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Buenos Aires, octubre de 1947

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 Buenos Aires, octubre de 1947

Hace ya dos años del final de la guerra y aún no termino de aceptar la desaparición de Kristen. He escrito a Francia, a Alemania, a Inglaterra, y nadie sabe de ella. Lo más probable es que haya muerto y ahora esté enterrada en alguna de las fosas comunes en las entrañas de Europa. Debería aceptarlo, y tratar de acercarme a una de las mujeres argentinas que caminan apuradas bajo la lluvia. Las veo pasar con una distancia que excede el tiempo y el espacio. Pienso en Kristen. Y, debo admitirlo, de a ratos también me encuentro pensando en Lara. El episodio que compartimos en las playas de Samborombón es un secreto que ninguno de los dos es capaz de comentar, ni siquiera entre nosotros. Sin embargo, he notado que me mira de otra manera, y que sus discusiones con Karl son cada vez más feroces. No soporto la idea de que yo sea la causa. Por eso, gracias a mi sueldo de la Union Autos, he alquilado un departamento para evitar que esto pase a mayores.

Al mismo tiempo, soy consciente de que no la amo. Creo que nunca más podré amar. Quizá, lo que me ha seducido de Lara haya sido el cuidado maternal que me dedica desde que nos conocemos y que, en momentos de soledad, puede despertar oscuras confusiones. La ausencia de Kristen me empuja dentro de un pozo ciego del que sólo puede salvarme una mujer. Y no permitiré que sea Lara.

Al país llegan cientos de judíos provenientes de Europa. He participado en algunas reuniones con sobrevivientes de eso que el mundo ahora llama Holocausto. Sus relatos de la barbarie me avergüenzan. Pienso en lo que debe haber sufrido mi familia, mis padres, mis amigos… y me siento culpable de haber sobrevivido. En una de las reuniones, un tal Stier me presentó a una hermana suya recién llegada de París. Judía ucraniana. Una belleza triste, incapaz de olvidar lo que ha pasado en los campos de trabajo de Polonia. Hemos salido a pasear, se llama Helena. Se ha mostrado cariñosa, dispuesta a empezar una nueva vida. Pero había algo en su rostro, una tristeza intangible, como una sombra que la acompañaba paso tras paso por las calles de Buenos Aires. ¿Cómo se puede vivir con tanto dolor? ¿Cómo podrán hacerlo ellos, los sobrevivientes? Al cabo de la tercera cita, di por terminada la relación. No soy capaz de soportar la tristeza ajena. No tengo fuerzas para cargar con otros fantasmas que no sean los míos.

En Berlín, rusos y americanos dejan entrever un enfrentamiento cada vez más evidente. El Eje ha muerto, pero en su lugar se establecido otro eje, otro orden del mundo. La pregunta es si los americanos y los rusos serán capaces de mantener la paz o si el mundo volverá a sumirse en el espanto.

Mientras tanto, gracias a los contactos que he establecido en distintos puntos del país debido a mis constantes viajes de negocios, con Karl hemos conseguido donaciones de productores judíos argentinos. Es necesario ayudar a aquellos que nos han ayudado cuando nadie nos ayudaba. Ya hemos enviado el segundo contrabando con varias toneladas de papas, mandiocas, alimento enlatado y carnes en salazón a Francia. La posguerra se siente en las calles, dice Boulard, que se ha encargado de recibir el envío en Sete.

El intercambio de correspondencia me ha revelado algo que intuía pero que no quería terminar de aceptar. Jean Paul ha muerto en Francia, durante la guerra, en un atentado. Era la última esperanza que tenía de reencontrarme con alguien de mi familia. Hermano mío, valiente, inteligente, arriesgado. La muerte te encontró mientras tratabas de ayudar a los demás. Que Dios, si es que existe, si es que aún queda la posibilidad de que exista un Dios que dejó morir a seis millones de judíos sin hacer nada, te reciba donde sea. Los hombres, acá abajo, siempre te vamos a recordar como ese doble agente que puso su vida en riesgo, y como ese hermano mayor que, por las noches, cuando me asustaba por algún sonido, me tranquilizaba diciendo que siempre me iba a cuidar. La guerra terminó hace dos años, pero hoy me siento más solo que nunca. Cierro los ojos y veo rostros, fantasmas que nunca van a volver. ¿De qué sirve sobrevivir para estar solo?

La primavera en Buenos Aires ha vestido las calles de verde y malva. Altos, inmensos, los paraísos florecen con esa vitalidad irreal que mueve al mundo. Recostado en las Barrancas de Belgrano, veo la vida pasar. Solo. Como siempre. La gente camina disfrutando el clima templado, bajo el sol. Los miro con una distancia infinita. Entre los rostros anónimos, uno logró captar mi atención. Pálida, de cabellos castaños y esos rasgos marcados que he visto en mis viajes al norte del país: una belleza extraña, conjugada por las raíces aborígenes argentinas y la piel blanca del conquistador europeo. Ella iba con la bolsa de la compra, pero se detuvo a arrojarles migas de pan a unas palomas que agitaban las alas en las veredas.

Nos miramos. Le sonreí. Se llama María Teresa Escardó. Al acercarme, sus pálidas mejillas se tiñeron de rojo. Bajó la mirada, pero sonrió. Es la menor de seis hermanos, y lejos de añorar un futuro de independencia y progreso personal, se ha pasado sus diecinueve años cuidando de su madre enferma, limpiando la casa y cocinando para sus hermanos y su padre. Apenas ha ido a la escuela primaria, y eso se nota en su tono bajo de voz, en la dubitativa manera de hablar, como si le costara elegir las palabras correctas. Más allá de su exótica belleza, algo en ella me dio ternura, ¿o será compasión? La he invitado a salir.

Hoy le propuse matrimonio a María Teresa. Un mes me bastó para conocerla. Es una mujer noble, nacida y criada para quedarse en su casa cuidando de su familia. Es incapaz de cuestionarme nada, algo que podría resultar aburrido pero que en la práctica va a ser positivo para ocultarle mi doble vida. Boulard se ha encargado de repetirnos una y otra vez que nadie puede conocer nuestras acciones salvo nosotros tres. Karl y Lara se han puesto contentos con la noticia de mi boda. Incluso, creo que su relación ha mejorado con mi partida de la casa. María Teresa cree que son ex vecinos míos de Alemania. No sabe nada de nuestras actividades clandestinas, que últimamente han entrado en un estado de confusión. A lo largo del mundo, otras células han confirmado el escape de jerarcas nazis a América. Sobre todo, las pistas en Argentina nos conducen a la provincia de Córdoba. En mis viajes de negocios, he aprovechado para recorrer ciudades, montes, indagando sin lograr ningún dato firme. Es curioso el ser humano. Puede pasar por las peores tragedias, pero llegado un punto sólo pide olvidar para poder seguir. El mundo se ha contentado con ahorcar a unos pocos perros del Monstruo, y todo ha vuelto a ponerse en marcha. Incluso yo, he decidido olvidar a Kristen y casarme con otra. Así es la vida. ¿O deberá ser así para que pueda haber vida?

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