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SATISFECHO

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SATISFECHO

El tiempo pasaba y nuestros logros no superaban una recuperación de las fibras musculares mayor al 5%. Una a una, habíamos sacrificado y analizado las camadas de ratones sin alcanzar un porcentaje que se aproximara a los resultados obtenidos por Martina. Y comenzaba a desesperarme.

Aquella noche le propuse a Ben cambiar de procedimiento.

—Analicemos las fibras a partir de la presencia de eGFP en lugar de la microdistrofina.

—Pero nos importa más que estén curadas a que sean verdes.

—Lo hago yo solo —dije pero, en lugar de marcharse, Ben comenzó a cortar las fibras y a colocar los pequeños trozos en los vidrios para exponerlos en el microscopio fluorescente.

El trabajo fue arduo. Cerca del amanecer, en el microscopio al fin pude ver la fluorescencia en las fibras. La imagen era inapelable: otra vez habíamos quedado en los albores del 5% de recuperación de las fibras.

—No entiendo en qué fallamos —dije.

—La próxima vez será. Cinco por ciento no es fallar. Martina inyectó directo en el músculo y nosotros en la arteria. No compares.

—Sí, lo sé. El tema es que no podemos imaginar una posible terapia celular como la nuestra en personas, en bebés, inyectándoles todos y todo el músculo. Es inhumano. Nadie lo permitiría.

—Sí, lo sé — exclamó Ben casi gritándome.

Estábamos agotados. Luego de limpiar la mesa y los instrumentos, subimos juntos en el ascensor. Cuando la puerta se abrió, Ben se alejó sin siquiera despedirse. Por un momento pensé en seguirlo, olvidar mi frustración tratando de espiar a aquel coreano incapaz de parecer humano. ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía en su tiempo libre? Me lo imaginé almorzando esos comprimidos de vitaminas de que se alimentan los astronautas para no perder tiempo entre el hospital, el laboratorio y el bioterio.

En la calle, Boston despertaba mientras yo tenía que hacer fuerza para mantener los ojos abiertos.

Ese día, en el laboratorio, sentado a mi mesa de trabajo comencé a escribir un artículo contando los avances del último tiempo. Necesitaba publicar en alguna revista importante para imponer mi nombre y, mientras intentaba alcanzar el porcentaje esperado de regeneración de las fibras, ganar visibilidad en el ambiente científico de Harvard y EE.UU. Datos, cálculos, imágenes del microscopio, todo aquello debía ser una base para difundir los primeros pasos que estaba dando en el sistema arterial que tanto le importaba a Foreman.

En la cafetería de la universidad, me dediqué a marcar en un mapa de la ciudad la dirección de los tres Charle McArthur que figuraban en la guía. Uno vivía cerca de Cambridge, otro en Crane Beach y el último en Jamaica Plain, el barrio latino de Boston. Tenía un par de horas antes de que comenzara mi clase.

El primer Charle McArthur de la lista tenía registrada una línea telefónica a su nombre en Prescot Street, frente al archivo fílmico de Harvard. No era una casa particular sino un local de venta de cómics, películas de ciencia ficción y merchandising cinematográfico: muñequitos de Star Wars, cascos de Depredador, trajes de superhéroes y todo ese tipo de cosas pensadas para los niños pero que son consumidas por gente mayor de treinta años que se resiste a aceptar el paso del tiempo y el crecimiento psíquico, físico e intelectual del ser humano.

Entré, esquivé el muñeco de tamaño natural de Chewbacca y me dediqué a mirar los productos que se ofrecían a la venta, tratando de detectar algo extraño en aquel lugar de por sí extraño. En el mostrador, un hombre de unos cuarenta años con barba y cabello largo y sucio, llevaba una camiseta con la cara de Lee Majors en The Six Million Dollar Man, o El hombre nuclear como se llamaba en Argentina aquella vieja serie de los años setenta. Estaba conversando con una chica oriental que llevaba el pelo teñido de rosa y vestía como una muñeca de porcelana sexy. El mundo del Manga siempre me resultó ajeno pero sensual. Intenté prestar atención a lo que decían, pero no reconocía ninguno de los nombres propios que mencionaban.

Al fin, elegí una copia de Blade Runner y me acerqué a ellos. Al ver mi compra, los dos se miraron.

—Nada mejor que volver a las fuentes —dijo el muchacho con sorna.

—También tenemos a la venta El Planeta de los Simios —agregó ella.

—La próxima. Me dijeron que por acá podía encontrar a Charle McArthur, debe tener alrededor de sesenta años —dije.

—¿Tan viejo parezco? —dijo el muchacho.

—¿Charle McArthur? —pregunté.

—El mismo. Pero podés decirme Charly, como todos.

—Debo haberme confundido. Yo estoy buscando a un psicólogo mayor… —mentí.

—Psicología no, parapsicología puede ser… Charly maneja la ouija como pocos —dijo la chica con seriedad.

Lo único que me faltaba. Al fin, pagué la película y me despedí de ese Charle McArthur que tenía más apariencia de esperar la aniquilación de la humanidad en manos de los aliens que cualquier otro genocidio étnico, religioso o puramente humano.

Durante varias semanas trabajé en aquel artículo mientras, por las noches, preparábamos nuevas camadas de ratones y sacrificábamos otras para obtener los mismos resultados de siempre en medio de aquella relación aséptica que compartíamos con Ben, el coreano inalcanzable.

Al fin, una noche, mientras Ben realizaba una nueva microcirugía en un ratón enfermo para inyectar las células, sin quitar los ojos del microscopio, dijo:

—Tengo un problema.

—¿Qué pasó? —pregunté, acercándome al microscopio.

Ben alzó la vista, y me miró:

—Tengo un problema personal —dijo.

Tanta era la inquietud que me generaba aquel personaje que cuando lo oí decir aquello dejaron de importarme los ratones, la distrofia de Duchenne, Foreman y todo Harvard.

—Por favor, contame.

Ben retiró las manos del microscopio y se miró la punta de los dedos enguantados. Estaba inquieto, como si enfrentara una lucha interior. Yo lo miraba con ansiedad, pero en silencio para no frenar esa actitud humana que esperaba desde hacía tiempo. Al fin, entrecruzó los dedos y, sin levantar la vista, dijo:

—Estoy enamorado.

—Te felicito —dije.

Sonrió con amargura.

—¿De quién?

—De una chica coreana. Es cantante de jazz y vive acá, en Boston.

—¿Cuánto hace que salen?

Ben contuvo una risa, que se transformó en una oleada de aire sonora que brotó de su nariz.

—No es tan sencillo, Esteban.

—Bueno, pero si estás enamorado es porque…

—Nunca hablé con ella —me interrumpió, y al ver que yo empezaba a gesticular, agregó—: pero sé que estoy enamorado.

—¿Y quién es?

—Ese es el problema.

Sólo entonces comenzó a contarme la historia. La había visto por primera vez en un bar donde se celebraban jam sessions, una noche en que se realizaba un homenaje a Billie Holiday, la cantante preferida de Ben. Se había presentado con el nombre de Sara Fight, y había subido al escenario descalza, con un vestido negro ajustado, el cabello suelto y los labios pintados de rojo.

—Tiene la piel blanca como las plumas de una paloma blanca —dijo Ben.

Aquella noche, Sara Fight había cantado “My men” como nunca antes la había cantado nadie, a pesar de que era un tema versionado como pocos. Al oírlo hablar, Ben mostró tantas dimensiones como ni siquiera había imaginado: fanático del jazz, salía de noche, bebía whisky escocés. Un personaje de novela negra detrás del cardiólogo infantil pulcro y callado que los demás veíamos a diario.

—¿Es americana?

—No, te dije que era coreana. Su verdadero nombre es Myeong Kim. Pero no es muy atractivo para una cantante de jazz —rió Ben, si puede llamarse risa a estirar la comisura de los labios.

Myeong Kim cantaba en distintos bares de la ciudad y soñaba con tener su propio cuarteto y grabar un disco. Eso Ben lo había averiguado exagerando la propina de uno de los barmans. Desde aquella vez, la había ido a escuchar siete veces a distintos bares de jazz. Nunca le había hablado.

—Pero… te gusta… ¿por qué no te acercaste a ella?

—Yo no soy como vos. Soy tímido… ustedes los latinos tienen otras facilidades…

—Pero te vestís bien, sos guapo, sos un cardiólogo importante…

—Eso no alcanza. Hoy por hoy, sólo soy un post doc que investiga y tiene que hacer guardias clínicas en urgencias…

—Ella es cantante, y por lo que me decís, es bastante hippie…

—Acá en América. Pero, en Corea, Myeong pertenece a otra casta. Una casta mucho mejor que la mía. Su familia es rica. Nunca va a aceptarme.

Estaba confundido. Aquel oriental occidentalizado se regía por preceptos milenarios que dividían a la gente por castas de origen divino. No podía entenderlo.

—Pero si ella está en América es porque no quiere estar en Corea. ¿No? Y acá las castas no existen —dije.

—Las castas no, pero sí las condiciones económicas. Yo soy cardiólogo, pero tengo ingresos de estudiante. Como vos. Si quiero proponerle matrimonio tengo que ganar más dinero.

—¿Proponerle matrimonio? —dije, sorprendido.

Él asintió.

—¿No sería mejor invitarla a salir, conocerla primero?

—Ya la conozco.

—Bueno… —concedí—: pero eso no te impide acercarte a ella.

—De ninguna manera. No puedo hablarle hasta que no tenga un poco más de ingresos, un auto para pasar a buscarla… y además, ¿qué le digo cuando la vea de cerca? No sabría por dónde empezar.

Su incapacidad social terminó de conmoverme. Guardé silencio durante unos minutos y al fin dije:

—Te acompaño.

—¿A dónde?

—A verla cantar. Vamos juntos.

—¿Harías eso por mí?

Me acerqué y apoyé mis manos en sus hombros. Sentí que se revolvía ante el contacto físico, pero había sido él mismo quien había levantado la barrera que nos separaba. Lo sacudí, como si eso bastara para relajarlo.

—Yo te voy a ayudar. No soy un sex symbol ni un Don Juan, pero me las arreglo con las mujeres. Yo te voy a contar lo poco que sé hacer para conquistarlas. Aunque mi porcentaje de éxito generalmente es menor al del vector que estamos probando.

Y entonces se rió. Se rió con ganas, como nunca antes lo había visto reír. Aquel acercamiento me había emocionado tanto que intenté abrazarlo. Sin embargo él se puso serio y me mostró las palmas de las manos envueltas por los guantes de goma.

—Somos hombres. Volvamos al trabajo.

Al día siguiente me presenté en la oficina de Foreman, quien ya había leído mi artículo.

—Está muy bien. Podés mandarlo para ver si lo publican —dijo.

—Gracias.

—¿Eso es todo?

—No. Quiero pedirte algo, si es que se puede —dije.

Foreman ladeó la cabeza con desconfianza, ya estaba acostumbrado al pedido de limosnas de sus estudiantes, asistentes e investigadores. Junté valor, y dije lo que había pensado durante todo el día:

—Hace meses que Jenkins me está ayudando. Sin él no podría seguir avanzando.

—Te dije que iban a hacer buen equipo.

—Sí, pero… yo cobro por mi trabajo. Y él está dedicando tiempo y esfuerzo para esta investigación que es nuestra, sin recibir un solo centavo. ¿Podríamos conseguir fondos para pagarle por su trabajo extra?

Foreman suspiró, sopesando mi pedido o bien demostrando que el poder estaba en sus manos y que yo, como Ben, éramos dos simples engranajes de ese imperio que él dirigía en su laboratorio.

—Por favor… tengo miedo que se baje del proyecto y detenga nuestros avances.

—Está bien. Vamos a pagarle. ¿Algo más?

—No, sólo darte las gracias.

Esa noche, cuando entró al bioterio, Ben caminó hasta mí y se detuvo a mirarme. Se mordía los labios, incapaz de procesar sus propias emociones.

—¿Todo bien?

—Me llamó Foreman —dijo.

Después suspiró, parpadeó una, dos, tres veces y me abrazó.

—Somos hombres. Volvamos al trabajo —dije, sonriendo.

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