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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Qoèlet » Capítulo 42

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Capítulo 42 Venecia, 3 de noviembre de 1551

La embarcación pone proa mar adentro. Bernardo y Duarte reman a la vez, Sebastiano a popa, listo para evitar los bajíos con la pértiga o para virar. João a proa, a mi lado. El hombre encapuchado se sienta enfrente de mí.

Nos espera una de las naves de transporte de los Miquez, anclada a una milla de la ciudad, en el silencio roto tan solo por los golpes de remo en el agua y por los chillidos de las gaviotas.

¿Es así como termina un duelo que ha durado toda una vida?

Desde la carraca de Miquez nos lanzan una maroma y una escala de cuerda. Desde lo profundo, oigo a Gresbeck estallar en una carcajada, que suena lúgubre a mis oídos, como un presagio de muerte. Y también a los de João, porque, por un instante tan solo, pierde su proverbial sonrisa y gruñe en español:

—¿Por qué coño te ríes?

—Señores, sé que debería deciros muchas cosas. Pero por desgracia la situación no permite abandonarse a los recuerdos.

Mira fijamente a Gresbeck a la cara:

—Como habrá comprendido, Excelencia, soy João Miquez. El hombre al que estáis tratando de joder.

Gresbeck ni se inmuta, callado.

Para João no es este un día de sonrisas.

—El alcance de vuestro acuerdo con las diez carroñas del Concilio ha de ser tal, y tan explícito para ambos, que debe haceros pensar que basta con las más ridículas patrañas. Como esa que se os ha ocurrido sobre las confesiones de… ¿cómo se llama? Tanusin Bey, me parece, que acusa a mi familia de estar a la cabeza de la red de espías del Sultán en la Serenísima. Me pregunto de qué inmundo lugar lo habéis sacado. Me imagino que no os habrá sido difícil convencer a cualquier matachín para que se preste a vuestros fines.

Gresbeck permanece mudo, impasible.

Miquez continúa:

—¿Y qué decir de los procesos por prácticas judaizantes? Primero nos obligasteis a besar la cruz con los haces de ramas de la hoguera ya encendidos y ahora nos venís a decir que lo hicimos por simple conveniencia y que en realidad somos los mismos de siempre. —Asiente para sí—. Está bien. Os han mandado aquí desde Roma para quitarnos de en medio. Y los venecianos os dejarán actuar, mejor dicho, os ayudarán en la tarea. Son unos locos y acabarán en la ruina. Vos y yo lo sabemos. No hay uno solo de los mercaderes de aquí que en cinco años no haya hecho negocios con mi familia. No hay uno solo de los chacales que se sientan en el Consejo que no haya contraído préstamos con nosotros. Sin los judíos Venecia hará aguas, el Sultán se aprovechará de ello y los negocios se acabarán, esta ciudad volverá a ser un simple escupitajo en los mapas, aplastado entre los imperios. Estos aristócratas tan llenos de vanagloria están condenándose a convertirse en pequeños hidalgos de campo.

Suspira:

—Pero da lo mismo. Si así lo han decidido, sabed, Excelencia, que no nos dejaremos encarcelar sin replicar. Los mercaderes que dependen de los cordones de mi bolsa han anunciado ya que suspenderán todo comercio con Oriente si las autoridades no ponen fin a esta indiscriminada caza de judíos. Y por lo que se refiere a vos, si lo que dice vuestro viejo conocido aquí presente es cierto, creo que el cardenal Carafa deberá prescindir en esta ocasión de su primer agente.

Gresbeck continúa mirando sin pestañear, con expresión inofensiva y el cansancio pintado en el rostro, la respiración pesada.

João se levanta y pasea arriba y abajo pensativo.

—No es precisamente agudeza lo que os falta, señor mío, y sois capaz de comprender sin duda lo que me interesa.

Vuelve a sentarse. Silencio. Solo el chapaleo de las olas y pasos amortiguados por la cubierta. La luz del día entra por dos grandes ventanas laterales iluminando el camarote del capitán: una mesa, dos sillones y un catre.

Levantarme me cuesta un inmenso esfuerzo. Gresbeck me dirige una serena mirada. Me siento en un borde del escritorio, apartando el pedazo del mapa del Adriático. Me toca a mí.

—La ventaja de haber llegado hasta aquí es que no tenemos ya ninguna necesidad de engaños mutuos. A los cincuenta años no tengo ya el fuego sagrado de la revuelta en las venas, y hace dos noches que no pego ojo. El cansancio me ayudará a ser claro, a ahorrarme las palabras. —Me aprieto las sienes con los dedos para aliviar la jaqueca—. Tu jodido amo tiene setenta y cinco años. Una edad que la mayor parte de los hombres pasa bajo tierra. Lo que yo me pregunto es qué pretende ese viejo inmundo de sí mismo, de sus hombres y de nosotros. Me pregunto cuál es el verdadero móvil que lo ha impulsado todos estos años. ¿Derrotar la herejía? ¿Castigar los intentos de liberación de los pobres miserables? ¿Crear los tribunales de la conciencia para controlar el pensamiento de los hombres? Me pregunto de qué ha servido acumular todo ese poder. Y más ahora que las cabezas de los cardenales espirituales caen una tras otra y que en Venecia avanza la reacción contra los judíos, me pregunto por qué. No es el dinero de los sefarditas, ni los negocios de la Serenísima, ni el ajuste de cuentas con los enemigos espirituales. Y tampoco el solio pontificio, Heinrich. A los setenta y cinco años no. Hasta ahora Carafa no se ha propuesto como papable. La apuesta es algo más alta que todo esto junto. Algo que pende sobre nuestras cabezas. Para comprender lo que está sucediendo aquí, qué nos espera, tenemos que conocer sus designios hasta el fondo.

Bajo los bigotes de Gresbeck una sonrisa sin arrogancia.

Respira ronco, voz profunda:

—El Plan. Ese en el que lleva trabajando Carafa toda la vida. Lo que llena la boca del más modesto clérigo de campo, que campea en los estandartes de los ejércitos, en las espadas de los conquistadores del Nuevo Mundo, en los frontones de las parroquias y de las catedrales. —Deja caer las palabras como si fueran piedras—. A la mayor gloria de Dios.

Apenas menea la cabeza:

—Imponer un orden en el mundo. Permitir a la Iglesia de Pedro el seguir siendo el árbitro indiscutido del destino de los hombres y de los pueblos. Más que nadie, Carafa ha comprendido en qué se basa un poder milenario. Un mensaje sencillo: el temor de Dios. Un aparato gigantesco y complejo que lo inculque en las costumbres y en las conciencias. Difundir el mensaje, manejar el saber, observar y cribar el espíritu de los hombres, perseguir todo impulso que ose rebasar ese temor. Carafa se ha arrogado la inmensa tarea de poner al día los fundamentos de ese poder, a la luz de los nuevos tiempos. La ambición que él encarna ha bebido de toda debilidad del cuerpo de la Iglesia, consiguiendo transformarla en un punto fuerte. Lutero fue su primer enemigo acérrimo y su mejor aliado. Sin hacer mella en el temor de Dios, el fraile agustino puso a todos frente a la necesidad de un cambio. Fueron los hombres más inteligentes los primeros en reparar en ello, como Carafa, como Pole, como los fundadores de las nuevas órdenes monásticas. A más de treinta años de distancia, los únicos que han quedado aún en el juego. Era preciso responder con armas adecuadas al desafío lanzado por Lutero. Y de esto surge el conflicto: Pole y los espirituales estaban dispuestos a mediar con tal de mantener unida a la Cristiandad. Carafa no, prefería librar a los protestantes a su suerte antes que ceder aunque fuera el menor resquicio de la autoridad absoluta de la Iglesia: era preciso rebatir a los luteranos devolviendo golpe por golpe, hacer limpieza en la propia casa y dotarse de aparatos nuevos que aceptaran el desafío. De haberse impuesto los espirituales, ello habría supuesto para Roma la pérdida de su primacía. Si a un fraile cualquiera o incluso a un laico como Calvino le hubiera estado permitido discutir de igual a igual con el descendiente de Pedro, ¿qué habría sido del orden milenario? ¿Qué habría sido de la Iglesia de Roma? ¿Qué habría sido del Plan?

Gresbeck se detiene, exhausto.

Miquez no puede contenerse más:

—En el punto en que estamos, señor mío, la pregunta que hay que hacerse es más bien otra. ¿Qué será de nosotros?

El mismo tono calmo:

—Seréis sacrificados.

Lo miro a los ojos:

—A la mayor gloria de Dios.

—Por supuesto. Y esta vez, micer Miquez, no será como en Portugal, o en España o en los Países Bajos. Esta vez será para siempre. El proceso abierto contra doña Beatrice ha sido puesto ya en marcha; se resolverá en un par de días. Lo único que a los venecianos les interesa es vuestro dinero. Carafa busca una demostración de fuerza de la Inquisición. Quiere reduciros a la impotencia, hacer el vacío en torno a vosotros y aplastaros. Y que la lección sirva de aviso para todos. No podéis comprar vuestra salvación tal como hicisteis en el pasado: los hombres de Carafa son incorruptibles, tienen una misión que cumplir y conocen muy bien cuál es su trabajo. No hay paro de mercaderes que pueda espantarlos, les importa un rábano. Tenéis razón, Venecia sufrirá por ello un daño irreparable, pero quien no sepa adaptarse a los nuevos tiempos, está destinado a perecer.

João está negro, rígido en la silla como una estatua de caoba, no habla.

Gresbeck se dirige a mí:

—Y también tus anabaptistas están a punto de ser borrados del mapa. Del primero al último.

—Imposible.

—La idea de Tiziano era una buena idea. Pero no existe ningún plan perfecto; confiar en la persona equivocada es el tipo de error que acaba pagándose.

Un vuelco en el estómago.

—Hará dos semanas Pietro Manelfi se entregó a la Inquisición de Bolonia. Una memoria realmente sorprendente. Proporcionó todos los nombres, los oficios y las localidades de origen de los afiliados a la secta. Naturalmente, habló también de Tiziano. Si continúa siendo tan condescendiente se ganará el perdón.

Respiro hondo, todo se precipita en mi cabeza. Luego, un presentimiento:

—Lo encontraste tú.

Carraspea:

—Estaba tras sus pasos desde hacía cierto tiempo, esperaba que me condujese a ti. Cuando recibí la noticia salí precipitadamente hacia Bolonia. Apenas el tiempo justo de verlo, pues Leandro Alberti, el inquisidor, había decidido ya enviarlo a Roma para no tener que asumir la responsabilidad de un asunto de esta envergadura. En este momento Manelfi comparece ante la Congregación del Santo Oficio para repetir sus confesiones. Todos aquellos a los que bautizaste en estos años tienen los días contados. —Los ojos grises pasan de mí a João—. Habéis sido valientes. Imprimir El beneficio de Cristo, entrar en contacto con todos esos literatos. El golpe de Pontormo ha sido admirable. El anabaptismo era una idea tan absurda que habría podido funcionar. Pero no podíais saliros con la vuestra. No contra Carafa.

João desenvaina la espada con un gesto rápido y elegante:

—Entonces, Excelencia, dejadme que por lo menos me dé el gusto de mandaros personalmente al infierno, privándoos del placer de asistir al resultado de vuestro sucio trabajo.

Gresbeck no se mueve, no mira la hoja.

Levanto una mano:

—No. No lo has dicho todo. Sabías qué suerte te aguardaba, lo sabías desde que me viste ante ti. Podías callar. Podías no decir nada y aceptar la muerte dejándonos en la incertidumbre.

Sonríe:

—Mi tiempo ha vencido, Gert. Cuando los judíos hayan doblado la rodilla Carafa me querrá muerto. Son demasiadas cosas las que sé.

—¿Hay algo más, no es cierto?

—No existe ningún plan perfecto. No existe ninguna trama que pueda verse libre de imprevistos. Y un imprevisto existe siempre, un pequeño detalle que pone en peligro todo en el último momento, considerado irrelevante y olvidado, pero que de repente se convierte en la palanca que puede hacer saltar todo el mecanismo.

João ha bajado la espada:

—¿De qué está hablando?

Gresbeck:

—Tampoco yo tengo ya ese fuego en las venas, Gert. Estoy ya muerto. Que seas tú o un sicario de Carafa, no cambia mucho las cosas. He cumplido órdenes toda mi vida. Puedo permitirme un final distinto del que me está reservado en la próxima esquina. Puedo permitírtelo a ti, al capitán Gert, al adversario de toda la vida.

—¿Por qué?

—Porque somos las dos caras de la misma moneda, porque hemos librado la misma guerra y ninguno de los dos ha salido triunfante de ella. El campo de batalla es de Carafa, la esperanza de los pobres miserables se ha hundido en el fango, pero también Qoèlet debe abandonar la escena.

Esta vez soy yo quien sonríe, las palabras me salen lentas, como si las sopesase en la lengua:

—Te equivocas, Heinrich, aunque pueda parecer fácil creerlo, tú y yo no somos en absoluto iguales. Tú has hecho la guerra de otro, has obedecido órdenes, has desempeñado un papel en su plan. Has servido toda tu vida, por un final que ni siquiera te ha sido dado ver realizado: esta es tu derrota. No has sido derrotado en el campo de batalla, como esos miles de miserables y herejes que lucharon contra sus señores y contra el poder de Roma. No te queda nada, ni siquiera el sentimiento de lo que has hecho. Es por esto por lo que debes ofrecerme la última oportunidad, porque es también la tuya, la última ocasión de recuperar la vida que has vendido a otro.

Permanece en silencio. Introduce la mano por debajo del jubón y me alarga una hoja:

—Manelfi no dio solo los nombres de sus hermanos de fe. Contó una historia, delante del inquisidor. La de un hereje que iba de aquí para allá rebautizando a la gente y la de un cardenal que luego se convirtió en Papa. Una historia que, si llegase a los oídos adecuados, desbarataría todo el plan de Carafa.

Et in primis interrogatus de quis eum initiavit doctrinae anabaptistae, respondit:

En Florencia Tiziano comenzó a predicarme la doctrina anabaptista y me rebautizó diciendo que yo no lo estaba porque no tenía fe cuando de niño fui bautizado, y otras viejas opiniones de los anabaptistas, a saber, que los cristianos no pueden estar al cargo de magistraturas y señorías, dominios y reinos, lo cual es uno de los principios fundamentales de los anabaptistas; sin embargo, no había llegado a ninguna conclusión todavía contra la divinidad de Cristo y otros artículos nuevos establecidos y resueltos en el concilio que se celebró en Venecia, como he dicho más arriba.

Y el dicho Tiziano dijo que los anabaptistas gozaban de la benevolencia de Nuestro Señor Julio III, cosa que podía atestiguar por haberle conocido personalmente antes de que fuera nombrado Papa.

Interrogatus an credat dectum Ticianum convenisse ad cardinalem Ioannem Mariam Del Monte, respondit:

El dicho Tiziano me dijo que había hablado con el susodicho reverendísimo cardenal durante toda una noche sobre distintos asuntos. Y más concretamente sobre ese famosísimo libelo, «Beneficium Christi», y de su autor, fray Benedetto Fontanini de Mantua. Tiziano me dijo que había discutido con Su Señoría acerca de la herejía de dicho libelo, mostrándose de acuerdo en que no había ninguna en él. Item pidió que Su Señoría intercediese por el arriba mentado Fontanini, encarcelado en Padua, puesto que lo consideraba inocente. Dado que Fontanini fue luego puesto en libertad, yo creí en lo dicho por Tiziano.

Item Tiziano frecuentó a muchos literatos, cortesanos y hasta señores, tratando de convencer a todos ellos de la bondad de la doctrina anabaptista y del susodicho «Beneficio de Cristo». Tal hizo en Florencia con los cortesanos de Cosme de Médicis, y también en Ferrara, con la princesa Renata de Este.

Item hizo el mismo esfuerzo por convencer a Nuestro Señor a la doctrina anabaptista, Tiziano, mencionado en mi confesión, de quien no conozco más que su nombre de pila y por cuanto sé fue él quien trajo esta doctrina anabaptista a Italia, y va siempre persuadiendo y enseñando la dicha doctrina.

Espera a que João haya terminado también de leer:

—Es la parte más sorprendente del procesado Manelfi, la deposición que Pietro Manelfi hizo a Leandro Alberti, inquisidor de Bolonia. Una copia llegó a Roma juntamente con el arrepentido, y no os quepa duda de que será debidamente sometida a minucioso análisis tan pronto como alguno de los hombres de Carafa pueda ponerle los ojos encima. La segunda copia, completa de firmas y refrendos, la recibí del propio Alberti, con el fin de entregársela personalmente a Carafa. Volví a copiar ese pasaje antes de depositar el expediente completo en la filial de los Fugger del Fondaco dei Tedeschi. Seguramente es el depósito más valioso que hayan tenido nunca en su caja de caudales, y afortunadamente no lo saben: en él se dice a las claras que el número uno buscado por la Inquisición, Tiziano el baptista, pudo acercarse al cardenal Del Monte antes de que este fuera elegido Papa, y convencerlo de la inocencia de El beneficio de Cristo, hasta el punto de empujarlo a interceder por la excarcelación de su autor. Es cierto que Fontanini salió de prisión gracias a la intercesión de un poderoso. El general de la orden benedictina conoce personalmente al papa Del Monte. Hay pruebas tangibles de la veracidad del relato.

Mi carcajada suena como una confirmación:

—Parece cosa de locos, pero es así.

Miquez se queda perplejo:

—Sigo sin comprender qué hay de tan valioso en él.

Gresbeck, serio:

—Ghislieri y sus compadres están exigiendo a los espirituales uno por uno sus responsabilidades por la difusión de El beneficio de Cristo en sus diócesis. Carafa, en el Concilio de Trento, está acusándolos abiertamente de no haber impedido su circulación y en muchos casos incluso de haberla favorecido. ¿Qué pensáis que sucedería si los propios inquisidores tuvieran conocimiento del interés del Papa por el autor y por el contenido de El beneficio de Cristo? ¿Qué sucedería si los cardenales procesados, valiéndose de este testimonio, anulasen los cargos que hay contra ellos?

João se inclina sobre la mesa:

—Carafa estaría jodido. Pero ¿quién garantiza que este documento exista de verdad?

—Ni yo ni vosotros tenemos nada que perder.

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