Q

Q


Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 36

Página 81 de 173

Capítulo 36 Münster, Pascua de 1534

Un sobresalto de sudor frío por un sueño agitado, empapado a pesar de la lluvia que golpea furiosa contra los batientes, latido de miedo ancestral, libre el pecho con una respiración fatigosa, sorda, ronca. Abro los ojos inerme.

Relámpagos amarillos desgarran la penumbra de las primeras horas de la mañana.

Día de Resurrección.

Primer escenario: a la caída del sol la plaza está llena, están todos, nos espera un discurso del Profeta. Matthys sube al tablado, le habla a la multitud, expone algunas razones para explicar el fallido Apocalipsis, presumiblemente echándoles la culpa de ello a los elegidos no puros aún. El tablado está adosado al lado sur de la catedral. Veinte hombres, conmigo, entran por la fachada de poniente y salen por la ventana del transepto que da justamente detrás del Profeta. Los otros diez están en las primeras filas. No damos tiempo a los soldados de la guardia a reaccionar. Gresbeck agarra a Matthys por los hombros y le pone la hoja en la garganta. El capitán Gert explica por qué debe morir Enoc.

Segundo escenario: Enoc guía al pueblo de los santos a la batalla final. Dejar que lo haga. El maltrecho ejército de Von Waldeck, una vez recuperado, puede ser arrollado. Veinte de los míos en los puestos clave de la batalla. El resto forma en cuadro en torno al Profeta y no pierde de vista a su guardia personal. En medio de la confusión de la lucha aprovechar el momento propicio. La pistola del capitán Gert deja a Enoc por tierra.

La catedral abre sus fauces de par en par.

Cuatro escalones anchos y delgados, de un palmo cada uno, realzan las dos pilastras que sostienen el arco que precede y domina el portal; apuntado en la clave, festoneado en su borde inferior por trece dentículos de piedra cual afilados colmillos. Dos pasos más allá y otros cuatro escalones, estos más estrechos y pronunciados, hasta las dos puertas. En medio, a modo de galillo, una estatua que descansa sobre una fina columna. Tres hornacinas a cada lado de la segunda escalinata estrechan gradualmente la abertura. Por el arco de los labios y de los dientes hasta la oscura garganta, un gran hacinamiento de estatuas, en especial en el paladar, como condenados tragados por el monstruo.

Dominan la entrada los enormes ojos de una vidriera de finos motivos, flanqueada por dos toscos ventanucos. Cierra el rostro el frontón triangular, sobre el que destacan tres pináculos: los cuernos.

La fachada está encerrada entre macizas torres cuadradas, perfiladas por dos filas de arcos colgantes, simples los primeros, dobles los segundos, y abiertos por dos filas de ajimeces de progresivo tamaño. Por una y otra parte, las dos alas del transepto son como patas pesadamente encogidas sobre el terreno.

Calado hasta los huesos, me dejo tragar.

Casi la mitad de la actual población de Münster está reunida desde vísperas del sábado entre estas tres imponentes naves. De rodillas, juntas las manos, aguardan cantando quedamente lo que el Profeta predijo para este día.

—Hoy haré desaparecer todo de la faz de la tierra, dice el Señor. Destruiré a hombres y bestias. Exterminaré a los pájaros del cielo y a los peces del mar, abatiré a los impíos. Exterminaré al hombre de la tierra. Como un diluvio es el día final. Nuestra ciudad es el arca construida con la madera de la penitencia y de la justicia. Flotará en las aguas de la venganza final.

»Dios no pidió a Noé que avisara al mundo de lo que estaba sucediendo. Y cuando las aguas se retiraron, prometió que nunca más castigaría a ningún ser vivo como en aquel día. Desde entonces, cada vez que el Señor alimenta algún propósito de destrucción, elige a un profeta para que les indique a sus semejantes el camino de la conversión. Jeremías le habló al rey de Judá, Jonás atravesó Nínive, Ezequiel fue mandado al pueblo de Israel, Amós recorrió el desierto.

»Si mando la espada contra un país y el pueblo de dicha tierra elige un centinela, y este, viendo que la espada está a punto de caer sobre el país, hace sonar la trompeta y da la alarma al pueblo; si este, oyendo el sonido de la trompeta, no siente preocupación y la espada llega y lo sorprende, solo a él deberá su propia ruina. En cambio, si el centinela ve llegar la espada y no hace sonar la trompeta, y llega la espada y sorprende a alguien, este se verá sorprendido por su iniquidad: de su muerte exigiré cuentas al centinela.

»No es un gozo para mí la muerte del impío, dice Dios Nuestro Señor, sino que el impío desista de su conducta y viva. Si Dios quisiera juzgar al mundo tal como es, no se serviría para ello de ningún profeta. Si Dios quisiera convertir a todos los impíos, les infundiría su Espíritu, pero no se serviría de ningún profeta.

»Jan Matthys de Haarlem fue llamado para difundir la palabra de Dios hasta donde su voz pudiera llegar. Más allá de dicho límite, el Señor habrá llamado a otros profetas: ante el Turco, en el Nuevo Mundo, en Catay.

»Fuera de estas murallas, donde la muerte afila su guadaña, hay hombres que no por propia distracción se han mostrado sordos a la trompeta. Los mercenarios a sueldo de los príncipes, los desesperados obligados por el hambre a luchar en guerras que les resultan ajenas, a quienes no les han contado sino patrañas sobre nosotros. ¿Cuántos de ellos entrarían en el arca si les dijera alguien que el dinero ha sido abolido, todos los bienes puestos en común, que la única verdadera sabiduría es la de la Biblia y la única ley la de Dios?

»Si el Profeta de la Nueva Jerusalén no les habla para apartarlos de una conducta infame, dictada solo por la miseria, entonces el Señor le exigirá cuentas de su ruina únicamente a él.

»Hay un tiempo y un lugar para que cada cosa tenga un principio y un fin. Sí, nuestro tiempo ha tocado a su fin. El Señor llega, y el profeta se convierte en nada. Las puertas del Reino están abiertas de par en par. Él llevará a cabo su mandato, tal como está escrito en su Plan.

Knipperdolling no consigue comprender. Con mirada incrédula sigue los pasos de Matthys hacia la salida. Trata de preguntar algo a Rothmann, pero no obtiene respuesta. El rostro enfermo del predicador no deja traslucir la menor emoción, los labios movidos por el tremolar de una oración. Es probable que el conocimiento de la Biblia y de sus profetas lo ayude a ser más perspicaz que yo y que Gresbeck acerca del comportamiento de Matthys. Heinrich, apoyado contra una pilastra, parece una estatua. A duras penas consigue girar el cuello para buscar mi mirada. Y ahora, ¿qué hacemos? Jan de Leiden hojea frenéticamente la Biblia en busca de respuestas que llevar a la escena. Alguien entona el Dies Irae. Una especie de procesión espontánea discurre a lo largo de la nave central. Empujo para llegar a la puerta, preparado para cualquier posible escena.

Un rayo de sol moribundo acompaña su andar majestuoso pero inseguro.

El profeta de Münster cruza la Ludgeritor y deja la ciudad tras de sí, escoltado por una docena de hombres. Nadie más ha podido seguirlo: cada uno tiene su papel en su Plan.

Nos hacinamos en las murallas.

El campamento del príncipe prelado resulta perfectamente visible, a escasa distancia, apenas desenfocado por los vapores que ascienden de la húmeda tierra.

Los vemos avanzar hacia el terraplén levantado por los mercenarios del obispo. Confusión en sus filas, apuntan los arcabuces.

Matthys hace señal a los suyos de detenerse.

Matthys prosigue solo.

Matthys está desarmado.

Atónitos. ¿Qué se propone?

Nadie respira.

Matthys levanta los brazos al cielo, altísimos, los cabellos negros revueltos por la lluvia.

Está fuera de tiro, pero basta con una breve carrera, unas pocas decenas de pasos.

Todos callados, como si el viento pudiera llevar sus palabras hasta los glacis.

Miles de ojos concentrados en el único punto. El último instante.

El Plan.

Sigue avanzando. Sube a pie al primer muro bajo de las fortificaciones.

Dios mío, verdaderamente está a punto de hacerlo.

Hasta Pascua.

Un profeta con los días contados.

Parece oír algo, tal vez el eco de una palabra pronunciada más fuerte.

Un movimiento, un salto a espaldas del Profeta. Alguien aparece, el brillo de una espada. Caen hacia delante.

Un grupo de jinetes sale del campamento y avanza por el camino para impedir el paso al séquito de Matthys. Hombres y caballos en un solo revoltijo.

Los ojos de todos se congelan de horror, como hojas secas en el hielo.

Ni un grito, ni una respiración.

El grito exultante de los episcopales.

Una mano en el hombro.

—Ven, Gert.

Es Gresbeck, cara sombría:

—¿Qué coño hacemos ahora?

—Lo ha hecho realmente…

Los münsteritas están todos ahora en las murallas, en espera de que suceda algo, de que aquel cuerpo vuelva a levantarse y haga abrirse el cielo con una palabra de fuego.

—¿Qué coño hacemos, Gert?

Me sacude. Casi descargo la tensión con una sonrisa bobalicona:

—Ese bastardo ha conseguido arruinar todos nuestros planes…

—Lo importante es que se ha quitado de en medio. Y ahora, ¿qué?

Miramos a la gente refluir por las calles, mientras vamos en busca de los burgomaestres. Huecos, inertes fantasmas y sonámbulos que no consiguen tener siquiera miedo. Les han arrebatado el Apocalipsis, el Profeta ya no existe. Ni tampoco la sombra de Dios. Pero esta es de verdad la Última Pascua, con las tumbas abiertas y las almas de los difuntos vagando en espera del juicio. Alguien ha visto a los ángeles llevárselo al cielo; algún otro, arrastrado a los infiernos por un demonio. Atestan las calles, la plaza del Mercado, sin ganas ya de rezar, porque no saben para quién o para qué vale la pena hacerlo. Se forman por todas partes corrillos de personas que hablan en voz baja. Hay que tomar las riendas de la situación, encontrar a Knipperdolling y a Kibbenbrock antes de que el descorazonamiento se transforme en pánico.

Encontramos al segundo burgomaestre sentado en la escalinata de San Lamberto, cabizbajo.

—¿Dónde para Knipperdolling?

Confuso:

—Estaba conmigo en las murallas, luego ya no he vuelto a verlo.

—¿Estás seguro de que no está en la iglesia?

Sacude la cabeza:

—Por aquí no ha pasado.

Nos apresuramos hacia la plaza de la catedral. No necesito mirar a Gresbeck: respiramos los mismos presentimientos pesimistas.

Poco antes de que se haga de noche la macabra confirmación.

El cuerpo de Jan de Haarlem, en una cesta catapultada dentro de las murallas. Descuartizado, hecho pedazos.

Knipperdolling como enloquecido. A todo correr, en medio del estupor de la ciudad, invoca a voz en grito el nombre de Jan Beuckelssen, el nuevo David.

En el tablado al pie de la catedral se destaca la forma inconfundible del Leidiano Loco.

Escena primera: el sueño del Rey David (Knipperdolling en el papel de Matthys, Beuckelssen en el de sí mismo).

MATTHYS: Sí, sí. Eres un bastardo, Jan de Leiden. Un hijo de puta. El bastardo y el hijo de puta que me sucederá a la cabeza de las filas del Señor.

BEUCKELSSEN: ¡No, no! ¡Soy un gusano viscoso y asqueroso, indigno, indigno!

MATTHYS: Jan, homónimo apóstol mío, sabes cuánto te amo. Y mi amor no es sino el reflejo del amor aún mayor del Padre por ti. No eres más que un gusano. Y yo te saqué del lodo de los burdeles para hacerte luchar en Münster a mi lado. Gusano. Regio gusano al que corresponderá la tarea de retomar mi espada e instaurar el Reino. Dentro de ocho días el Profeta deberá dejar el puesto al Señor. Y el Señor te elegirá a ti, para ser el guía de la Nueva Sión.

BEUCKELSSEN (contiene las lágrimas, no ve ya a nadie, o tal vez lo tiene todo claro. Mucho más claro que yo y que Gresbeck): Ven para acá. Bernt.

Intermedio (Knipperdolling, en el papel de sí mismo, avanza torpemente, con el espadón de la Justicia en la mano).

KNIPPERDOLLING: Es cierto. Hará unos ocho días Jan de Leiden me dijo que había sido visitado por Matthys en sueños y que había recibido de él la consigna de llevar a cabo el Plan.

Escena segunda: el cumplimiento del Plan (Beuckelssen en el papel de Dios y de David, Knipperdolling en el papel de sí mismo).

DIOS: Hombres y mujeres de Münster, ved a este homúnculo. Ved a David. Hombres y mujeres de la Nueva Jerusalén: ¡el Reino es vuestro! ¡Yo soy el que triunfa! Todo cuanto había sido prometido se ha visto cumplido. Vosotros sois los dueños del Reino. ¡Corred a lo alto de las murallas y reíos en la cara de vuestros enemigos, pedorread vuestra alegría en sus bestiales jetas! Ellos nada pueden, Matthys lo ha demostrado. Lo que él ha querido deciros es que esos impíos lamestolas ya pueden reducirlo a pedazos del tamaño de los mocos, que no harán ni un simple rasguño al Plan. ¡Y mi plan no es otro que vencer! ¡Vencer! ¡Una honda! ¡Una honda para David!

(Knipperdolling se apresura a pasarle una honda a Beuckelssen, de esas que los campesinos emplean para mantener alejados a los cuervos de su cosecha).

DAVID: ¡Ciudadanos de la Nueva Jerusalén, yo soy el hombre que viene en el nombre del Padre: el nuevo David, el bastardo hermanastro de Cristo, el elegido! Admirad al Padre, que ha querido elegir a un mentecato, a un putañero, para hacer de él un apóstol, su caudillo. Y por boca del arcángel Matthys le ha anunciado su preñez. Sí, preñez del cumplimiento del Plan. ¡Jan Matthys no está muerto! Matthys el Grande me ha fecundado con la Palabra del Padre y vive en mí, vive en todos vosotros, porque estamos destinados a llegar hasta las últimas consecuencias, somos nosotros la fuerza de Dios, somos los mejores, los elegidos, los santos, los que han heredado la tierra y pueden hacer uso de ella como les plazca. ¡No existen ya límites para nosotros: el mundo se ha acabado, está a nuestros pies! (Suelta el aliento, hace planear su mirada azul sobre la muchedumbre, que se ha engrosado hasta llenar la plaza). ¡Hermanos y hermanas: el Edén es nuestro!

KNIPPERDOLLING (a su lado): ¡Viva Sión!

La respuesta es un impacto que dobla las piernas, una borrachera, un disparo, un puñetazo en pleno mentón. Es un viva gritado a voz en cuello por miles de personas, para borrar la desesperación, el descorazonamiento, la conciencia de haber seguido a un loco que ahora yace hecho pedazos en una cesta. Mejor creer en ello hasta sus últimas consecuencias, mejor continuar soñando antes que cobrar conciencia de la locura colectiva. Lo leo en sus ojos, en las expresiones trastornadas de esos rostros; mejor un rufián saltimbanqui, sí, sí, el hijo de Matthys, mejor él, pero devolvednos el Apocalipsis, devolvednos la fe. Devolvednos a Dios.

Me tambaleo mudo, veo a Beuckelssen levantado por un bosque de manos y llevado en triunfo por la plaza. Se ríe y manda besos a todos, sensuales, provocadores besos, tal vez tiene uno también para el compadre que en más de una ocasión lo ha sacado de apuros y lo ha acompañado hasta aquí. O tal vez el Santo Putañero no piensa ya en nada de todo esto. No abandonará ya nunca más este papel, la mejor interpretación de su vida. Jan, por fin has conseguido calzar el mundo como un guante a tu repertorio de actor. O al contrario, han sido tus personajes quienes han encontrado el escenario adecuado en el corazón de estos hombres y en los acontecimientos del mundo. Ahora eres Moisés, Juan, Elias y cualquier otro que te apetezca ser. Lo eres para siempre: no tienes la menor intención de echarte atrás. Está escrito en tu sonrisa y en el hecho de que no tenías ningún motivo para hacerlo.

Gran final: La multitud inunda la ciudad, ensalza al nuevo profeta de Münster en la Aegiditor, que los episcopales vean que la moral del pueblo de Sión está alta y que hay un nuevo caudillo. Pero un alarido de repulsión y de terror deja helado al cortejo triunfal. Las mujeres que han abierto de par en par la puerta señalan una de las dos grandes antas.

Una flecha mantiene clavado algo en la madera, como una bolsita sanguinolenta. Una broma macabra de los episcopales: deben de haber aprovechado la ausencia de los centinelas para acercarse a las murallas y luego escapar.

La multitud se abre y Jan de Leiden avanza, decidido, arranca la flecha y recoge sin pestañear el escroto de Jan Matthys, lo aprieta en la mano, asiente a los mismos ángeles. Levanta la voz y los testículos del Profeta, poniéndolos bien a la vista, a fin de que todos puedan verlos.

BEUCKELSSEN: Sí. Aunque dejé una mujer legítima en Leiden para seguir al Gran Matthys, él me dijo que debería ser yo el marido de su esposa. Por tanto, tendré que casarme con la viuda del Profeta y hacer uso de sus cojones en su lugar. (Se mete en el bolsillo el coágulo sanguinolento y anuncia): ¡Traed a Divara! La esposa que me ha sido destinada.

Aplausos.

Fin.

Ir a la siguiente página

Report Page