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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 34

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Capítulo 34 Münster, una hora después

Está envejecido. Sentado en el borde de la cama, la aureola del amable predicador extinguida. El rostro macilento, agrietado por el frío. Encorvado, abandona por un momento sus pensamientos, me concede una mirada vacía, vuelve a agachar la cabeza.

—¿Qué debemos hacer?

Bernhard Rothmann se pasa las manos por la cara, cierra los ojos:

—No lo echemos todo a perder. Las cosas no suceden tal como habíamos pensado, pero suceden.

—¿Qué sucede?

Un suspiro:

—Algo que no ha sucedido nunca antes: la abolición de la riqueza, la comunidad de bienes, la liberación de los últimos de este mundo…

—La sangre de Ruecher.

Sombrío, de nuevo las manos en el rostro.

—Ha acabado con la esperanza, Bernhard. Ninguna ley nueva la traerá de nuevo. Primero Dios luchaba a nuestro lado. Ahora ha vuelto a aterrorizarnos.

Rothmann continúa mirando fijamente al vacío, murmura:

—Estoy rezando, hermano Gert, estoy rezando mucho…

Lo dejo solo con su angustia que le hace doblar el espinazo mientras murmura invocaciones que no encontrarán quien las escuche.

Lo que tengo que hacer.

Me paro enfrente del suntuoso portal del palacio Wördemann, adornado con placas y bulbos de bronce, refinadas tallas en la madera secular, hasta lo más alto. Es aquí, en la morada del hombre más rico de la ciudad, donde el Profeta se ha instalado.

En cuanto entro, cuatro hombres armados: caras desconocidas, gente de fuera, holandeses probablemente.

—Tengo que cachearte, hermano.

Me mira de arriba abajo, tal vez me reconoce, pero ha recibido órdenes.

Una mirada terrible:

—Soy el capitán Gert del Pozo, ¿qué coño quieres?

Intuye:

—No puedo dejar subir a nadie sin antes haberlo cacheado.

El otro guardián asiente, el arcabuz al hombro, la cara de bobalicón.

Respondo en holandés:

—Sabe quién soy.

Se encoge de hombros, incómodo:

—Jan Matthys me ha dicho que no deje entrar a nadie armado. ¿Qué le voy a hacer?

Está bien, dejo la pistola y la daga. Una segunda ojeada basta para desanimarlo, no se atreve a tocarme.

Me acompaña escaleras arriba alumbrando los peldaños con la linterna.

Lo que debo hacer.

Al final del segundo tramo de escaleras, un pasillo, otra luz atrae la mirada, llega de una habitación lateral, la puerta se encuentra abierta: está sentada, se pasa el cepillo por la luminosa cabellera, casi hasta el suelo. El gesto repetido de arriba abajo. Se vuelve: una belleza terrible, la inocencia en la mirada.

—Muévete.

La voz del guardián.

—Divara. No sabía que se la hubiera traído aquí.

—Y en realidad no existe. No la has visto, es lo mejor para todos.

Me indica el camino hasta el salón. Una chimenea gigantesca alberga el fuego que da luz a todo el ambiente.

Está sentado en un sitial imponente, descompuesto, la mirada clavada en las llamas que devoran el trashoguero. El holandés me hace una seña de que entre, se da media vuelta y se va.

Solos. Lo que debo hacer.

Mis pasos resuenan como los repiques de una campana, lúgubres, pesados.

Me paro y busco el rostro, pero su mente está en otra parte, las sombras dibujan extrañas figuras en aquella cara pálida.

—Estaba esperándote, hermano mío.

Los atizadores destacan alineados en la pared de la chimenea, como picas de guerra.

Un candelabro macizo, sobre la larga mesa de nogal.

El cuchillo que ha servido para cortar la carne de la cena.

Mis manos. Fuertes.

Lo que debo hacer.

Apenas se vuelve: una mirada sin determinación, sin amenaza.

—Los corazones impávidos aman el corazón de la noche. Es el momento en que más difícil resulta mentir, todos somos más débiles, vulnerables. Y el rojo de la sangre desaparece junto con todos los colores.

Echa una pierna sobre el brazo del asiento y deja que oscile inerte.

—Hay cargas que no es fácil llevar. Elecciones difíciles, que la tosca mente de los hombres no puede comprender fácilmente. Nos esforzamos, luchamos cada día, para comprender. Y le pedimos a Dios que nos mande una señal, un signo de conformidad con nuestras mezquinas acciones. Esto es lo que pedimos. Queremos ser tomados de la mano y guiados en esta noche oscura, hasta la luz del día que está por venir. Queremos saber que no estamos solos, que no nos equivocamos cuando levantamos el cuchillo contra Isaac. Y así esperamos ver al ángel que debería venir a detener nuestra hoja y a tranquilizarnos sobre el bien de Dios. Queremos verdaderamente que nos sea confirmada la inutilidad de nuestros gestos, que no sea más que una ridícula pantomima, sin otra finalidad que la de sentir nuestra absoluta entrega a la voluntad del Señor. Pero no es así. Dios no nos pone a prueba para solazarse con estas miserables criaturas forjadas con arcilla, para poner a prueba la devoción, no. Dios nos hace sus testigos, quiere que nos sacrifiquemos nosotros mismos, nuestro orgullo mortal que nos hace amar el ser amados, incensados, enaltecidos como profetas, santos. Capitanes. El señor no sabe qué hacer con nuestra buena fe. Con nuestra bondad. Y nos transforma en homicidas, en unos hijos de puta carentes de escrúpulos, así como convierte a los homicidas y a los rufianes a su causa.

La voz de Matthys es un murmullo que asciende hasta el techo, tocando la cabeza de nuestras alargadas sombras. Es la voz de una enfermedad mortal, de una gangrena profunda: hay algo que deja helado en esas palabras, en ese cuerpo que ahora parece extenuado, algo que provoca escalofríos a escasos pasos del fuego. Es como si supiera para qué he venido. Como si un espejo devolviera la imagen de lo que tengo en mi interior.

—A veces el peso de esa elección se vuelve insoportable. Y te entran ganas de morir, de taparte los oídos y desertar de Dios. Porque el Reino, Gert, el que llevamos soñando desde que estábamos en Holanda, ¿recuerdas?, el Reino de Dios, es una presa que solo puedes conquistar si te ensucias las manos de lodo, de mierda y de sangre. Y eres tú quien debe hacerlo, no otro, pues sería fácil; no, tú. Representar tu papel en sus designios. —Sonríe forzadamente a los espectros—. Una vez un hombre me salvó la vida. Saltó fuera de un pozo y se enfrentó solo a aquellos que querían acabar conmigo. Cuando confié a aquel hombre una misión, venir aquí, a Münster, y preparar el advenimiento del Reino, sabía que no fracasaría. Porque este era su papel en el plan. Como el mío mantener el trono del Padre hasta el día fijado.

Lo que debo hacer.

El atizador.

El candelabro.

El cuchillo.

—¿Cuál es ese día, Jan?

He hablado, pero era otra voz, el pensamiento se ha formado dentro de mí y ha salido sin necesidad de los labios. Era la voz de mi mente.

No, se vuelve, sin dudarlo:

—Pascua. Ese es el día. —Asiente para sí mismo—. Y hasta entonces, Gert, hermano mío, te confío la defensa de nuestra ciudad de las tropas de las tinieblas que se están reuniendo allí fuera. Haz también esto. Protege al pueblo de Dios del último sobresalto del viejo mundo.

Sí, sabe lo que he venido a hacer. Lo ha sabido tan pronto como he entrado.

Nos miramos largamente, la promesa en los ojos: eres un profeta con los días contados, Jan de Haarlem.

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