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Buenos Aires, Argentina. Junio de 1966

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Buenos Aires, Argentina. Junio de 1966

Los ensayos de la sinfónica de Berlín ya comenzaron. La comitiva lleva dos días instalada en el Hotel Independencia. No podemos perder tiempo. M. B. Heredia, sin hijos y con una vida poco feliz, es la mejor candidata. Debemos abordarla cuanto antes. Será Lara quien hable con ella. Entre mujeres seguro que se entenderán. O, al menos, no entrará en pánico al ver que un hombre la aborda en mitad de la calle, de noche.

Faltan tres días para el concierto inaugural de la sinfónica. Con Karl ya hemos conseguido entradas para los tres. Si bien estamos en una misión delicada, ninguno de nosotros quiere renunciar a oír a la sinfónica y recordar nuestros años alemanes. Esta noche, Lara hará contacto con Heredia. Se ha comprado una peluca de cabellos oscuros: dice que en este país la gente confía más en los morochos que en los rubios. Además, ha guardado en un sobre el dinero que hemos recaudado para pagar el trabajo de Heredia, que equivale a tres meses de sueldo del hotel. Es nuestra única oportunidad. Mañana, a la hora del desayuno, el músico berlinés esperará que alguien lo contacte. Su identidad será revelada por un ínfimo detalle: un pañuelo de seda color azul en el bolsillo exterior superior de su saco. Nuestra ansiedad es inmensa. ¿Se animará esa mujer a correr semejante riesgo?

Cargada con una bolsa repleta de galletas y botellas de gaseosa, Lara pasó varias horas frente a la pensión de la calle Perú, bajo el frío intenso de una noche sin luna. El cielo, cubierto de nubes, tenía un aspecto siniestro. Heredia llegó cerca de la medianoche, poco después de que comenzara la tormenta. Bajo la lluvia, Lara descubrió que Heredia se acercaba corriendo junto a un hombre que no era el cabo Elizondo. Era un hombre bastante mayor, que al llegar a la puerta de la pensión rodeó la cintura de Heredia con un brazo mientras que, con la otra mano, le pellizcaba las nalgas. Desde lejos, Lara oyó que el hombre le hacía propuestas subidas de tono que divertían a Heredia. Sin embargo, hubo algo que alertó a Lara: el hombre tenía un inconfundible acento alemán. Sin dudas, debía ser alguno de los músicos que se alojaban en el hotel.

Lara decidió acercarse a ellos con la excusa de pedirles fuego para su cigarro, pero antes de que cruzara la calle, la pareja entró a la pensión. Mojada, aterida por el frío, Lara se encontró sola en la calle. Buscó el reparo de un balcón contiguo y decidió esperar. Como no sabíamos con qué podía encontrarse Lara allí, acordamos que si no regresaba a las 2 am, Karl se dirigiría al Hotel Independencia y yo me presentaría en la pensión fingiendo ser Inspector de Sanidad. Durante las horas que estuvimos esperando el regreso de Lara, Karl y yo apenas si hablamos. Finalmente, a las 2 am salimos a la calle, nos deseamos suerte con nerviosismo y cada uno tomó su camino. Alcancé la pensión de la calle Perú cuando mermaba la lluvia. Al verme, Lara me abrazó. Temblaba. Estaba realmente asustada. Hacía tanto frío que le propuse refugiarnos en un zaguán de la vereda de enfrente que tenía la puerta abierta. Desde allí, en silencio, preocupados, vimos que un patrullero avanzaba por la calle desierta y se detenía delante de la pensión. Del asiento del acompañante bajó el cabo Elizondo, que le pidió al conductor que lo esperara con el auto en marcha. Antes de entrar a la pensión, Elizondo escudriñó la calle. Luego, se quitó la gorra del uniforme y deslizó una llave dentro de la cerradura gastada de la puerta de la pensión. Con Lara nos tomamos de la mano, fingiendo ser una pareja, y nos abrazamos contra la pared del frente de la casa donde nos habíamos refugiado. Mientras ella miraba la pared, yo me dediqué a observar los movimientos del patrullero, a la puerta de la pensión, mientras le contaba a Lara que todo estaba en orden. Pero entonces oímos los disparos. Lara se revolvió entre mis brazos debido al estruendo. Nos separamos justo cuando el cabo Elizondo salía de la pensión con el arma aún en la mano y se metía en el auto policial, que aceleró y se perdió en dirección a la avenida Corrientes.

Sólo entonces corrimos hacia el interior de la pensión. En el patio interno de baldosas ajedrezadas, la dueña trataba de comunicarse con la policía y los inquilinos se apretujaban delante de la puerta que daba a una de las habitaciones. Lara fingió un ataque de nervios e inmediatamente todos prestaron atención a sus gritos, mientras yo me introducía en la habitación donde, vestidos, ensangrentados, Heredia y el hombre estaban tendidos en el suelo, con los rostros desfigurados por la balacera. Comencé a registrarles los bolsillos y me encontré lo último que esperaba: un pañuelo de seda azul limpio y perfumado. Sentí un mareo, como si las piernas dejaran de responderme.

El sonido de las sirenas me devolvió a la realidad. Me alejé de los cadáveres y busqué a Lara, que bebía agua de un vaso que le tendía uno de los inquilinos. Al verme, dejó caer el vaso y ambos salimos corriendo hacia la calle mientras dos patrulleros se acercaban desde la avenida Independencia.

Aún continúo con una sensación de espanto y frustración. Todo ha fracasado por nuestra impericia. Sin embargo, no termino de comprender. ¿Cómo se enteró Elizondo de que su novia lo engañaba? Según Karl, el cabo no estuvo en el hotel esta noche. Al menos eso le dijo uno de los botones. ¿Lo habrá llamado la propia encargada de la pensión? ¿Estaría siguiendo, por simple recelo, a su novia? En cualquier caso, nuestro contacto está en la morgue y ya no podremos recibir su información.

Hoy, María Teresa se sorprendió al verme llegar temprano para cenar con ella y Gregorio. Esta noche hemos hecho el amor dos veces. Lo necesitaba. Sin embargo, ni eso ha conseguido devolverme la calma. Durante una hora he permanecido acostado junto a ella sin conquistar el sueño. Al fin, he decidido levantarme para no despertarla con mi inquietud. Aún sigo asustado. Mientras miro dormir a Gregorio, sentado en una silla junto a su cama, escribo y pienso que el mundo es un verdadero depósito de basura. Y la humanidad, la peor especie que ha transitado este planeta. Y tengo miedo.

Esta mañana, Karl ha ido al Hotel Independencia y ha regresado pocos minutos más tarde. La policía estaba interrogando a los clientes y empleados. El mismo Elizondo estaba llevando a cabo el interrogatorio. Fue allí que Karl se enteró que a lo largo de la noche ha habido otros asesinatos. En cuestión de horas, Heredia, Núñez y Ceballos han sido masacradas a balazos. Al enterarnos de la noticia, se nos revelaron los verdaderos motivos de tales sucesos. Nos están siguiendo. Elizondo y quién sabe cuántos más saben de nuestro trabajo clandestino. Pobres mujeres. Ni siquiera llegaron a conocernos y nuestra sola elección ha bastado para condenarlas a muerte. ¿Cuánto faltará para que nosotros tres sigamos sus destinos?

Gregorio se mueve en sueños. Luego sonríe, dormido, y gira hasta ponerse de costado, frente a mí. Estoy llorando. Idiota. Estoy llorando. Hijo mío, ¿estaré poniéndote en peligro por culpa de este afán inconsciente de hallar a los asesinos de nuestro pueblo? ¿Vale la pena semejante esfuerzo, tal exposición? ¿Algún día llegarás a perdonarme estas ausencias, esta temeridad que podría quitarte la vida en la esquina del colegio, en cualquier lugar de Buenos Aires?

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