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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 38

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Capítulo 38 Costa holandesa, en las cercanías de Rotterdam, 20 de julio de 1534

El viento agita los matojos de hierba en las dunas bajas, como si fueran barbas, mentones de gigantes. La pequeña barraca que resguarda las barcas de los pescadores parece seguir en pie de puro milagro, corroída por la humedad salina y las borrascas.

El sol está a punto de salir, no es ya de noche ni tampoco de día, una luz rojiza que ilumina las gaviotas, mientras estas planean plácidas para disputarse con los cangrejos los peces muertos, escapados de las redes de la pesca nocturna. Resaca lenta, marea baja, una neblina oculta el confín de la playa al norte y al sur. Nadie.

Pequeños insectos corren a lo largo de un tronco traído hasta aquí de quién sabe dónde. Las manos aprietan la húmeda corteza. El guía que me han asignado los hermanos de Rotterdam ha dicho que el lugar era este. No ha querido esperar: Van Braght no es el tipo al que se encuentra fácilmente.

Tres sombras alargadas en la arena, en el extremo sur. Ahí están.

Las manos se deslizan a las pistolas, terciadas bajo la capa que me protege de la brisa del mar del Norte.

Se acercan lentos, juntos.

Caras sombrías e inexpresivas, barbas hirsutas, camisolas arrugadas y espadas en bandolera.

No me muevo.

Llegan al alcance de la voz:

—¿Eres el alemán?

Espero a que se acerquen más:

—¿Quién de vosotros es Van Braght?

Alto, corpulento, rostro comido por el sol y el mar, un corsario de pequeño cabotaje que afirma haber asaltado veinte bajeles españoles:

—Soy yo. ¿Has traído el dinero?

Hago tintinear la bolsa en el cinto.

—¿Dónde está la pólvora?

Asiente:

—Llegó ayer noche. Diez barriles, ¿no es eso?

—Dónde.

Tres pares de ojos sobre mí. Van Braght apenas si mueve la cabeza:

—Los imperiales baten la costa, no era seguro dejarla aquí. Está en el viejo dique, media milla más arriba.

—Vamos.

Nos encaminamos hacia allí, cuatro rastros paralelos en la arena.

—Tú eres Gerrit de los Boekbinder, ¿no es cierto? ¿El que llaman del Pozo?

No hay curiosidad, no hay énfasis, al preguntarlo.

—Soy el que compra.

El dique es una empalizada de madera podrida, el mar la ha horadado creando un pequeño canal que se adentra en tierra. En lo alto, se alza la casucha del guardián.

Los barriles están cubiertos por una vela estropeada sobre la que pasan las golondrinas. Cuando la levantan, una nube de moscas abandona el pescado apestoso amontonado en las cajas. Debajo: los barriles alineados. Uno de los tres me deja elegir: señalo el del medio, hace saltar la tapa y se hace a un lado.

El pirata quiere tranquilizarme:

—Viene de Inglaterra. La peste a pescado mantendrá alejados a los esbirros.

Hundo una mano en el polvo negro.

—Está sequísima, no te quepa duda.

—¿Cómo la transporto?

Su índice señala detrás de las dunas, donde vislumbro la cabeza de un caballo y las ruedas altas de un carro:

—Ve tú solo.

Desato la bolsa y se la tiro:

—Mientras los cuentas, los tuyos pueden cargar.

Le basta un gesto con la cabeza y los dos malasangres levantan los primeros barriles y se ponen torpemente en marcha hacia el sendero.

Una gaviota lanza un graznido sobre nuestras cabezas.

Los cangrejos se deslizan debajo de la quilla de una vieja barca.

El sol comienza a atenuar la brisa matinal.

Una paz absoluta.

Van Braght termina de contar:

—Son suficientes, compadre.

Aprieto fuerte las dos empuñaduras:

—No es cierto. Son menos de la mitad de lo pactado. —La indecisión de un momento, no puede ver las pistolas bajo la capa—. La recompensa por Gert del Pozo vale diez veces eso.

No le doy tiempo a moverse, el disparo le estalla en plena cara.

Vuelven atrás a la carrera, con las espadas desenvainadas. Dos contra uno, pongo pólvora en la pistola descargada, introduzco el proyectil, más pólvora, más deprisa, brazo tendido, respiro, sin temblar, miro a los miembros en movimiento: dos disparos, casi a la vez, el primero se desploma a mis pies, el otro cae, su pistola hace fuego, tal vez estoy ya muerto, pero mi fantasma saca una daga corta y se la clava en el gaznate.

Un estertor.

Silencio.

Me quedo parado. Miro las gaviotas que vuelven a posarse sobre la playa.

Tengo que cargar los barriles solo.

Rotterdam, 21 de julio de 1534

—Y con estos hacen cincuenta.

Adrianson termina de asegurar las armas, luego me entrega la lista de la carga.

—Cincuenta arcabuces, diez barriles de pólvora, ocho barras de plomo. Y diez mil florines.

—Harían falta dos carros. ¿Te ha dado Reynard los salvoconductos?

—Aquí los tienes. Dice que son prácticamente auténticos: el sello es igual al que usan en La Haya.

—Servirán hasta la frontera. Luego habrá que pensar en otra cosa. Partamos cuanto antes. Todavía tenemos que hacer parada en Nimega y en Emmerich y no sé cuánto tiempo nos detendremos. Será un largo viaje, habrá que evitar los caminos más frecuentados.

El herrero me ofrece uno de los rollos de tabaco seco de las Indias, dice que ha aprendido a fumarlos de los mercaderes holandeses. Los españoles los llaman cigarros, huelen a otro mundo, a cabañas, cuero y pimienta verde. El sabor es aromático y deja un agradable regusto en la boca.

Nos echamos en los camastros que nos ofrece el hermano Magnus, predicador de la comunidad baptista de Rotterdam. Su mesa es frugal, pero su generosidad con la causa hace que se le perdone la falta de un buen ágape.

Dejamos que el humo envuelva nuestros pensamientos, para luego permanecer suspendido en medio de la habitación, ganada al desván de la casa.

Los hermanos de estos lugares son gente bonachona. Admiran Münster y a nosotros nos han dado todo tipo de facilidades. Pero no desafiarían a las autoridades con ninguna insurrección: se contentan con practicar la propia fe en secreto, en los lugares de encuentro nocturnos, en las lecturas en común. No he encontrado el espíritu combativo que buscaba; en cambio, derrochan generosidad y estima.

Resulta difícil censurarlos, pues en las grandes ciudades mercantiles las cosas no funcionan como en nuestra ciudad-estado alemana. Aquí se suman los españoles, tienen al Emperador en casa.

Sin embargo, he descubierto que existe un partido de los descontentos, unos pocos hermanos turbulentos que quisieran seguir nuestro ejemplo. Pocos e inexpertos, sin un verdadero jefe. Obbe Philips ha confesado su pasado de apóstol de Matthys y finge haber defendido siempre la vía moderada actual. Luego está el joven David Joris de Delft, brillante orador al que nuestro huésped nos ha ponderado como un guía prometedor. Parece que la suerte futura del movimiento depende en buena medida de él. Su madre fue una de las primeras mártires baptistas, decapitada en La Haya cuando David era un niño. Es buscado en toda Holanda como el criminal más peligroso, por lo que es difícil dar con su paradero. No tiene residencia fija, anda siempre de un lado para otro, llega y se va, a menudo usa nombres falsos hasta con los mismos hermanos por miedo a los infiltrados. Parece que no desdeña el saqueo de iglesias, pero lo mismo que Philips desaprueba también enérgicamente el asesinato.

La situación no es estable en absoluto, lo que no quiere decir que todo no pueda acabar en un montón de bonitas charlas.

Y mientras tanto, mañana estaremos de nuevo en marcha, de regreso, con nuestra preciosa carga que sustraer a los controles de los caminos y a los ojos de los indiscretos. Otras dos comunidades que visitar. Y dentro de un mes en Münster.

—Buenas noches, Peter.

—Buenas noches, capitán.

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