Radix

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VOORS » Los misterios

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Viajaron durante toda la noche. Cuando aterrizaron, había una hoguera ardiendo en mitad del brazo pantanoso de un río. Doce hombres con las caras oscurecidas con lodo le estaban esperando.

Sumner abrió la compuerta y saltó de la nave. El oficial al que saludó le abofeteó y le ordenó que se desnudara. Los misterios estaban a punto de empezar.

El oficial, oscuro y delgado como una serpiente, cogió a Sumner por el cuello y le rasgó la camisa. Lo golpeó en la sien, le agarró el brazo y se lo retorció hasta que el dolor corrió por su hombro y llegó a su cráneo. Con un golpe con las dos manos, alcanzó a Sumner en la espalda y lo dejó sin respiración.

Sumner se derrumbó y el oficial le golpeó con las dos rodillas en el estómago.

Sus puños se cebaron en los oídos, y luego sus dedos se engarriaron en los músculos de su garganta.

Con la cara carente de emociones, como una cobra, el oficial se incorporó y un ancho cuchillo susurró en su mano. La hoja buscó la entrepierna de Sumner y cortó el tejido de sus pantalones. El oficial pateó a Sumner en las rodillas, y cuando éste por reflejo apartó las piernas, le golpeó los muslos con los talones.

El dolor fue agudo. Con los ojos llenos de temor, Sumner observó al oficial y a los doce hombres subir a bordo del strohlplano. Aun estaba doblado cuando la nave se internó rugiendo en la oscuridad y se perdió de vista. En lo alto, los fuegocielos brillaban como pieles de serpiente.

—De pie.

La dura voz que rompió la oscuridad resonó en los oídos de Sumner, y rodó de lado en la dirección de donde había venido, esperando que el dolor de la paliza lo sacudiera. Pero sintió su cuerpo completo.

—No estás herido —dijo la densa voz—. Has recibido un masaje a nivel profundo. El armazón de tus músculos ha sido liberado. Verás, para empezar los misterios tienes que estar desnudo. —Un pájaro nocturno chirrió—. Levántate.

Sumner se puso en pie, sorprendido por la facilidad de su esfuerzo. Meneó los hombros, sin creer todavía que tanta violencia pudiera ser creativa… pero no había dolor, ni siquiera un rasguño.

—¿Quién eres? —le preguntó a las sombras del pantano.

—Estás desnudo y solo en un pantano —dijo la voz a su lado, y Sumner se volvió para mirar en esa dirección—. Olvida tus preguntas. Escucha, para así tener una oportunidad de sobrevivir.

A la altura de sus rodillas se sacudió una sombra. Sumner retrocedió un paso, esperando que un animal surgiera de entre la maleza. En cambio, apareció la cabeza de un hombre y la oscuridad silueteada de un tronco. Una llama parpadeó brillante, y el largo cabo de una vela capturó la chispa y resplandeció.

Bajo la repentina luz, Sumner vio a un viejo guerrero de mejillas hundidas, nariz retorcida y ojos profundos como el cielo. El hombre no tenía piernas, y faltaban grandes porciones de su cráneo, lo que confería a su cabeza una forma extraña y angular.

—Soy Mauschel —dijo el hombre con su voz enérgica—, tu instructor. Soy directamente responsable de tu entrenamiento aquí en Dhalpur.

Sumner abrió la boca asombrado, y el hombre sin piernas acercó el cabo de la vela a su cara para revelarse mejor.

—Perdí las piernas en el campo de batalla —explicó Mauschel—. Llevo enseñando aquí en Dhalpur toda una vida. Sólo uno de cada diez completa su tutelaje bajo mi supervisión.

—¿Y el resto? —preguntó Sumner, su voz reducida a un susurro.

—Algunos mueren. Otros huyen. Pero te lo advierto, los que completan mi entrenamiento son los mejores entre los Rangers. Hace falta medio hombre como yo para completar a hombres que sólo piensan que están completos. —Colocó el cabo en el nudo de la cinta de su cabeza—. Sólo la ausencia puede hacer completo a un hombre.

Sumner espantó a los mosquitos que revoloteaban a su alrededor.

—Aprenderás a amar este pantano —dijo Mauschel, arrastrándose sobre sus brazos—. Los mejores matadores son aquellos que pueden amar, pues conocen las fuerzas de la vida. Te encanta matar, como a todos los otros que me envían. Pero este pantano te enseñará a amar la vida.

Mauschel extendió la mano y tocó las rodillas de Sumner.

—Siéntate.

Frente al instructor, con las piernas cruzadas, inmerso en el olor del repelente de insectos de la vela, Sumner experimentó una punzada de asombro.

—Por ahora, eres una víctima de ti mismo —le dijo el instructor—. Tus estados de ánimo determinan lo que no ves. Pero después de que te calmes, lo verás todo. Eso es lo que debo enseñarte: a ver lo que está oculto.

Mauschel volvió con el pulgar la cabeza de Sumner y señaló un arroyo de agua que corría junto a ellos, negro por acción de la noche.

—La segunda visión es simplemente persistencia —dijo—. Si puedes silenciar tu mente lo suficiente, verás dentro de todo y de cada uno. El silencio es poder.

Mauschel y Sumner permanecieron sentados contemplando el arroyo correr entre las rocas, escuchando durante lo que pareció una eternidad las canciones de los pájaros nocturnos que surcaban el aire. Al principio, Sumner tuvo que esforzarse para permanecer despierto. Cada burbuja que brotaba sobre los guijarros a sus pies era un mundo completo, lleno de luz y movimiento. No hay número para los mundos.

—No sueñes —le advirtió Mauschel—. Sólo observa. El autoscan es sólo contemplar. Tienes que saber cómo no hacer nada para poder hacer bien algo.

Al amanecer, mientras miraba el torrente iluminado por los destellos del sol, el agua se volvió fuego en la mente de Sumner y tomó las formas de su sueño: llamas de color de carpa, la forma de peces prehistóricos…

Mauschel le abofeteó.

—Pasarán años antes de que despiertes.

Sumner parpadeó bajo la luz de su primer día en los pantanos y se llevó una mano a la mejilla dolorida. Miró al instructor con lastimado asombro. ¿Qué quería este medio hombre?

Mauschel se dio la vuelta y caminó arrastrándose sobre los brazos hacia el borde del pantano, donde colgaban burbujas de luz sobre el agua negra. Contra un entramado de raíces que se formaba en la orilla estaba su esquife. Miró hacia atrás y vio a Sumner arrodillado desnudo en la hierba, con una mano en la mejilla. El remordimiento le abrumó cuando vio el resentimiento en los ojos del joven. Su mano tocó el cuero curado de un muñón, y la culpa remitió. Era un maestro, se recordó, mientras bajaba su cuerpo al bote manchado de brea. Eso era todo cuanto era.

Cruzó las aguas dormidas. Sumner se quedó en la luz fluctuante, siguiéndole con su mirada azul. Si alguna vez despierta, será bueno, pensó Mauschel, admirando la altura y el porte del hombre. Años antes (muchos años antes), Mauschel había sido ranger. «El que nunca fue», dijo en voz baja, mirando en el agua negra, recordando aquella mañana hacía una eternidad cuando vio por primera vez las escamas tras sus rodillas. Estaba en plena campaña entonces, y se había permitido creer que las descamaciones eran un hongo de la jungla. Un compañero ranger tuvo que decírselo: las escamas negras eran genéticas. Era un distor.

El autoscan fue todo lo que le mantuvo vivo después de que se volara las piernas para esconder la distorsión.

—El autoscan es vida —le dijo al agua rebosante de algas—. Si Kagan despierta alguna vez, será bueno.

Los agudos ojos de Mauschel leyeron las sombras de los senderos en el agua, y guió el esquife a través de las brumas de la luz del sol y las corrientes de flores arácnidas hacia el alma oscura del pantano.

Tras su primera noche en el pantano, la vida de Sumner la formaron rutinas que continuaron invariables durante varios años. Los reclutas veteranos que habían contemplado su encuentro con Mauschel desde sus refugios entre los árboles le enseñaron las técnicas básicas para sobrevivir en el pantano. Eran hombres reticentes de aspecto hambriento que desaparecieron en cuanto le enseñaron cómo forjar un cuchillo de piedra y a tejer ropa con la fibra de las plantas. Días después, Sumner tuvo un refugio propio en un árbol de mangaba y pescaba con lanza desde su propio esquife.

Pero la vida en el pantano era difícil. Tenía que contentarse comiendo raíces, insectos y las pequeñas presas que podía cazar. Cada día se ensamblaba con el siguiente como la estructura de un sueño, y lentamente el autoscan sobre el que Mauschel había sido tan insistente empezó a tener sentido. Era observar, simplemente observar sin pensar. La dificultad estaba en aprender a vivir consigo mismo.

Recordaba a Gage e Ignatz con sentimientos oscuros y llenos de pesar. Convertirse en ranger era muchísimo más difícil de lo que ellos habían confesado. En los primeros meses de su vida en el pantano, otros reclutas lo emboscaron varias veces. Y el precio de estas rapiñas era alto. Cuando emboscaban a un recluso, perdía todo lo que tenía ante aquellos que le encontraban: comida almacenada, cuchillos, incluso ropas. Por dos veces, Sumner casi murió de hambre. Entonces aprendió a dejar de preguntarse y a observar simplemente: observarlo todo, su cuerpo entero una lente abierta al tiempo, percibiendo cada momento sexual del día, cada giro del viento.

Un día, mientras observaba la luz abandonando los árboles mientras caía la noche, Sumner sintió que algo se acercaba. Se arrastró sin ruido a través de los matojos y se agazapó bajo el abrazo de un grueso sauce. El parloteo de los pájaros circularon su escucha, y el viento empujó olores de algas a través de la hierba acolchada. Mientras sus pensamientos se reducían y el autoscan se ampliaba, Sumner se centró en la aproximación del otro.

Una figura en sombras apareció de debajo de las grandes raíces de un olmo, junto al borde fangoso de una laguna negra, y se movió en la dirección de Sumner. La figura quedaba oscurecida por la maleza, pero Sumner pudo oír la fatiga en el pesado paso. Fijó su atención en las hojas de palmito que se flexionaban con el viento hasta que el intruso pasó junto a él: un hombre encapuchado con un jubón gris y polainas.

Sumner esperó un instante y entonces alargó rápidamente el brazo izquierdo y capturó un tobillo huesudo y raquítico. De una sacudida derribó el delgado cuerpo y saltó, colocando la rodilla en la espalda del estrecho jubón. Agarró la capucha con una mano y la echó hacia atrás.

Un grito se ensanchó en sus ojos. Estaba agarrando a un distor, una criatura calva con la piel de color de mármol y los ojos rojos.

El distor se debatió, Sumner soltó la capucha y buscó su cuchillo. Mauschel le había ordenado en varias de sus sesiones regulares que matara a cualquier distor que encontrara. Al mirar la cara color gris ostra, asió con fuerza el cuchillo y lo alzó. Pero no golpeó.

¡Ordenes foc! Soltó al encapuchado y dio un paso atrás, enfundando su cuchillo. El distor rodó sobre su cuerpo y se quedó sentado, mirándole con sus ojos salvajes, la cara infantil y ligeramente ladeada como si escuchara alguna canción estridente justo al borde de su capacidad auditiva.

—Márchate de aquí antes de que aparezca un peligro real —gruñó Sumner.

El distor se levantó tembloroso y se inclinó. Con sus manos deformes abiertas en signo de gratitud, dio un paso adelante. Sumner se volvió, pero antes de que pudiera marcharse la criatura le tocó. Su visión se nubló, y un filamento de viento helado más fino que un hilo de luz le recorrió la piel. ¿Es malo amar a todo el mundo?, preguntó una voz en el fondo de su mente. Todo su cuerpo se estremeció y una euforia abrumadora surcó los recovecos de sus pulmones y su garganta. Cuando recuperó la vista, el distor se había ido.

Pero el lazo telepático entre ellos permaneció. Sumner sintió al otro ser durante la noche. Tendido en su árbol mangaba, oprimido por el cansancio del distor, sintió su temor al pantano mientras cruzaba una zona de árboles musgosos y arenas movedizas. A un nivel más profundo, conoció el temor del que huía aquel ser: los cazadores de distors habían encontrado su tribu hacía tres noches, y el bosque en el que vivían había sido incendiado. La compañera con la que había logrado cruzar las colinas e internarse en el pantano había sido localizada ayer y le habían disparado por la espalda, justo bajo el hombro, y había muerto en sus brazos.

Sumner se revolvió inquieto en su guarida, y en el lejano extremo del pantano el distor sintió su desazón y dejó de correr. La tierra contra la que chapoteaba era fría, húmeda y oscura, pero el cielo era una borrachera de luz. Sumner experimentó la maravilla del distor y se relajó. Mientras se hundía en el sueño, la telepatía se abrió al sonido y oyó la suave voz del distor por última vez: Creo que es bueno vivir.

Bajo la tutela de un ciego que tenía una espalda ancha como un bisonte y los cinco sentidos en las manos, Sumner trabajó rigurosamente para endurecer las partes vulnerables de su cuerpo. Golpeó arena y madera muerta en las manos, pies, codos, y rodillas, armonizándolas con callos huesudos. Golpes y masajes endurecieron su esternón y abdomen hasta que se le pudo romper una rama de árbol en el estómago. Y aprendió a flexionar y relajar instantáneamente su cuello para poder absorber golpes en la cara con los ojos abiertos. Sólo entonces le mostraron cómo comprimir su respiración en el centro de su cuerpo y retorcer su latido en el preciso momento del impacto. Cuando pudo arrancar la corteza de un árbol con los pies y manos desnudos, el maestro ciego terminó con él. Había aprendido a usar todo su cuerpo de una vez.

De una anciana huesuda con la piel marrón como el barro aprendió a dominar los secretos botánicos de la tierra, y llegó a saber hacer curare de las parras de estricnina, profilácticos contra la malaria de la corteza de la quina, repelente de insectos del barbasco, y un analgésico tópico de moras rojas de genipa.

Tendido en la hierba de un bosquecillo de cedros durante una pausa en su entrenamiento, observando a los ciervos alimentarse, a Sumner le apeteció cantar. Pero la música era un fantasma en su mente porque se sentía incómodo con su voz, y por eso se quedó tumbado bajó la luz del sol con los otros reclutas, contento con escuchar los verdes cantos de los pájaros.

Estos hombres podrían hacerle morir de hambre en el pantano si no permanecía alerta, pero durante las sesiones de entrenamiento lo compartían todo como hermanos. Sumner era tan fuerte y seguro de sí mismo como cualquiera de ellos, y descansaba entre las sesiones de lucha libre, en pleno desarrollo con el conocimiento recién visto de los cuerpos retorcidos, las llaves y las evasiones. Se miró con orgullo los músculos de las piernas. Y durante ese raro momento, el pelo brillante de sudor, el pecho y el torso musculosos y relucientes, sintió que su vida era divina.

En el extremo de la oficina, en una habitación en sombras con la puerta entornada, esperaba una profunda. La había enviado el Mando Ranger para probar telepáticamente a los reclutas de Dhalpur y detectar cualquier profundo latente. Llevaba haciendo lo mismo los treinta y dos años que acudía a este pantano, a este estercolero, abriéndose a las mentes de los matadores. Se había vuelto cada vez más sensible… y aburrida.

Los profundos (humanos dotados telepáticamente) eran los únicos distors tolerados por los Massebôth, aunque en secreto. Kiutl inducido fetalmente, bajo las condiciones apropiadas, producía profundos. Pero su vida era rígida. Ni el Pilar Blanco ni el Negro confiaban del todo en ellos, y siempre estaban bajo observación.

Pero esta vieja profunda estaba satisfecha con su vida, si no de su trabajo, y su satisfacción se mostraba en sus ojos grandes y espaciados; ojos grises, alertas. Su rostro era patricio, de frente noble, y su pelo gris era corto pero bien peinado. Miró por encima el historial de Sumner Kagan, deteniéndose brevemente en el asesinato de Broux. Los profundos que investigaron la muerte de Broux vieron inmediatamente que Sumner era responsable, y le catalogaron como posible ranger. Había aprendido que el truco con los asesinos era eliminar a los que se detenían pronto.

Se metió en la boca una brizna de kiutl y alzó la cabeza para ver a un hombre alto y fornido de pelo rojo que entraba en la oficina. La sabiduría resplandeció en los ojos de la mujer, y la música mental resonó en sus oídos: vio la luz corpórea dorada alrededor del gigante, y la visión de este humano de genes completos, este hombre entero, cantó felizmente en su interior.

Miró otra vez el historial para ver quién era el instructor de este ranger. Mauschel, el distar, advirtió con un atisbo de decepción. Aquel hombre era demasiado estricto: quería que sus reclutas completaran su vida inacabada. Siempre estropeaba a los hombres. Como si su dolor fuera el del mundo. Apartó la carpeta y la cubrió con un pliegue de su túnica blanca.

Sumner llenó el marco de la puerta. El ancho espectro de sus ojos ocupando a la mujer de una vez. La mujer le hizo un gesto para que cerrara la puerta y se sentó en una silla frente a ella. Mientras tomaba asiento sin dejar de observarla con sus ojos azul fuego, ella vio las marcas púrpura a ambos lados del cuello.

—¿Cómo sucedió esto, soldado? —preguntó, tocándose la garganta.

—Voors —replicó Sumner, y con el sonido de su voz ella vio en su interior, vio la sombra de un mundo muerto: el estanque de un cráter rodeado por tamarindos moribundos, nódulos de hongos sacudiendo la hierba donde brotaban del suelo vapores acres, un remolino de moscas locas y árboles deformados por el dolor. Y allí, junto al agua verde de la laguna, un niño blanco como la nada y con ojos como hielo.

Ella parpadeó, sorprendida por la claridad de su visión interna. Entonces, con disciplinas que había aprendido desde la infancia, devolvió su mente al presente. No quería saber de los voors ni de nada más en el pasado de este hombre. La habían enviado para hacer una cosa: encontrar otros profundos. Cuanto menos se llevara consigo, mejor dormiría esa noche.

—Sólo el nombre, voors… me asusta —dijo ella convincentemente, abriendo un cuaderno sobre su regazo—. Soy de Profecía, y sólo salgo de la ciudad una vez por año para hacer este trabajo para el Mando Ranger, Estoy aquí para encargarme de que los reclutas sean bien tratados. Una de mis tácticas es hablar con tantos de vosotros como sea posible. Espero que seas sincero conmigo. Nada de lo que digas aquí volverá a ser asociado contigo, a menos que así lo desees. —Sonrió, y Sumner asintió; sólo las diminutas arrugas en torno a sus ojos revelaron su recelo—. ¿Eres feliz aquí? —preguntó la mujer ingenuamente.

Sumner permanecía sentado erguido pero relajado, modulando su respiración en la forma que le había enseñado a hacer Mauschel para cuando fuera interrogado.

—Sí.

Con ese único sonido, la profunda vio la hosquedad en la vida de este hombre: las arduas tácticas de lucha, la ansiedad de la emboscada en las zonas oscuras del pantano, la soledad… Pero dejó atrás esta niebla emocional en busca de una clase de silencio especial… la profundidad del telépata.

—Háblame de ti —dijo—. Cualquier cosa. Tú simplemente habla. —La profunda bajó los ojos, simulando escribir en su cuaderno, mirando sus garabatos sin prestar atención mientras se sumía en trance.

Sumner se revolvió en su asiento y miró la alfombra entretejida, las ventanas de bambú…

—Habla, por favor.

—Volví a sufrir una emboscada hace unos pocos días —dijo él, las palabras formaban espirales en su mente—. Odio que me capturen porque entonces tengo que sentir lo que hice mal hasta que me duelen las tripas. Ésa es la única forma en que puedo olvidar. Me lastimo durante un tiempo.

Ella le instó a seguir con un gesto.

—A veces me siento como agua encerrada en un árbol —dijo Sumner, las sensaciones estallaban en su cráneo y se convertían en palabras—. Estoy cansado de las clases de espada, y de pistola, y de esconderme en el pantano, y de acatar órdenes. Pero entonces pienso que todo en la vida es una mierda. Vivimos hasta que morimos… y luego nada. ¿Tiene alguien derecho a querer algo?

Hizo una pausa. La mujer había dejado de escribir y permanecía sentada con los ojos cerrados.

—Dhalpur ha sido la vida más intensa que he tenido hasta ahora —añadió él en voz baja.

La anciana no había oído una palabra de lo que había dicho. Miraba atentamente en su menteoscura, rebuscando el silencio entre el laberinto de recuerdos y pensamientos entremezclados. Pero este hombre era un sueño. Su luz corpórea era maravillosa, pero su menteoscura estaba empantanada. Cerró el cuaderno y se llevó las manos a los ojos.

—Gracias, soldado. Puedes irte.

—¿Es todo? —preguntó Sumner, la herida que había despertado ardía tras sus ojos.

—Sí, es todo. Por favor, vete ahora.

Sumner se levantó y salió lentamente por la puerta. Fuera, el calor rebullía en el aire sobre los techos de metal del pueblo del pantano donde vivían los oficiales, y se quedó observándolo un rato, sintiendo que había dejado algo atrás.

A finales de su tercer año en soledad, Sumner se volvió loco. Las rigurosas demandas de su entrenamiento y la enorme soledad de su vida durante el autoscan lo aplastaron. Sucedió mientras observaba la lluvia moviéndose en vagos pilares sobre la sabana, mientras completaba una compleja rutina que Mauschel le había enseñado. Ataba y desataba con los dedos de los pies tediosas cadenas de nudos; hacía maniobras de muñeca y dedos con una espada-mariposa, y con la otra empaquetaba y ajustaba cartuchos. A un nivel más profundo, removía su diafragma, obligando a su corazón a reducir su ritmo.

Durante meses, había hecho estas rutinas y otras más intrincadas, y se había convertido en un experto en profundizar en sí mismo y observar su cuerpo funcionar solo. Pero hoy, con la lluvia fuera de su refugio y el viento susurrando sobre la hierba con un sonido casi humano, descubrió que no podía parar. Con precisión lunática, sus dedos anudaban y desanudaban ramas, su mano izquierda hacía bailotear el metal entre sus dedos, por lo que ni palpaba las balas, y su corazón se refrenaba y se refrenaba conscientemente, deslizándose más allá de su control.

Sentado en un parche de luz umbría, moviendo los miembros mecánicamente, paralizada la voluntad, Sumner sintió pararse su corazón. Los dedos de sus pies y sus manos se detuvieron cuando el gemido de su sangre, resonando en sus oídos, se hizo inaudible. La visión se estrechó y un neblinoso olvido le circuló, enmudeciendo su pánico…

El dolor, brusco como un grito, le sacó del trance. La hoja-mariposa le había cortado el pulgar. Miró con súbita lucidez la pálida marca en su carne y vio cómo la sangre aguantaba. Entonces el flujo rojo comenzó, y su corazón repicó fuertemente en sus oídos.

Sin pensar, lo dejó caer todo y corrió descalzo bajo la lluvia. El viento le sacudió, y se preguntó qué estaba haciendo. Pero entonces el autoscan inconsciente se apoderó de él, le bloqueó pensamientos y sensaciones, y le propulsó a la tormenta.

Corrió con la tormenta, siguiendo las sacudidas del viento, ajeno a los agujeros y los fangales. La lluvia zigzagueaba ante él, y le conducía tambaleante a la penumbra de un bosque neblinoso. Un denso efluvio de cortezas podridas y tierra húmeda le envolvió, y se detuvo con los brazos abiertos. La vaporosa fatiga de su larga carrera le subió por las piernas y el pecho y se cebó en su mente. Se derrumbó sobre la tierra pegajosa y durmió profundamente.

Pasó la tormenta y escuchó los rumores de la lluvia: el murmullo del agua en los charcos, el suspiro de los charcos convirtiéndose en niebla. El chasquido de una gota contra una raíz desnuda le alertó de vuelta a sí mismo. Yacía empapado, helado y hundido en el fango negro, respirando por la boca. Pero no se movió. Algo horrible le había sucedido durante su sueño en el bosque. No podía decir qué era… pero lo sabía.

Al oír los diversos sonidos de las gotas de las hojas, el salpicar de los helechos, el ritmo irregular de los chorros de las enredaderas, experimentó poder. No fuerza o energía, sino tranquilidad. Mientras se recuperaba del cansancio de su carrera histérica, se sintió limpio como la blanca leña que veía a su lado en las ramas rotas por la tormenta. El poder que estaba experimentando le guió sin esfuerzos por el irregular suelo del bosque, y con él vino una impecable claridad. El mundo se había vuelto transparente: veía dónde el viento, hinchado de lluvia, había arreciado, forzando a la vida a salir o matando a la que quedaba; y vio a través del barro y las ramas dónde estaban ocultos los animales pequeños, ateridos de frío.

En la roca descubierta, una mirada a los sedimentos petrificados revelaba toda la historia del bosque: el fondo de un río enterrado, un desierto desvanecido. El control más amplio que el intento lo había formado todo, como lo había formado a él. Pero, por caótico que pareciera, había control: juncos diseñados para balancearse con el viento, hojas cubiertas de cera y formadas para derramar la lluvia; por cada predador una presa, desbaratando su propio nudo de tiempo.

Sumner volvió su claridad hacia sí mismo. Deambulando casualmente por el borde del bosque, con todos los sentidos en paz, se dio cuenta de que el control total que los Rangers le forzaban a desarrollar siempre había sido sólo cuestión de calma y reconocimiento. Su cuerpo, como el bosque, era una ecología precisa. Las oleadas de bacterias de su sangre podían sentirse por la fuerza o el letargo de sus músculos, y podían ser modificadas con hierbas, respiración, alimento. Sus iris trabajaron automáticamente, pero había aprendido a tensar y relajar aquellos músculos sutiles, primero reconociendo y luego imaginando las sensaciones de la luz y de la oscuridad. De modo similar, había aprendido a restañar una herida, a regular la temperatura de miembros diferentes, a escuchar con las yemas de los dedos. Pero ahora comprendía que el secreto no estaba en el control diligente, sino en el reconocimiento y en la complacencia. Así de fácil.

En las pausas de su respiración se materializaban imágenes de su pasado. Instantáneamente fijó la mente en la copa de los árboles, el trueno rugiendo sobre la cima del bosque, un capullo uteral naranja imperturbado por la tormenta, antes de componerse intentando componerse. Relájate… Dejó que sus recuerdos se desataran, y mientras cada uno le atravesaba, los miraba de la forma en que miraría un refugio de la jungla en busca de las cosas que escondía. Y vio que toda la vida había intentado desesperadamente controlar cuanto le rodeaba.

Un profundo recuerdo del único invierno que había experimentado le llenó, y una vez más vio la forma de su aliento, escalones esmaltados de hielo, carbunclos de hielo en los árboles, copos de nieve revoloteando por las calles y un caballo de orejas rojas con un diamante blanco sobre la nariz. Recordó claramente la urgencia de lastimar a aquel caballo, de asegurar su supremacía. Y recordó haberlo llevado hasta el estanque… fue entonces cuando igualó por primera vez violencia y control.

Los recuerdos continuaron, y con claridad exenta de remordimiento se vio enfurecido por la muerte de su padre y perpetuada su furia como el Sugarat, impulsado por el constante temor de que el control de su padre nunca sería suyo.

Sumner deambuló por el bosque, rehaciendo el sendero de su vida. Experimentó la vergüenza y la culpa de los muchos años que había pasado engañando a su madre, y experimentó plenamente y luego abandonó la tenaz nostalgia que sentía por su coche, su habitación, su escánsula, y, por fin, percibió cómo su necesidad de orden le habían convertido en un cebo para los voors. Todos los recuerdos de Corby y Jeanlu que había evitado tan fanáticamente durante años regresaron por completo. Las sensaciones le atravesaron como fantasmas: el escalofrío de sangre que chispeaba sobre el cuerpo de Corby; el canto mortal que el cadáver de Jeanlu había entonado en su cara mientras lo agarraba del cuello, y el deva… la luz de rubí, el frío sol de azafrán, y la huida imposible y enloquecedora por Rigalu Fíats. En este punto llegó al borde del bosque, donde las sombras ampliadas por la puesta de sol se estiraban hasta el infinito.

Atravesó la pradera con paso tranquilo, revisando su pasado a la luz escarlata. Caminó toda la noche, viajando por donde la luz de las estrellas destellaba en el agua, moviéndose sin ansiedad a través de pantanos de pantera y sobre colinas de búfalos donde habitaban ratas-canguro. Mecido por la luna, alerta, era invisible, presa de nada, mientras intentaba descifrar todas las parábolas de su vida. El cambio que le había asaltado era permanente. Nunca volvería a sentirse confuso.

La última noche que Sumner pasó en Dhalpur, se frotó con lodo y moho azul para espantar a los insectos y entró en el pantano. Un búho, silencioso como un pez, revoloteó por lo alto. El viento cambió, murmurando en los árboles como agua.

Mauschel le esperaba en un pequeño esquife adornado con linternas rojas hechas con piel de pescado. Guirnaldas de incienso de linaloa se elevaban por las esquinas del bote. Río abajo, temblaba la luz de las hogueras, y una brisa que olía a distancia descartaba la opresión del aire podrido y cenagoso.

—Has hecho bien —saludó Mauschel. Con la luz roja, su cuerpo retorcido y sin piernas parecía un ídolo de madera.

Sumner se quedó inmóvil ante él, conociendo con la carne de su cuerpo tanto como con sus recuerdos las interminables horas que había pasado autoexaminándose ante este hombre que no había conseguido nada… simplemente se había convertido en sí mismo.

Mauschel le sonrió como un mono deslumbrado por el sol.

—Ven aquí, bufón orgulloso.

Sumner dio un paso adelante, y Mauschel le cogió por las piernas y le agarró con fuerza.

—Tienes razón —susurró el viejo—. No tienes que ser salvado. Nadie tiene que hacerlo. Pero hoy te marchas de aquí como ranger, y yo sería menos que grasa de lagarto si no te dijera que estoy orgulloso. —Golpeó el casco de su bote, y Sumner se sentó—. Ten… te lo ganaste hace mucho tiempo, pero no podía dártelo hasta que no lo necesitaras.

Metió dentro de la mano de Sumner una pequeña pieza de metal. Era un alfiler de plata en forma de cobra… la insignia de los Rangers.

—Hemos pasado tres años compartiendo nada más que lo que nos rodea —dijo Mauschel. Se sentó, y la oscuridad asomó en sus ojos—. Ahora siento que puedo hablarte de cosas más profundas. Pero no lo haré. Ya sabes que no importa nada lo que hagas. Todo, acaba en lo mismo. Y parece que has descubierto que eres más grande de lo que crees. ¿Recuerdas cuando pensabas que era imposible vaciar tu mente y mantener tu cuerpo en movimiento?

Se rió en voz baja y dirigió a Sumner una mirada astuta.

—También comprendes que la eternidad está entre nosotros. Cada uno se mueve sólo a través de su propio significado, creando valores mientras continúa. Lo sabes, aunque no has tenido tiempo de ponderarlo, y espero que nunca lo hagas. Pero hay una cosa que puede que no hayas advertido aún. Es el último misterio.

Alzó sus ojos de maestro de armas y miró directamente a la cara de Sumner.

—Perteneces a los Rangers. —Hizo una pausa y se miró las manos callosas y embotadas—. Durante tres años has vivido rigurosamente, pero solo. Con los Rangers va a ser diferente. Sabes que son una herramienta política, mandada por el Pilar Negro Massebôth, que tiene planes para cambiar la forma del mundo, sueños históricos… todo mierda de iguana. Así que, si piensas que hay algo más que insensatez en nuestras vidas, será mejor que te marches mientras puedas. Ve al norte, a las tierras salvajes. Ahora sabes lo suficiente para sobrevivir en cualquier parte.

Se pasó un dedo amarillento por el rastro de una cicatriz que seguía su mandíbula y sus ojos se estrecharon.

—Pero si comprendes, como creo que haces, que la insensatez es todo lo que hay, entonces quédate con los Rangers. Tratan bien a los suyos. Te ganarás la vida como matador, ¿pero quién puede decir que eso es peor que en lo que nos convertimos todos, eh? Ten en cuenta una sola cosa cuando te enfrentes con sabelotodos morales o místicos que piensen que han visto en el corazón de las cosas: el único secreto es que todas las cosas son secretas.

Los primeros destinos de Sumner fueron en las ciudades de Apis y Largatormenta. Ambas habían sido siglos atrás importantes puertos de mar. Cincuenta años antes, fueron arrasadas por una salvaje tormenta raga, y como los Massebôth no tenían los recursos necesarios para reconstruirlas, quedaron desiertas. Kilómetros y kilómetros de edificios destruidos, avenidas sacudidas por las dunas y armazones esqueléticos se elevaban de lagunas vaporosas, todo rendido a las bandas de distors y a la jungla.

Sumner fue enviado a estas ciudades fantasma para cazar líderes distors que se habían vuelto demasiado influyentes. El trabajo era arduo y cruel, pero Sumner era bien recompensado. El Club Pie, el burdel más famoso de Profecía, estaba perennemente abierto para él, sin cargo, y pasaba allí la mayor parte de su tiempo libre. Al verse claramente en los espejos de las habitaciones, rodeado de criados y apetitosas comidas, le sorprendía comprobar en lo que se había convertido.

Sin el lodo y la grasa del pantano de Dhalpur y con el pelo enrojecido por el sol echado a un lado siguiendo la última moda, Sumner era un demonio celestial. Su cara era plana como una hoja, las cicatrices habían sido erosionadas por el viento y el tiempo hasta convertirse en pálidos grabados artísticos y sus ojos anchos y silenciosos eran azules como acero prensado. Era casi un gigante, con los hombros sobrecargados de poder, pero no era voluminoso. De grandes huesos, con los músculos gruesos aunque flexibles, la piel del color del amanecer y los densos rizos de color de cobre sobre el pecho, era un animal raro.

Las mujeres del Club Pie le adoraban como un avatar del dios Rut, y se peleaban por estar con él… pues no sólo era la criatura masculina más insaciable que habían conocido nunca, sino que también era ingenioso como un mago. Sus manos delgadas y pacientes estaban salpicadas de callos y tensas de fuerza, pero podían acariciar la piel de una mujer con la ternura del pétalo de una flor, y sus dedos se movían con astucia a veces delicada y a veces fiera.

Las mujeres, sin embargo, eran sólo una pequeña parte de la vida de Sumner. Le satisfacían, pero no podían llenarle. Sólo los espacios salvajes, vacíos de emoción y llenos de engaño, le envolvían totalmente.

Si no fuera por el deterioro de las ruinas que tenía que patrullar, habría sido feliz. Pero Apis y Largatormenta eran paisajes inseguros. A menudo, cuando estaba sentado en una viga retorcida envuelto en la desapacible humedad del hormigón disolviéndose o cuando merodeaba por las escuálidas playas de coches engullidos por la arena y lagunas químicas vaporosas, se preguntaba por qué los Massebôth habían llegado a esto.

Con el tiempo, le resultó obvio, como a todo el mundo, que el gobierno estaba corrupto. Rumores de intrigas políticas se podían oír no sólo entre los no privilegiados, sino también entre los altos círculos militares. Durante más de un mes, Sumner sirvió de guardaespaldas a un general prominente y muy admirado. Durante ese tiempo compartieron las comidas y rompieron las aburridas horas de viaje entre los puestos fronterizos jugando al kili y charlando.

El general era un filántropo con planes para abolir los pozos dorga y establecer colonias distors autosuficientes. Fumaba sólo los cigarros más baratos y comía y viajaba humildemente para poder ahorrar dinero con el que realizar sus sueños. Sumner se sintió hondamente impresionado por su sincera entrega y su parsimoniosa forma de vida, y escuchaba con auténtico interés las reflexiones políticas del general.

Éste explicaba cómo durante siglos un puñado de familias habían legislado el gobierno Massebôth para su propio engrandecimiento personal. El Edicto de Criaturas Innaturales fue empleado no sólo para eliminar voors y distors, sino también para acabar con competidores políticos sospechosos. Los periódicos tenían prohibido criticar la política del gobierno, y los cursos universitarios de historia y sociedad eran seguidos de cerca cuidadosamente. Pero en su ansia por consolidar su poder, se negaba al Protectorado un liderazgo decisivo y objetivo.

En el último siglo, la mitad de las colonias de la frontera, con sus vastos recursos agrícolas, se habían perdido ante las tormentas raga y las tribus distors. La expansión y la exploración eran mínimas. Los trabajadores de los pozos dorga se volvían cada vez más esenciales para mantener la vida de las ciudades, y por tanto incluso a los delincuentes menores se les colocaba una banda-zángano para mantener la mano de obra. Los impuestos se habían cuadruplicado en sólo unos pocos años, y la mayoría de los guías y jefes de fábrica tenían que despedir trabajadores y recortar incrementos salariales. Para acallar las disensiones, se empleaba a los militares para hacer más trabajos policiales que maniobras defensivas en la frontera. Como resultado, las bandas de distors y las tribus proliferaban y se acercaban cada vez más al corazón de las ciudades. Guías descontentos y oficiales gubernamentales facciosos incluso vendían armas a las bandas de distors a cambio de mercancías saqueadas a las caravanas.

Sumner se sentía confuso ante la avaricia de sus líderes, pero no dejó que esto afectara su trabajo. No era la lealtad a los Massebôth o a los Rangers lo que le mantenía activo y sin dudas: más bien era devoción a sí mismo. Lo habían rehecho a imagen de ranger. No había nada más para él.

Por eso no dudó cuando, un año más tarde, le llamaron a Apis para que asesinara al general. Obligado por un sentido de camaradería, se abstuvo de humillar al líder militar y no empleó la fácil estrategia de dispararle en público. En cambio, a riesgo de su vida, se acercó al general de noche, deslizándose a través de las verjas de alambre espinoso que rodeaban su campamento. Le hizo falta toda su habilidad para mezclarse con las sombras, arrastrarse bajo el aire caliente del patio principal y esquivar las atentas miradas de los guardias armados. Finalmente avanzó con la sutil brisa que sacudía las cortinas de gasa que adornaban la habitación del general y siguió el húmedo rastro del sueño hasta una cama con dosel. Tras rebanar diestramente y sin dolor la carótida del general con una dedocuchilla envenenada, volvió a mezclarse con las sombras.

La muerte del general le molestó durante un tiempo, porque conocía la sinceridad de aquel hombre. De la misma forma que sabía que le vigilaban en secreto o cómo o cuándo iba a golpear a un enemigo, sentía que el general le había dicho la verdad. Los Massebôth eran malignos y su imperio decaía.

Sumner no sintió furia ni desesperación por este hecho. Aunque servía al Protectorado, no se sentía Massebôth. Era un ranger, y todas sus energías físicas y mentales estaban dedicadas a perfeccionar su habilidad. El destino final de las ciudades no era preocupación suya. Después de todo, ¿no estaba condenado? El único control que tenía era sobre sí mismo, e incluso eso era limitado, pues se sorprendía a sí mismo constantemente.

Una noche lluviosa y brumosa en Vórtice, sin nada mejor que hacer, siguió el impulso de elusivas psinergías animales y se encontró deambulando por un laberinto de callejones de piedra, los pies envueltos en la niebla. Varias horas después, en el extremo de un callejón de ladrillos lleno de librerías antiguas y boticas, se detuvo ante una puerta desvencijada. La parte delantera de la tienda destrozada no tenía ventanas, excepto por un trozo de luna rodeado de hierros corroídos. Sumner no tenía idea de por qué sus instintos le habían guiado a esta esquina desolada de la ciudad, hasta que su persistente llamada fue contestada por una anciana con la piel de color de plata gastada, el pelo rizado y de fuego, y ojos parpadeantes de pájaro. Era Zelda. Sorprendido, aunque era un guerrero y no se dejaba aturdir, le pidió amablemente que le hiciera una lectura wangol.

Zelda no le reconoció, y dudó en admitir en su tienda a aquel gigante de ojos llanos quemado por el sol. Pero él era cordial, su voz afectuosa, y además, llevaba un uniforme limpio y hermoso y probablemente tenía dinero. Desde que adquirió su licencia de augur, Zelda necesitaba zords para pagar los impuestos. Le hizo entrar en su sala de lectura. Era una cámara sórdida con figurines mútricos en las esquinas, llamativas cortinas índigo y un suelo de tablas podridas tan ajado por la edad que olía a hojas muertas con cada paso. Un espejo redondo de marco negro colgaba de la pared rodeado de cartas amarillentas que describían las partes del cuerpo y sus diferentes augurios.

Zelda había envejecido enormemente en los últimos años. Había quedado reducida a un fantasma envuelto en una túnica marrón salpicada de signos estelares. Sumner la observó con atención mientras ella recorría la pequeña habitación encendiendo velas y preparando carbón de incienso. No sentía ninguna emoción hacia ella, y cuando se sentaron en taburetes de bambú ante una desvencijada mesa de madera prensada, se preguntó por qué se había molestado en entrar.

Ella le tendió varias cartas redondas pintadas y le dijo que las barajara. Después de echarlas, alzó la cabeza y le estudió con ojos brillantes como el dolor.

—Tu historia está llena de accidentes. La decepción y el error te guían. Pronto, si no te ha sucedido ya, te enfrentarás a alguien de tu pasado, posiblemente un niño. Pero no veo reconocimiento. Sólo lo que conocemos es real. También, muy pronto, tendrás que renunciar a todo. Pero te ajustarás, pues veo que eres un hombre para quien todos los destinos son temporales. Cambias rápidamente, a veces oscureciendo tus propios propósitos, aunque una parte ardiente de ti siempre es la misma. Ésa es la paradoja de tu naturaleza… la nube y la estrella.

Sumner tendió sobre la mesa todo el dinero que tenía y Zelda se enderezó y le miró más de cerca. Antes de que pudiera reconocerle, Sumner se levantó, y con la profusa gratitud de su madre resonándole en los oídos, volvió a la noche y a la lluvia.

La patética vejez de Zelda afirmó la convicción de Sumner de que era mejor morir joven. Había visto a viejos rangers, reumáticos y pálidos, desvanecerse en ruidosas oficinas gubernamentales o, peor, combatiendo en el frente y siendo humillados brutalmente por los distors, masacrados con sus propios cuchillos. Eso no le sucedería a él.

Sumner aceptaba riesgos que la mayoría de los otros rangers eludían. La muerte, para él, era la libertad de la cima, la huida de la inevitable decrepitud del cuerpo. No tenía miedo a nada: ni a la tortura, la soledad o los distors más extraños. ¿Cómo podía temerles? La vida era una angustia breve rodeada por el vacío de la muerte, y éstos eran los remedios del dolor.

Sumner estaba sentado en un saliente comiendo una naranja. En la sucia playa que le rodeaba, cerdos y perros flacuchos carroñeaban entre los montones de basura.

Terminó su naranja, se limpió las manos en los pantalones y se levantó. Pájaros marinos posados en altos postes volvieron la cabeza para contemplarle mientras recorría la playa vacía. Era su último día en el suburbio de Laguna. El hombre al que le habían ordenado matar había llegado la noche anterior. En realidad, su víctima no era un hombre: era un voor llamado Dai Bodatta.

Durante más de un mes Sumner había estado esperando a este voor, viviendo sin ser molestado en una de las chabolas azules de la bahía. La viuda del pescador que le alquiló el lugar no tenía dudas de que no era más que el estibador que decía ser. Como todos los otros trabajadores del muelle, llevaba zapatos de lona, pantalones cortos y una camiseta manchada de aceite. Y como ellos trabajaba desde el amanecer hasta el ocaso, cargando gabarras de cajas de arroz y raspando y pintando cascos… hasta hoy.

Se acercó hasta la zona de la costa donde la bahía moría sobre un banco de coral. La marea subía y del mar brotaban, plumas blancas y latigazos de espuma.

Era el extremo de Laguna Bay, donde en otro tiempo había florecido otra bahía. La plaga había condenado aquel pueblo muchos años antes y ahora sólo quedaban troncos ennegrecidos de viejos pilares, unos cuantos armazones calcinados de barcos y un malecón batido por las tormentas. Los aldeanos pensaban que el trozo de tierra que los separaba del mar estaba maldito y lo usaban como basurero. Sumner estaba convencido de que era aquí donde se enfrentaría a los voors.

Se sentó sobre un tronco de madera lleno de algas que había arrastrado la marea y se llevó una mano a los ojos para ver mejor la isla. Situado en medio de la bahía había un pequeño montículo de piedra repleto de árboles. No se veía ni rastro de voors entre las hileras de pinos marinos, pero Sumner sabía que estaban allí. La noche pasada, cientos de voors habían cruzado la bahía en barcazas de casco negro.

Alertado al anochecer por una señal luminosa enviada por un ranger que montaba guardia costa abajo, Sumner había pasado toda la noche en vela esperando que llegaran los voors. Los prismáticos infrarrojos que usó le revelaron las figuras embozadas en los botes. Durante varias horas fueron visibles fuegos verdes y azules desde el lado de la isla apartado de Laguna. Luego se desvanecieron, y al amanecer no quedó nada de los voors… excepto los sueños. La mayoría de los habitantes de las chabolas se despertaron atontados después de una noche de sueños inquietos y tristes.

Nunca se veían voors tan al sur, pero durante los últimos años se habían venido reuniendo anualmente en diferentes cuevas y bahías de la región. Nadie sabía por qué venían, pero cada año su número aumentaba, y últimamente los Massebôth habían empezado a preocuparse. Por las ciudades costeras del norte se había corrido la voz de la existencia de un nuevo líder entre los voors, y se temía una invasión. Los viajeros confundidos con voors eran asesinados con saña, y los distors, que habían sido ignorados durante mucho tiempo, fueron reunidos y ahogados. Para aliviar la situación, los Massebôth decidieron eliminar al voor que conducía a los otros al sur. Desgraciadamente, no se sabía nada más que su nombre: Dai Bodatta.

Sumner se alegraba de que los voors hubieran llegado a su bahía. Un mes de inactividad le había vuelto inquieto. Con una mano cavó un agujero en la arena detrás de la madera y sacó una bolsa de tela impermeable. Dentro del saco había una pistola de gatillo eléctrico, una extensión para montar un rifle, media docena de balas, unos prismáticos para ver de día y de noche y numerosas cargas de explosivos plásticos. Sacó el arma, la limpió de grasa e insertó una bala. Tras comprobar la situación de los blancos, se volvió para seguir a una gaviota que revoloteaba sobre la bahía y su sudorosa camiseta se le pegó a la espalda. Las aguas de la bahía tras el arrecife de coral eran verde jade, claras como un ojo.

Rápidamente, Sumner se agachó y sacó las finas barras de explosivos plásticos; entonces rebuscó en la arena y sacó una pequeña lata cuadrada de balas. La excitación martilleaba en su pecho, y tuvo que volver a mirar por los prismáticos para asegurarse de que los voors iban a cruzar. A plena luz del día, se maravilló, observando los botecitos salpicar en el agua.

Volvió a comprobar su rifle y las balas, y luego se sentó. Era de nuevo el momento del autoscan: plena atención a las sombras paradas. Mediodía, el punto de inflexión.

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