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ESTABLE

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ESTABLE

Días más tarde de nuestro encuentro forzado en el lavadero, volví a encontrarme con Hirault en el Grafton Bar, al que yo iba regularmente. Mantenía mi fachada de falso escritor mientras él conversaba con el grupo de NNS que venía siguiendo desde hacía más de un mes. Al verme, me dedicó una sonrisa y un lejano gesto de saludo, pero no me invitó a unirme a su grupo. Sin embargo, su presencia en esa mesa confirmó mi hipótesis: aquellos europeos eran todos Nazis del Nuevo Siglo. No sabía qué hacer. ¿Denunciarlos? ¿A quién? ¿Por qué? Necesitaba saber más cosas de ellos, conocer sus actividades, su proceder. ¿Y si todo era un invento mío? Lo único que podía hacer era esperar el bendito mail de Hirault, presenciar una de sus reuniones fascistas, grabar todo en un audio y esperar que dijeran cosas que pudieran condenarlos frente a la policía, el FBI y quien fuera. Mientras tanto, sólo podía conformarme con mirar.

Mirar. EE.UU. era un país extraño. Y el hecho de mirar a los otros podía ser la respuesta a esa indiferencia que mostraban mis compañeros de laboratorio, mis estudiantes e incluso los NNS de Hirault. No sólo yo había reparado en eso. En una de las guardias de aquella semana en el hospital, me asignaron al pabellón de esclerosis múltiple, que a pesar de ser un trastorno que se diagnostica con mayor frecuencia entre los 20 y 40 años, también puede observarse a cualquier edad. Los médicos, que sabían que hablaba francés, me pidieron que conversara un rato con una chica haitiana que pasaba los días sola, sin más visitas que los breves momentos en que sus padres podían salir del trabajo. Se llamaba Samy, tenía quince años y, tendida en la cama, miraba pasar a todos sin pronunciar una sola palabra. Me senté junto a ella durante una hora intentando una conversación que no prosperó. Terminé cediendo a su deseo, y me dediqué a acompañarla en silencio. Cuando faltaban poco menos de diez minutos para que terminara mi guardia, la oí decir:

—Aquí les enseñan a no mirar.

—¿A quiénes? —pregunté.

—A los blancos.

—Yo soy blanco, y te miro.

—Porque tenés que mirarme. Es tu trabajo.

—¿Y los que no son blancos sí miran?

—Sí. Tenemos que mirarlos para aprender a ser como ustedes.

—¿Quiénes son ustedes?

—Los blancos que tienen dinero y pueden ir a la universidad. Yo sé que no podré ir. Mi padre es taxista dieciséis horas por día, mi madre cose catorce horas para Jazmín Solá. Soy buena gimnasta, pero sé que si no voy a una universidad no podré seguir practicando. Tendré que trabajar como mis padres. Seré niñera, mucama… Para que nadie me mire…

—Samy, podés concursar para una beca y…

Me miró por primera vez a los ojos con unos ojos negros tristes sorprendidos ante mi ignorancia.

—Soy negra, pobre, y encima estoy enferma. Nunca iré a la universidad. No podré ser gimnasta… Pero usted… no entiendo, es latino y blanco y estudió muchos años. ¿Cómo puede ser?

No pude darle una respuesta. El mundo está lleno de posibilidades, pero no todos pueden contar con ellas. Incluso yo, en vísperas de las fiestas navideñas, no podía conseguir un lugar familiar para pasar la noche con amigos. ¿Amigos? Ni siquiera colegas simpáticos había logrado conseguir en los meses que llevaba en Boston. Samy tenía razón: estábamos en el centro del universo, pero EE.UU. no tenía ojos para nosotros.

Esa semana, después de jugar al fútbol con los colombianos, mientras nos cambiábamos en el vestuario empezaron a hablar de las fiestas que se acercaban. Todos tenían planes con familiares o amigos. Yo me mantenía en silencio. Quizá por eso Milton Márquez me preguntó:

—¿Y tú, pana? ¿Dónde festejarás Navidad?

Me encogí de hombros.

—Perfecto. Te vienes a mi casa. ¿Me oyes?

No me estaba resultando sencillo clonar la EGFP en mi vector lentiviral, ya que no lograba encontrar las enzimas de restricción correctas con extremos cohesivos para incluir la secuencia IRES entre ambos transgenes. Pero no podía ni quería retrasarme: necesitaba demostrarle a Foreman que no se había equivocado al elegirme como su post doc. De modo que decidí enfocar mis maniobras de ingeniería genética en reemplazar la proteína gp120 del VIH que, tras unirse de forma específica a los receptores CXCR4 permite que éstos entren en los linfocitos T CD4 de los humanos, por una proteína anfotrófica derivada de oncoretrovirus murinos, VSV-G. Con esta proteína en la cápside de mis vectores me aseguraba que éstos pudiesen transmitirse correctamente a mis células musculares, ya fueran células madre derivadas de músculo, miocitos o incluso fibras musculares adultas, tanto de ratón como, esperaba, de seres humanos. Por otro lado, había conseguido del laboratorio del doctor Kwon del Massachusetts General Hospital unas células transitorias 293T con las cuales se obtienen los mejores títulos lentivirales infecciosos de hasta a veces 109p.i/ml según el método de concentración. Además, mediante cotransfecciones transitorias en estas líneas celulares también se logra pseudotipear con la glicoproteina VSV-G, que es lo que yo quería y necesitaba de mis vectores, transcripta bajo el control del promotor heterólogo hCMV. Esto último me aseguraba una expresión importante del gen para así tener abundante VSV-G en el citoplasma primero, y luego en la membrana celular de las 293T que podrían incorporarse a mis vectores. Es decir: demasiados vectores muy infecciosos.

Iba por buen camino. Pero no podía dar un nuevo paso en mi investigación hasta que no lograra clonar EGFP en mi vector lentiviral.

Agotado por tanta concentración, que comenzaba a producir unas leves migrañas que no había vuelto a sufrir en los meses que llevaba en Boston, al fin dejé los clonajes y decidí despejarme un poco con la computadora. En mi casilla encontré un mail de mi hermano, donde me reenviaba el primer mensaje que habían dejado en la página web de los identikits. Debajo de cada rostro, habíamos escrito la leyenda: “Buscado por crímenes de lesa humanidad”. Joaquín parecía divertido con el mensaje que, según le había dicho un amigo programador, había sido dejado desde una computadora de Argentina.

Esti, las cosas acá están cada vez peor. Qué bueno que te fuiste. Cada vez hay más gente sin trabajo, y ahora encima los bancos confiscaron la plata de la gente. No se puede sacar guita, ¿entendés eso? No creo que esto mejore, sólo va a empeorar. Pero no todo está perdido, hermanito. Los argentinos somos derechos y humanos. Si no me creés, mirá el mensaje que acaban de dejarnos en la web:

Dejen de molestar a los patriotas, zurdos de mierda. Esto fue una guerra. ¿Por qué no se dedican a buscar a los subversivos que secuestraban y ponían bombas? Muéranse, hijos de puta.

Te mando un abrazo. J.

Siempre admiré la actitud de mi hermano en los momentos de tensión. O quizá fuera una adaptación que había desarrollado para sobrellevar el dolor y la injusticia. Yo siempre fui más débil: quizá por eso me deprimí al abrir la web de los diarios argentinos y ver confirmado todo ese descontrol que Joaquín anunciaba. Provincias endeudadas que emitían bonos, sueldos atrasados, despidos… Lentamente, fui encogiéndome dentro de mi cómoda silla ergonómica, frente a mi pulcra mesada de trabajo en el laboratorio de Harvard provisto con tecnología de última generación. Me sentía avergonzado de mi éxito, pero también de llevar tantos años ajeno a aquel país al que veía a través del prisma de la distancia. ¿Hasta cuándo iba a durar ese exilio voluntario? ¿Volvería a vivir alguna vez en Argentina? Y, si volvía, ¿para qué? ¿Dónde podía encontrar un ambiente mejor que en Harvard para mis investigaciones? ¿Quién era yo para exigirle a Argentina que me brindara el ambiente idóneo para dedicarme a la ingeniería genética cuando los jubilados y los desempleados apenas si tenían para comer? Cerré la ventana con las imágenes del diario con una sensación de malestar que me revolvía el estómago.

Estaba por cerrar también el correo cuando entró un nuevo mail. Era Hirault. La fiesta nazi era al día siguiente. Y yo estaba invitado.

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