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INQUIETO

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INQUIETO

Me había despertado por el sonido del teléfono. No llegué a atender, y tampoco había mensajes en el contestador. Me vestí, y me dirigí al laboratorio. Al verme llegar Antonio Pérez se me acercó, conmovido.

—¿Has visto las noticias de tu país?

—No, ¿qué pasó?

—Está complicado…

—Siempre. El tuyo también —dije, y luego le pedí que comenzara con los preparativos para avanzar en el último tramo que me quedaba para terminar el vector viral en el laboratorio.

Para clonar el gen de eGFP en mi vector, la semana anterior había desistido de los extremos cohesivos y me había decidido a usar la enzima de restricción SmaI, que deja extremos romos o parejos del ADN. Durante los días anteriores habíamos hecho pruebas y más pruebas con distintas concentraciones de ligasas.

Pasé todo el día con los eppendorfs, micropipetas y tips azules y amarillos.

Luego de ser transfectadas con mi vector, al fin logré ver células SP verdes fluorescentes derivadas de músculo y miociotos, ambas poblaciones extraídas de cuádriceps de ratón con distrofia muscular de Duchenne, llamados mdx5cv. Paralelamente, mediante western blots y geles de electroforesis y utilizando un anticuerpo antimicrodys creado en conejos, detecté la presencia de la proteína microdistrofina en las mismas células.

Levanté la vista del microscopio y solté un suspiro de alivio. Antonio preguntó:

—¿Ya lo tenés?

—Sí, el vector por fin es infeccioso. Ya transfiere de manera correcta tanto la microdistrofina como la eGEP —dije, orgulloso.

—Te felicito.

En un recreo de la clase nocturna, compré un café y me conecté a internet. Lo que me había dicho Antonio me había dejado preocupado. Y sin embargo las cosas estaban peor de lo que él me había dicho. El día anterior, 19 de diciembre, a lo largo de todo el país se habían producido saqueos en varios supermercados. La policía no había logrado o querido controlar a la gente, y las fotografías mostraban carritos llenos de víveres, de productos electrónicos, arrastrados por chicos con el rostro cubierto, frente a los propietarios de los locales que, en vano, lloraban, disparaban o trataban de detener el saqueo tapiando la puerta de los negocios. La noche anterior, el presidente De la Rúa había declarado el estado de sitio. Su orden fue el combustible perfecto para que todo estallara: la gente se había autoconvocado frente al Congreso, frente a la casa del ministro de Economía y del presidente pidiendo a los gritos que se fueran todos. Y aquel día, 20 de diciembre de 2001, cuando todo el pueblo argentino se reunía en Plaza de Mayo para reclamar por la libertad de expresión, la devolución de los ahorros incautados por el gobierno, el trabajo que habían perdido y el fin del hambre que azotaba al país, el propio presidente había dado la orden de reprimir a los manifestantes. La foto de la policía montada embistiendo contra las Madres de Plaza de Mayo me provocó migrañas. ¿Cómo podía estar ocurriendo eso en mi país?

De inmediato, llamé a mi mamá.

—Es terrible, Esteban. Me alegro que no estés acá —dijo.

—¿De Joaquín sabés algo?

—Estuvo en la Plaza, lo vi por televisión. Mataron gente, si no fuera por los mensajeros que trabajan en moto hubieran muerto muchos más. Esto es un desastre, Esteban. Es muy triste.

—¿Pero Joaquín está bien?

—Sí, sí. Ya está en la casa.

Corté con la sensación de ser el mismo chico de once años al que sus padres seguían protegiendo de la realidad. Ya no estaba escondido en Chaco, entre los indios guajos de Maresmu, ahora estaba en Harvard, el primer mundo, pero la sensación de impotencia y cobardía era la misma. Me limpié las lágrimas en el baño, me lavé el rostro y traté de componerme para que mis alumnos no se dieran cuenta de nada.

Más tarde, cuando terminé de dar clases, se me acercaron dos alumnas para consultarme sobre los temas del próximo examen. Estaban realmente asustadas porque venían atrasadas con las lecturas y temían perder la beca que les permitía estudiar en Harvard. Eran muy jóvenes, pero sabían que un paso en falso y se quedarían fuera del sistema educativo superior y tendrían que convertirse en empleadas de comercio o de cualquier trabajo que tuviera pocas exigencias y menores ingresos. Su temor revivió todo lo que había leído y visto en los diarios argentinos. Sentí compasión por ellas, por mí, por mi país. Una, incluso, tenía los ojos llenos de lágrimas y decía que si no conservaba la beca tendría que trabajar en el campo, como sus hermanos. No sabía qué hacer. Al fin, la abracé tratando de consolarla a ella, como si en verdad no fuera una ciudadana de la primera potencia sino una argentina desvalida como esa chica que había muerto en Lomas de Zamora en medio de un saqueo, y le prometí que la ayudaría con los estudios. Cuando se marcharon, uno de los docentes de la cátedra se me acercó con gesto preocupado.

—Esteban, es muy peligroso lo que estás haciendo.

—¿Qué? —pregunté, pensando que Hirault le habría hablado mal de mí a Losick.

Me equivocaba.

—No puedes tocar a los alumnos, mucho menos abrazarlos…

—Pero estaba triste, traté de consolarla.

—Que lo hagan sus amigos. Vos sos docente. Tenés poder. Ella podría denunciarte por acoso, te deportarían…

De pronto, me sentía furioso.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer en estos casos? ¿Si alguien necesita ayuda?

—Nada. Das clases y nada más.

—Cínicos de mierda —dije en castellano, harto de la distancia que había que mantener con las personas para ser respetado por los americanos.

No quería terminar la noche ahí, creyendo que era un acosador sexual, un espía fracasado y un argentino cobarde que escapaba del proceso histórico de su país. Necesitaba ver otro tipo de gente antes de irme a dormir.

Al cruzar Prospect Street de pronto escuché el rechinar de las ruedas de un auto que frenaba para no atropellar a una pareja que se disponía a cruzar la calle. Uno de los peatones increpó al conductor. De inmediato, del asiento del acompañante bajó un hombre de traje que se acercó, amenazante, a los peatones. Sólo entonces me di cuenta de que el auto era un BMW negro idéntico al que había visto en la puerta del Science Center. El acompañante del auto parecía un fisicoculturista. Seguía increpando a los peatones, mientras se acomodaba un auricular conectado a un cable en uno de sus oídos. Rodeé el auto para ver quién era el conductor. La hermosa mujer del Science Center sostenía el volante con una mano y un cigarrillo con la otra. Por un segundo, nuestras miradas se cruzaron. Sé que me reconoció, porque arrojó el cigarrillo que fumaba y se me quedó mirando por unos segundos. Era hermosa, y me llamó la atención cómo podía hacer para que su pelo lacio le cubriera perfectamente la mitad izquierda de su rostro.

Al fin, le tocó bocina al fisicoculturista y le pidió que volviera a subirse al auto. Cuando el auto volvió a arrancar, paré un taxi y comencé a seguirlo.

El viaje fue breve.

El BMW se detuvo en medio de Iman Square. Bares, gente joven, latinos, árabes. Mientras le pagaba al taxista, vi que el fisicoculturista bajaba del auto y le abría la puerta a la mujer, y que ésta gesticulaba y negaba con las manos. Al fin, sus larguísimas piernas bajaron del auto, piel morena con zapatos de tacón, y un vestido negro largo y pegado a ese cuerpo bellísimo que, hacia arriba, terminaba con una cabellera oscura que cubría la mitad de su rostro. La mujer le dijo algo al fisicoculturista que, obediente, se subió al auto y desapareció por la calle. La vi entrar a un restaurante llamado Agadir, y fui detrás de ella.

Decoración árabe, comida marroquí. Algunas odaliscas bailaban entre las pocas mesas que se hallaban ocupadas. La mujer no estaba por ninguna parte, parecía que se la había tragado la tierra o que había vuelto de regreso a una de esas lámparas de aceite que, dispuestas sobre un estante, recordaban las aventuras de Aladino, el Genio y las leyendas de Oriente. Quizá habría entrado al baño. Decidí sentarme y esperar.

Acostumbrado a los días en que pasaba horas en el Grafton Bar, me senté en la barra. La música funcional me devolvió algo de tranquilidad: sonaban algunos hits que había escuchado un año antes en el sur de Francia. La música preferida de Céline. Céline. Ni siquiera me había animado a llamarla. Ella, por su parte, tampoco me había escrito un mail ni nada. ¿Cuántas relaciones que se creen estables desaparecen, se destruyen de un día para el otro sin dejar rastro? La nuestra no debía ser la única.

Poco a poco, margarita a margarita, las imágenes de la represión en Plaza de Mayo se fueron alejando de mi mente. Veinte minutos más tarde, decidí preguntarle al barman si había visto entrar a una mujer morena vestida de negro.

—Sí, es la dueña. Está en el vip.

—¿Podría hablar con ella?

—No creo…

Pedí otro margarita y lo vacié de un trago. Estaba demasiado interesado en ella como para hacerle caso al barman. Haciéndome el distraído, me alejé en dirección al baño. Entonces vi una puerta entornada que daba a una pequeña sala decorada con alfombras, lámparas de aceite, narguiles… y una pierna de mujer. Me asomé y la vi: jugaba con un mechón de pelo, que intentaba fijar para que le ocultara la mitad izquierda del rostro.

—Hola —dije.

Ella alzó la vista, y entonces la vi: una enorme cicatriz le recorría la parte izquierda del rostro que sólo podía esconder con su cabello. Parecía una terrible quemadura que databa de varios años. Nacía en la sien izquierda y bajaba violenta hasta el principio de su cuello. Su mejilla conservaba quizás un quinto en buen estado y el costado de la nariz dibujaba grietas de piel carcomida. El ojo era como una isla hermosa en medio esa marca que le desfiguraba el rostro.

Avergonzada, volvió a bajar la mirada.

—¿Puedo sentarme?

Ella comenzó a mirar hacia la puerta, como si temiera la llegada de alguien o quisiera que alguien la rescatara de nuestro encuentro.

—No te asustes. Si querés me voy…

Volvió a comer, sin decir una palabra.

—Te vi hace un tiempo en el Science Center, vos estabas en la puerta…

—Imposible, no salgo mucho y nunca fui a ese lugar.

—Sí, estabas con Hirault.

—¿Quién?

—Un francés que…

—No conozco a ningún francés. Te estás confundiendo… —dijo.

—No importa. ¿Puedo sentarme con vos?

No contestó, pero tampoco llamó a nadie para que me echara.

—Me llamo Esteban y vos sos hermosa —dije.

Ella volvió a cubrirse la cicatriz con el cabello.

—¿El grandote que te acompañó hasta acá es tu marido?

—No, mi guardaespaldas. Y si te encuentra acá…

Me senté al otro lado de la mesa.

—Si es tu guardaespaldas vos podés decirle que no nos moleste.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué? Parecés asustada.

—Es que… perdóname, me tengo que ir.

—Pero, ¿quién sos? Tomemos una copa.

—No puedo. Me gustaría, pero no puedo.

—Entonces vos te acordás de mí.

—No compliques las cosas.

—¿Complicar qué? Soy un hombre tratando de hablar con una mujer hermosa. Nada más.

—No tenés idea —dijo, extendiendo una mano tibia para acariciarme el rostro.

Le sujeté la mano.

—¿Quién sos? No pude dejar de pensar en vos desde que te vi… —exageré.

—Me llamo Tal. Nací en Marruecos. Hay muchas cosas más, pero mejor que no las sepas.

Desde afuera del vip llegaron ruidos, pasos. Se incorporó, dejando el plato de comida a medio terminar.

—Si no te vas voy a tener que pedir que te saquen.

—¿Sos demasiado linda para aceptar tomar algo conmigo?

Sonrió, hermosa, sonrió.

—Otro día.

—¿Cuándo?

La puerta se abrió. Al verme, el fisicoculturista se acercó abriendo su saco, para que pudiera ver el arma que llevaba ajustada con una correa debajo de una axila.

—¿Y usted quién es?

—Se equivocó. Está buscando el baño. ¿Le indicás, George?

Salí delante de George, que de mala manera me señaló la puerta del baño que estaba al final del pasillo. Antes de que pudiera alejarme, me sujetó el brazo con fuerza diciendo:

—Te equivocaste de mujer. Si no desaparecés, la vas a pasar mal.

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