sacarle alguna palabra, le hablé del equipo francés campeón del mundo de 1998, dije que París era la ciudad más linda del mundo… pero no sirvió de nada. Él apenas si alzaba la vista de su libro y respondía con monosílabos sólo para no parecer descortés.

Al fin, su ropa terminó de secarse y se dispuso a marcharse. Cuando se estaba yendo se me acercó y, muy seriamente, me pidió mi e-mail.

—Quiero invitarte a una fiesta muy especial —dijo.

Sonreí, convencido de que al fin me había ganado su confianza y pensando que pronto me invitaría a una reunión privada de los Nazis del Nuevo Siglo.

Llamé a Fernando desde la cafetería de la universidad, en uno de los recreos de mi clase.

—Tres meses en Boston y ya estoy siguiendo a un grupo que, creo, son nazis.

—¿Cómo que “creo”? —preguntó, divertido.

—Bueno, uno de los tipos tiene tatuada una esvástica en la espalda.

—¿De verdad?

—Sí, hoy estuve charlando con él y me dijo que me va a invitar a una fiesta privada. Soy un espía, ja —le dije.

Fernando guardó silencio durante unos segundos. Luego, serio, dijo:

—Tené cuidado. Ojo dónde te metés. El mundo cambió el día que tiraron las Torres. Ahora a los americanos les importa más lo malo que viene de afuera que lo malo que producen ellos.

—No pasa nada. Acordate que soy el nieto de Alex.

—Sí, y a él lo mataron.

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