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Buenos Aires, Argentina. Marzo de 1950

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Buenos Aires, Argentina. Marzo de 1950

La fábrica de calzado de Karl prospera a pasos agigantados. Eso nos permite una entrada de dinero para financiar nuestras actividades de espionaje: corrupción de funcionarios, viajes y falsificación de documentos. Por mi parte, ya he escalado posiciones en la Union Autos, y soy Gerente de Planta. María Teresa está embarazada. Sin embargo, se ha mostrado contenta con mi traslado porque eso supone un crecimiento para mi carrera. Realmente, no cuestiona nada que exceda las paredes de nuestra casa. Hemos contratado una mucama para que la asista durante mis ausencias, que este año serán mayores.

Los contactos de Lara en el Ministerio de Asuntos Extranjeros, y la triangulación de información que lleva adelante Boulard con el servicio secreto israelí parecen indicar que la mayoría de jerarcas nazis fueron trasladados a las provincias de Córdoba, en el centro del país, y a Misiones en el norte tropical argentino. Con la excusa de abrir una nueva planta en Córdoba, he logrado el traslado por un lapso de diez meses en los que deberé ir y volver constantemente a Buenos Aires para acompañar, aunque sea un poco, el embarazo de mi primer hijo. Se llamará Gregorio como mi padre. Estoy seguro de que será un varón. Lo presiento, como también presiento que este viaje a Córdoba puede dar buenos resultados para nuestra misión.

La Cumbre, Córdoba. Junio de 1950

Córdoba es un relieve con suaves montañas conocidas como cerros, ideales para retomar mi antigua afición por el alpinismo. No serán los Alpes, pero al menos la geografía cordobesa tiene la personalidad que le falta a esa llanura eterna que es la pampa argentina. La planta de la Union ya está en marcha. Paso muchas horas trabajando durante la semana, haciendo planificaciones industriales, relevando costos y presionando a los vendedores para que expandan el negocio por todo el norte argentino. Desde mi llegada, el país ha alcanzado un nivel de industrialización que parece augurar un futuro de desarrollo y riqueza. El embarazo de María Teresa avanza bien. Al menos eso dicen sus cartas.

Todos los domingos parto de la capital cordobesa para dirigirme a una hermosa ciudad llamada La Cumbre. Para eso, dejo de lado mi identidad y me transformo en otro. Mi pasaporte falso dice que me llamo Boris Carsten, que soy un ciudadano danés retirado para terminar, fuera del estrés de Copenhague, un libro sobre el estudio de “La muerte y Nietzsche”. Eso me ha librado de fabricar mentiras que protejan los verdaderos objetivos que me han traído a Córdoba.

En La Cumbre paso el tiempo en un club especializado en deportes de montaña que cuenta con canchas de tenis y una piscina cubierta. Su ubicación parece desafiar a la naturaleza: suspendido en un hermoso peñasco, las paredes naturales que lo rodean congregan a decenas de alpinistas europeos radicados en el país. Tanta es la presencia europea que en el pueblo pueden encontrarse salones de té y restaurantes de comida francesa, alemana, eslava… He alquilado una habitación en un hotel regentado por un matrimonio de Bavaria. La comida es buena, y puedo hablar alemán con el resto de los residentes. Por las noches, asisto a conciertos al aire libre, donde puede oírse desde Mozart hasta Wagner.

Poco a poco, voy conociendo el lugar, pero sobre todo a su gente. La mayoría de los socios del club son alemanes, aunque no todos son nazis. Eso sí: no se aceptan judíos entre sus socios. Tengo apenas diez meses para descubrir quiénes servían al Monstruo. No será fácil, ya que, como yo, aquí la mayoría lleva nombres falsos, fingen para esconder el acento alemán, algunos incluso se han teñido el cabello de color oscuro, o llevan peluca, bastón para fingir más edad de la que realmente tienen. Nadie dice la verdad, y con el correr de las semanas mi disfraz de danés cada vez es más complejo: intento un tono de voz más áspero y un tic casi permanente con cortos y rápidos movimientos de lado a lado con la cabeza. He participado en conversaciones breves, sin profundizar con nadie. Además de nuestros disfraces, compartimos la misma desconfianza. Sin embargo, al fin he logrado que los hombres más admirados del club me inviten a una reunión. Uno de ellos, interesado por el supuesto libro que escribo sobre Nietzsche, me ha dicho que este domingo habrá una reunión de hombres probos provenientes de Alemania.

Llevo meses compartiendo los domingos con el grupo de alemanes residentes en La Cumbre. Pasamos las tardes fumando puros, bebiendo coñac y saboreando APFELSTRUDEL. Son un grupo numeroso, y discuten sobre varios temas. Lo que más les preocupa es que la reconstrucción de Alemania esté en manos de los americanos y de los rusos: judíos y comunistas, dicen, son la escoria de la civilización. También discuten sobre los cambios que ha experimentado el gobierno argentino en los últimos tiempos. Los alarma que el GOU haya derivado en este gobierno popular donde las clases bajas tienen tanta participación. Pero… ¿acaso las SS no estaban conformadas por ladrones, proxenetas y asesinos arios? Arios. Eso los liberaba de cualquier acusación, mientras que aquí los grupos de choque justicialistas están formados por “cabecitas negras”, como los llaman.

Durante las charlas, siempre opto por emitir opiniones neutrales sobre cualquiera de los temas, aunque, para no llamar la atención, suelo resaltar la clara diferencia intelectual que existe entre las razas. Ese breve, nefasto comentario, me ha servido para ganarme la simpatía del grupo más racista del club. Llevo varias semanas sentándome a su mesa. Soy uno más, nadie desconfía de mí. Y, poco a poco, los voy conociendo a todos.

Jaime María de Mathieu dice ser un bombero belga de Bruselas. Luego de escapar de la guerra, se ha establecido en la zona, donde se dedica a la explotación agropecuaria en su “país adoptivo”, como ha llamado a Argentina. Realmente, el país nos ha adoptado a todos: a ellos, nazis racistas, y a mí, como a tantos otros judíos perseguidos.

Otros dos personajes que suelen compartir nuestra mesa son los gerentes del club: Martín González y Carlos Corini, ambos alemanes. Siempre tienen un comentario especial para Israel. Hoy, bromeando, se quejaron de que finalmente Inglaterra hizo lo que el Monstruo quería: expulsar a los judíos de Europa porque, ¿qué diferencia había en matarlos o enviarlos a vivir a ese desierto fétido llamado Palestina?

En un momento todos se han puesto de pie para recibir al cardenal francés Eugene Tisserant que acaba de regresar del Vaticano, acompañado por el cardenal argentino Antonio Caggiano.

La Cumbre, Córdoba. Junio de 1950Buenos Aires, octubre de 1950

Ha nacido mi hijo Gregorio. ¿A qué mundo lo he traído? ¿Llegará el día en que lo persigan por ser hijo de un judío? Al menos, su madre es goy. Quizá tenga un 50% de probabilidades de sobrevivir si vuelve a estallar una guerra contra nosotros. O quizá no. Lo miro tomar del pecho de María Teresa y no puedo dejar de emocionarme. Soy padre. Lástima que el niño no tenga abuelos, tíos, primos paternos. Su única familia será la materna. Me alegro. A veces, cuando pierdo el control y me sumo en esta tristeza que parece infinita, pienso que deberíamos renegar de ese Dios vengativo que desde hace cinco mil años parece estar jugando con nosotros.

La Cumbre, Córdoba. Noviembre de 1950

De regreso en Córdoba. Martín González y Carlos Corini me han presentado a varios argentinos que asisten al club de montaña. Aunque no tienen ancestros arios, tienen un trato directo y especial con los alemanes más importantes de la zona. Siempre van con ropas militares: pertenecen al ejército, y son los mejores de su promoción. Sus palabras, medidas, sin exabruptos, producen más terror: adoran hablar de guerra y estrategias, aunque en general son callados e introvertidos, como si en verdad sólo estuvieran aprehendiendo de los avezados fascistas que concurren al club.

Ha sido difícil memorizar los nombres de todos los que asisten al club, pero ya he enviado correspondencia a Francia, para que Boulard la redireccione hacia Israel. Desconfío de todos. Cualquiera podría ser un asesino, pero cualquiera podría ser inocente.

Todo se ha acelerado. Ayer domingo, cuando ingresaba al club, me condujeron directamente a la oficina de los gerentes. Allí me esperaban Mathieu, Corini, González y los demás. Me exigieron que contara mi pasado. Me pregunto quién me ha delatado. ¿Cómo han podido descubrir la verdad? Aunque, supongo, no tienen certezas sobre mi identidad. Sólo el virus de la desconfianza, esa que los ha llevado a gritarme, a acusarme de traidor, de judío, de peronista. He logrado salir del paso con más mentiras, me he mostrado ofendido, incluso los he insultado fingiendo sentirme mancillado por semejante acusación.

Hoy mismo he pedido el traslado a Buenos Aires con la excusa de que María Teresa ha sufrido una recaída luego del parto. Una infección que, según me dijo por teléfono, le impedirá volver a quedar embarazada. Lo lamento por ella, pero su problema ha resuelto el mío. Se alegrará de verme otra vez en casa. Por mi parte, me alegro de seguir con vida y de poder escapar de aquí. Aunque no podemos dejar de controlar este club, que parece ser el caldo de cultivo de algo que ya vivimos y sufrimos en Alemania. Por eso, Karl me reemplazará. No necesitará mentirles: ya puedo imaginar sus caras de excitación al oír las intimidades que contará el zapatero preferido de Hitler.

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