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HUMILLADO

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HUMILLADO

En la pista de aterrizaje, junto a la puerta de un enorme hangar, el jet privado reposaba como un pájaro dormido. Esa quietud contrastaba con mis nervios y mi ansiedad.

—Esperemos que llegue el resto y partimos —me dijo Stuart French, el muchacho de traje que me había recibido en el aeropuerto y que no dejaba de hablar por un teléfono celular.

—¿A quién esperamos? —pregunté.

Cubriendo el micrófono del celular para que su interlocutor no lo escuchara, dijo:

—A otros cuatro estudiantes.

—Soy doctor, no soy estudiante...

French le quitó importancia a mi aclaración con un gesto rápido de su mano, y volvió al teléfono. ¿Estaría hablando con Buffet? Por más que yo había elegido mi mejor ropa para la ocasión, parecía un maniquí de ofertas de final de temporada al lado de aquel muchacho pedante, vestido con traje oscuro y corbata de tono pastel. Me aferré a los puños de la camisa y tiré de las mangas, como si con ese gesto pudiera revalorizar mi apariencia. Él señaló un extremo de la pista.

Cuatro personas se acercaban con apuro. Dos mujeres jóvenes, blancas; dos muchachos, uno negro, otro oriental. Nos presentamos mientras esperábamos que French cortara la comunicación. Cuatro post doc: una cardióloga, una ingeniera molecular, un dermatólogo, un neurólogo. Y yo. Cinco muertos de hambre con talento, formación y capacidad científica, que sólo podíamos estar allí gracias al afán filantrópico de un millonario.

Stuart French cortó la llamada y con un gesto le ordenó al comandante del jet que encendiera los motores. Nos observó detenidamente a cada uno de los cinco, y mientras el aire ardía y deformaba las imágenes en torno a los motores encendidos, sonrió para decir:

—Relájense. Van a tener un día de descanso en la casa de campo de Mr. Buffet antes de que sean examinados. Muchos quisieran estar en su lugar, pero sólo ustedes cinco lograron llegar hasta acá. Descansen, disfruten, y piensen cómo van a convencer a Mr. Buffet para que siga apostando por ustedes.

Abordamos el jet sin perder más tiempo. Doce butacas en total, la mitad vacía. El avión era estrecho, pero eso no impedía que allí hubiera una azafata hermosa esperándonos con una botella de champagne en un balde de plata cargado de hielo. Nos entregó una copa a cada uno de los cinco post doctorandos que mirábamos todo con una sincera perplejidad: estábamos allí para asegurarnos el sueldo magro que donaba Buffet, pero éramos tratados como eminencias de la ciencia. Alcé la copa, imitando a French y sonreí: la perplejidad comenzaba a tornarse orgullo. ¿Acaso no estaba siendo agasajado por un millonario que quería invertir en mi carrera?

Cuando la torre de control al fin dio la señal, el pequeño jet se echó a andar por la pista con la delicadeza de un ciervo. Poco a poco, la pista comenzó a alejarse junto con los árboles, las calles y toda la ciudad de Boston, con cada uno de sus estudiantes, inmigrantes, neonazis y ratones que no tenían méritos suficientes para viajar en el jet privado.

Mientras el avión cruzaba EE.UU. en dirección al noroeste, Stuart French nos habló de cómo sería aquel día. “Día de campo”, dijo, como si en lugar de ser investigadores fuéramos cinco scouts esperando encender una fogata para obtener nuestras nuevas insignias.

—Mr. Buffet es muy generoso. Sepan apreciarlo: alojamiento, comida y bebida libre, todas las comodidades con vistas a los bosques y montañas que decoraban la zona.

No mentía. Cuando el avión comenzó a descender, a través de las ventanillas todos pudimos observar la paleta de colores verdes y ocres que mostraban distintas geografías pero una misma belleza. También pude ver la extensa propiedad de Buffet, que contaba con una casa principal, establos, caballerizas, pequeñas edificaciones y una pista de aterrizaje privada en medio de un inmenso campo.

El aterrizaje fue tan placentero como la sonrisa de las empleadas domésticas uniformadas que nos esperaban a la salida del jet. Un hombre armado, vestido con ropas de seguridad privada, tomó nuestro equipaje y lo cargó en un pequeño tractor con remolque. Nosotros, en cambio, fuimos invitados a subir a dos carros de golf y en ellos recorrimos los doscientos metros que separaban la pista de la casa de huéspedes, rodeada por un breve jardín de violetas coronado por altos cedros y otras coníferas. La vista era magnífica: a lo lejos, hacia el oeste, las cimas eternamente nevadas de las Rocallosas eran el único límite que tenían nuestros sueños de científicos.

Al entrar a la casa de huéspedes nos sorprendió una tropa de empleadas que nos ofrecieron tortas y bebidas calientes. French, que había hablado por celular la mayor parte del viaje y seguía haciéndolo ahora, cortó la llamada y nos sonrió como un modelo promocionando una marca de dentífrico:

—Disfruten su estadía. Mañana a las siete de la mañana tendremos tiempo para ponernos serios. Cámbiense de ropa. En quince minutos tienen programada una cabalgata por la finca.

Luego de la merienda nos condujeron hasta las habitaciones. Todo era cinco estrellas, si es que podía rotularlo de alguna forma: pisos de piedras oscuras, alfombras mullidas, camas enormes con sábanas blancas, almohadas blandas y mantas tejidas a mano en algún lugar de Asia, vigas de roble, paredes tapizadas por cuadros con escenas de caza… Salí de la habitación con la sensación de ser un artista del siglo XVI disfrutando de la bondad de su mecenas. En la sala, los otros cuatro científicos mendicantes estaban tan satisfechos como yo, listos para montar a caballo.

Y los caballos nos esperaban formados frente a la puerta de la casa de huéspedes. Sobre una yegua negra, un cowboy con sombrero marrón, chaleco a cuadros rojos y negros y jean, con botas negras de cuero, mordía el filtro de un cigarrillo que parecía pegado a su bigote rubio.

Nos deseó buenas tardes y nos preguntó si sabíamos montar. Sí, todos menos el japonés, que sólo logró subirse al caballo al tercer intento y gracias a la ayuda de una de las empleadas. El mío era un bayo alto, sereno como la vista que se abría ante nosotros. Comenzamos a avanzar: cinco científicos conducidos por el Billy the Kid personalizado de Mr. Buffet.

La finca parecía un parque nacional privado. Extensos pastizales, rebaños de animales, bosques, un huerto y un río helado y cristalino que atravesaba la propiedad arrastrando guijarros y produciendo un ronroneo apacible. Seguimos al baqueano que nos conducía río arriba.

De pronto, el hombre alzó un puño y nos pidió que hiciéramos silencio. Entonces, dubitativamente, un zorro apareció en escena. En un abrir y cerrar de ojos, el vaquero retiró un rifle de la montura, apuntó y soltó un disparo que retumbó en nuestros oídos. Desmontó, volvió a sujetar el fusil en la montura y se acercó al cadáver del zorro, que se revolvía con los últimos estertores. Con un movimiento preciso, le quebró el cuello mientras nosotros cinco nos miramos con sorpresa: era probable que Buffet, en su generosidad filantrópica, también estuviera aportando dinero para proteger a una especie en extinción que, al parecer, no era la del zorro rojo típico de Idaho.

—Son lindos pero matan ovejas —dijo el baqueano, tomando al animal de sus cuatro patas y colocándolo sobre la grupa del caballo—. Además, la piel se paga bien en el pueblo. Sigamos.

Lo seguimos río arriba, mientras nos iba hablando de su bisabuelo, que había llegado de Irlanda cuando “esto era la selva” y había colaborado con los pioneros para limpiar la zona de indios. En ese momento, la ingeniera senegalesa dijo algo en francés, en voz baja. Yo le sonreí, y ella me devolvió la sonrisa.

—Ignorante. No entiendo cómo este país es el más importante del mundo —dijo.

—Por esto mismo —dije.

Pero entonces la voz del baqueano nos privó de nuestra incipiente intimidad:

—Llegamos —dijo—. Miren allá…

Seguimos su dedo con la mirada para descubrir el borde de una montaña próxima y, arriba, una enérgica cascada que vertía el agua de deshielo en el cauce del río. La belleza nos obligó a contemplarla en silencio. Permanecimos allí un rato, sacando fotos, soportando las anécdotas rurales de nuestro guía hasta que la temperatura y el sol comenzaron a bajar, bañando el paisaje con un manto frío de luz púrpura que hacía resaltar aún más los ocres y verdes de la vegetación, y reverberaba en la espuma de la cascada.

—Debemos volver. Los espera la cena —dijo el baqueano.

Al llegar a la casa de huéspedes, todos nos dirigimos a nuestras habitaciones para bañarnos y cambiarnos de ropa. En la sala nos esperaban los mullidos sillones de cuero cubiertos con pieles de animales, el fuego de un hogar a leña y una mesa repleta de quesos, embutidos, panes caseros, salmón ahumado y vinos de California. Al beber la primera copa, ya repuesto del frío de la cabalgata, tuve una epifanía: años más tarde recordaría la escena desde mi propio despacho en Harvard. Nada podría detener mi ascenso.

Distendidos por el paseo, la ducha caliente y el vino, dejamos atrás el formalismo académico para hablar con mayor intimidad. Alice Stark era australiana y cardióloga. Nicholas Vermont, sudafricano y dermatólogo. Jim Nakata, neurólogo japonés. Y Francine Suruma, ingeniera molecular nacida en Senegal y criada en Marsella. Los cinco estábamos en la misma situación: después de atravesar satisfactoriamente un doctorado, esperábamos juntar los méritos suficientes como para conseguir un puesto oficial de investigador.

—¿Alguno de ustedes sabe quién es Mr. Buffet? —pregunté.

El sudafricano sonrió, blanco sobre negro:

—Tiene un laboratorio, creo.

—A mí en el hospital me dijeron que estaba relacionado con la producción de cine… —dijo, extrañada, la ingeniera molecular.

—¿En qué hospital trabajás? —quise saber. Su belleza me había quitado el interés por Buffet.

—En Nueva York —dijo, orgullosa.

—Yo en Boston, trabajo para Eric Foreman —dije para impresionarla.

La vi alzar las cejas, con el gesto universal del que tiene reparos que prefiere callar.

—¿Lo conocés?

—Escuché hablar de él, de su laboratorio…

—¿Y te hablaron bien o mal? —quise saber.

Repitió el gesto de alzar las cejas y luego comenzó a hablar con la australiana, que insistía con que Buffet estaba relacionado con la producción farmacológica.

—¿Si no para qué va a promocionar científicos? —dijo.

El gesto de Suruma me había provocado bastante inquietud. Con cuidado, apoyé mi mano en el hombro de la morena para llamar su atención, pero apenas sintió el contacto se incorporó como si mi mano fuera un escorpión.

—Perdón… —dije.

Ella parecía ofendida.

—Perdón, sólo quería preguntarte por qué pusiste esa cara cuando nombré a Foreman.

—Por nada… —dijo, y estaba mintiendo.

—Decime…

—Es que… se dicen cosas de Foreman…

—¿Qué?

—Cosas…

Chasqueé la lengua.

—Envidia. Desde que llegué a Estados Unidos veo envidia en todas partes.

—Puede ser… —dijo ella.

Poco a poco, el fuego del hogar se fue consumiendo. Al fin, satisfechos por la comida y la bebida, nos despedimos y cada uno se marchó a su habitación para descansar antes de ser examinados como ratones.

A la mañana siguiente, luego de tomar el mejor desayuno de mi vida, me dispuse a enfrentar mi destino. Me inquietaba no poder contar con papeles impresos, una pantalla para proyectar un PPT o un poster para apoyar mi trayectoria en Harvard. Pero French había sido claro, y lo repetía ahora:

—Sólo ustedes con su mente y su alma —decía, como si los científicos tuviéramos alma. Y, mirándonos a los cinco, que irradiábamos nervios, preguntó—: ¿Quién quiere ser el primero?

—Yo —dije.

French sonrió.

—Luego de las entrevistas, hacia el mediodía, el jet los llevará de regreso a Boston. Por acá, por favor.

Lo seguí hasta una de las construcciones que lindaban con la casa de huéspedes. Entramos a una sala despojada, con apenas una mesa larga y sillas de madera oscura ocupada por tres hombres vestidos de traje. En un rincón, un fuego entibiaba la estancia.

—Mucha suerte —dijo French, y se marchó.

Uno de los hombres me señaló una silla, en el extremo opuesto de la mesa, donde estaban ellos. Los tres estaban mirando unas carpetas donde, seguramente, figurarían mis datos, mi CV, mi carrera.

—Esteban Rach, argentino, biólogo, doctorado en Francia y ahora trabajando para Foreman… —dijo uno y los otros dos asintieron.

—Sí —dije, por decir algo.

—¿En qué estás trabajando?

—Estoy buscando un tratamiento para curar la distrofia muscular de Duchenne a través de ingeniería genética y terapia celular… —comencé a decir, primero con temor, luego con una descripción quirúrgica que quizá no hacía falta.

Ellos me escucharon en silencio. Quince minutos después, otro interrumpió mi larga perorata para preguntar:

—¿Y qué hiciste bien?

Dudé un momento, como si hubiera recibido una trompada.

—Mediante ingeniería genética logré crear un vector para curar células madre derivadas de músculo esquelético enfermas de Duchenne y que luego viajen intrarterialmente por el cuerpo de ratones hasta los músculos atrofiados, fusionándose a éstos o creando nuevas fibras musculares.

—¿Y qué hiciste mal? —preguntó el tercero.

—Todavía no pude superar el cinco por ciento de regeneración del músculo. Pero con más tiempo y trabajo…

El primero que había hablado alzó la mano para callarme.

—Eso es lo que estamos definiendo ahora: si vas a tener más tiempo. Decime, ¿qué cambiarías de todo lo que hiciste?

Cerebro a mil revoluciones. Ideas confusas. Una luz:

—Tendría más paciencia para trabajar. Los experimentos pueden llevar años, pero el resultado cambiaría la vida de cientos de miles de niños condenados genéticamente.

Los tres se miraron. Punto a mi favor. O tal vez no, ¿quién podía saberlo?

—Y decime, Rach… ¿Rach, no?

—Sí.

—¿Qué tenés de especial vos? ¿Por qué Mr. Buffet tendría que seguir invirtiendo su dinero en tu trabajo y no en el de otro? ¿Valés la pena?

La pregunta era sencilla, pero directa al orgullo. No podía dudar. Y encima ellos querían ser aún más directos todavía:

—¿Vos sabés que para pagarte 36.000 dólares al año a vos, Mr. Buffet tiene que pagar además 100.000 dólares a Harvard?

—Así que a él le costás 136.000 dólares al año.

—¿Valés la pena? ¿Merecés eso?

A medida que ellos hablaban de dinero yo había comenzado a hundirme en la silla. Ahora los miraba como si fuera un liliputiense frente a los asesores del enorme Mr. Gulliver Buffet.

—Sí. Foreman tiene muchas esperanzas en mi trabajo y yo soy el único que puede llevar a la práctica sus avances científicos. Sin mí, no va a poder encontrar la cura para la distrofia muscular de Duchenne.

—Muy bien. Terminamos.

Intenté encontrar en sus gestos algo que anunciara el resultado de la entrevista, pero los tres ya habían vuelto la vista a las carpetas con la información de los otros cuatro post doctorandos.

—Dígale a la doctora Stark que es la siguiente. Buenas tardes y gracias por haber venido.

Salí de la sala cargando una tonelada de humillación sobre los hombros y el recuerdo de la visita del CNRS en Francia. ¿Ya había terminado todo? ¿Tendría que marcharme también de EE.UU.? Regresé a la casa de huéspedes e, incapaz de soportar la ansiedad, decidí salir a dar una caminata por el parque. Junto a las caballerizas, el baqueano desollaba al zorro y exponía su piel al sol. Pensé que esa misma noche, si el resultado de las entrevistas era negativo, quizá Buffet le ordenara al cowboy que hiciera lo mismo con nosotros, aunque nuestras pieles valían poco y nada. Con los nervios habían vuelto las migrañas. Ergotamina. El santo remedio alejó los dolores pero no mi preocupación. La situación había traído preguntas difíciles de responder: ¿ese era mi proyecto de vida?, ¿dejarme humillar para poder seguir adelante?

Volví a encontrarme con los demás a la hora del almuerzo. Esta vez, a pesar de la exquisita comida y el champagne burbujeante, ninguno de los cinco logró relajarse. Para cuando, más tarde, nos subimos al avión, ninguno había emitido una sola palabra. La azafata no estaba, French tampoco: debía estar analizando dónde podría gastar Buffet el dinero que ya no invertiría en nosotros.

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