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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El mar (1538) » Capítulo 43

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Capítulo 43 Amberes, 2 de junio de 1538

—¿Ha visto la carga?

—Sí.

—¿Las naves?

—Sí.

—¿Ha puesto alguna objeción?

—Alguna pregunta sobre las rutas que nos proponíamos seguir.

Lazarus Tucher el redivivo, Gotz von Polnitz el mago de los números, sacude la cabeza desconsolado:

—Deben de creerse omnipotentes. Están tan seguros de su fuerza que ni se les pasa por la cabeza que alguien puede tratar de jugársela. Grandes bastardos.

—Bueno, es una seguridad que nos conviene, ¿no?

Gotz no presta atención a la pregunta, siguiendo con sus reflexiones:

—¿Ha aceptado por quince mil florines?

—Ni ha pestañeado. Ha pedido que depositara tres mil de ellos en garantía, que nos devolverá después de la primera expedición. He hecho como dijiste: se los he dado sin más historias, para que pensara que tenemos una considerable disponibilidad económica.

—Bien. Pero de haber estado yo en su lugar, las cosas no habrían resultado tan fáciles.

—Suerte, entonces, de que estés de este bando.

El ex agente de los Fugger me llena el vaso:

—Hay que brindar. Has estado muy bien. El primer paso está dado.

La gabarra en la que Lazarus Tucher esconde el secreto de su existencia se halla oculta en una ensenada del río. Dentro parece una casa normal, a no ser por los extraños objetos que cuelgan de las paredes, que penden de cada rincón: espadas, pistolas, instrumentos músicos, mapas, la concha reluciente de una tortuga.

Sé que haría mejor callándome, pero no siempre se encuentra uno a un personaje tan singular.

—Eloi me ha contado tu historia.

No parece sorprendido:

—Pues ha hecho mal. Si nos cogen, cuanto menos sepamos uno de otro, mucho mejor para todos.

Me acomodo en el sillón de cuero:

—¿Quieres decir que Eloi no te ha dicho nada de mí?

Gotz se encoge de hombros:

—Únicamente sé que estuviste en Münster con los locos, y te digo con toda franqueza que si tus credenciales hubieran sido esas, no te habría dejado entrar en el negocio. Pero Eloi dijo que eras la persona adecuada y yo me fío de su olfato: alguien que ha logrado permanecer a flote durante veinte años en medio de los tiburones de esta ciudad sin dejar que lo jodan, tiene que saber valorar a los hombres.

Sonrío maliciosamente y apuro el licor:

—Tienes razón, eran unos locos. Pero conquistaron una ciudad. ¿Lo has hecho tú alguna vez?

Los ojos de Gotz son dos puntos oscuros hundidos entre las cicatrices. No tiene necesidad de responderme. Parece que el anabaptista y el mercader se entienden bien.

—Hay que ser unos fanáticos para intentar empresas de ese tipo.

—Solo hay que creer en ellas.

—¿Y tú creías de veras?

Una buena pregunta:

—Digamos que no era el dinero lo que me atraía entonces.

Sonríe y se llena un segundo vaso:

—¿Te gustaría oír una historia de veras interesante sobre Münster?

—¿Algo que ya no sepa?

—Algo que sabemos solo Anton Fugger, yo y tal vez el Papa.

—Suena a secreto de Estado.

Asiente burlonamente mientras se alisa los bigotes. Las gaviotas chillan tras la pequeña ventana, el resto es silencio.

—A comienzos del treinta y cuatro estaba yo al cargo de los negocios de los Fugger en Colonia. Fue allí donde aprendí los trucos del oficio y todo cuanto es necesario para la operación. El hecho es que un buen día me entregan una carta en la que había escrito tan solo el importe de una suma. No había firma, nada más que un sello: una gran letra Q.

—¿Una Q?

—Impresa en el lacre. Pido explicaciones al contable de la agencia, uno que está al servicio de los Fugger desde hace más de diez años y lo que me dice es que, cuando se recibe una carta como aquella, lo que hay que hacer es preparar el dinero y esperar a que alguien se pase a retirarlo, mostrando el sello.

Lo interrumpo:

—No entiendo qué tiene eso que ver con Münster.

Gotz apenas si se inmuta:

—Déjame terminar. En ese punto pido saber más, ¿cómo le voy a dar un dinero en mano a un desconocido? El viejo contable me cuenta que, unos años antes, desde Roma se había abierto una cuenta de crédito ilimitado en las arcas de los Fugger para un agente secreto activo en los territorios imperiales. «Micer Q.», lo llamaban los contables de las filiales alemanas.

—Un espía.

No interrumpe su historia:

—De modo que preparo una letra de cambio por la suma solicitada y me dispongo a recibirlo. ¿Y sabes quién se presenta? Un clérigo. Envuelto en una saya oscura, con la capucha calada sobre los ojos cubriéndole media cara. Me muestra el anillo con la Q, idéntico al impreso en la misiva. Sin embargo, cuando ve la letra de cambio me la rompe en mil pedazos en las mismas barbas y me dice que lo que él necesita es dinero contante y sonante. Yo le digo que resulta peligroso viajar con una cantidad semejante de dinero en la faltriquera, pero él insiste: quiere el oro. Tras lo cual me pregunta si puedo indicarle un lugar donde alquilen caballos que cubran la distancia hasta Münster. Lo mando a la caballeriza más grande de Colonia.

Se queda callado. La historia ha acabado. Un oscuro presentimiento me oprime la cabeza, pero no consigo articularlo. Apoyo el vaso sobre la mesa, ligero temblor de manos.

Gotz se espera una reacción:

—¿No es una bonita historia? Tal vez para conquistar una ciudad sirvan unos fanáticos que crean en ello, pero para infiltrar a un espía hace falta dinero. Hacen falta los Fugger. El dinero siempre anda de por medio.

Repara en mi malestar.

La línea más oscura del licor en la botella se balancea lentamente al tiempo que la gabarra.

La concha de tortuga manda reflejos color de ébano.

Una garza blanca corta el retazo de cielo enmarcado por la ventanilla.

El mapa de la costa inglesa, en la parte baja del ángulo de la izquierda, tiene una rosa de los vientos que desde aquí parece una flor blanca y negra.

Gotz, hundido en el sillón, no mueve un músculo.

Gotz. Lazarus. Nombres distintos, hombres distintos. La misma historia.

Gustav Metzger, Lucas Niemanson, Lienhard Jost, Gerrit Boekbinder.

Lot.

—Nadie es lo que parece.

No sé si he hablado yo o la voz de Gotz, o bien ha sido solo el pensamiento que resuena en mi cabeza.

Las preguntas salen por sí solas:

—¿Quién había abierto ese crédito?

—Nunca lo he sabido. Con toda probabilidad un pez gordo de Roma.

—Descríbeme a ese hombre, el que vino a retirar el dinero.

—Ya te he dicho que llevaba la cara tapada. Por la voz no parecía demasiado viejo, pero han pasado de ello cuatro años…

Me está secundando, ha comprendido, hace un esfuerzo:

—Recuerdo que me pregunté qué iba a hacer en Münster con una suma semejante, que no es que fuera desproporcionada, dos, tres mil florines me parece, pero ¿por qué emprender un viaje de ese tipo con la bolsa llena?

—Para no dejar huella. No despertar sospechas.

Lo miro. Ahora soy yo quien tiene que reflexionar en voz alta y modificar la historia.

—A comienzos del treinta y cuatro los baptistas de Münster recibieron las primeras donaciones importantes en metálico, contribuciones a la causa procedentes de varias comunidades y también de hermanos individuales.

—¿Estás diciendo que aquellos dineros habrían servido para ganarse la amistad de los baptistas?…

—¿Qué mejor salvoconducto para un espía?

De nuevo oímos el lento chapaleo de la corriente, el crujido de la madera.

Es él el primero en hablar, entre falsa modestia e incredulidad:

—No entiendo demasiado de cuestiones religiosas. Explícame qué necesidad tenía Roma de infiltrar a un agente en la comunidad baptista de una pequeña ciudad del norte.

La respuesta adquiere forma mientras la pronuncio:

—Tal vez esa pequeña ciudad del norte se estaba convirtiendo en el faro del anabaptismo. Tal vez porque esa comunidad había plantado cara a los señores y alzado al pueblo donde nadie lo había conseguido jamás. Tal vez porque alguien perspicaz, en la corte del Papa, se iba por la pata abajo.

Gotz sacude la cabeza:

—No, no encaja: los cardenales tienen otras cosas en las que pensar.

—Tienen que pensar en defender el poder.

—Y entonces, ¿por qué no romperles los cojones a los luteranos?

—Porque los luteranos pueden ser unos excelentes aliados contra la rebelión de las clases más humildes. ¿Quién aniquiló a los campesinos en Frankenhausen? Príncipes católicos y luteranos juntos. ¿Quién prestó los cañones al obispo de Münster para recuperar la ciudad? Felipe de Hesse, admirador de Lutero.

—No, no, no se sostiene. Lutero desbancó al Papa, lo echó fuera de Alemania a patadas en el culo, todos los bienes de la Iglesia confiscados por los príncipes alemanes…

—Gotz, para que se sostenga el arquitrabe hacen falta dos columnas.

El ex mercader piensa en ello, me mira de soslayo:

—Adversarios, pero aliados. ¿Es esto lo que quieres decir?

Asiento:

—Un agente secreto activo en los territorios imperiales. ¿Desde cuándo?

—Desde hace más de diez años, según me dijeron.

De nuevo ese presentimiento oscuro, una presión abrumadora detrás de los ojos.

Metzger, Niemanson, Jost, Boekbinder, Lot.

Muchos y uno. Esos fui.

Muchos y uno. Uno cualquiera.

El hombre de la multitud. Oculto en la comunidad. Uno de los nuestros.

—«Dios ha de juzgarlo todo, aun lo oculto, y toda acción, sea buena, sea mala».

Gotz, perplejo:

—¿Qué quiere decir?

La presión se debilita, el presentimiento se esfuma:

—Es el final del libro de Qoèlet, el Eclasiastés.

El estuario se ensancha a ojos vistas, mientras la nave se desliza rauda hacia el mar que ya se entrevé en el horizonte. El alba proyecta sus rayos en el espejo de agua delante de nosotros y nos alumbra el camino.

El mar. Eloi tenía razón: da una sensación de libertad alejarse de una costa, dirigir la mirada a esa masa infinita de olas. No he navegado nunca por mar: una inquietud extraña, ebriedad, empañada tan solo por las preocupaciones de la noche pasada.

La tripulación está compuesta por un timonel y ocho marineros, a las órdenes del capitán Silas, todos ingleses que han trabajado ya con Gotz y de los que podemos fiarnos a ciegas. Hablan su extraña lengua, de la que ya consigo reconocer algunas de las expresiones más frecuentes: exclamaciones y blasfemias, creo.

Había llegado a Amberes con la idea de emigrar a Inglaterra y no volver más. Ahora estoy yendo a hacer negocios allí. Las cosas cambian de forma imprevisible: ayer era un harapiento buscado por los esbirros, hoy soy un respetable mercader de azúcar, con un seguro de quince mil florines sobre la carga y sobre las naves.

Echo una mirada atrás, la segunda embarcación nos sigue a un cuarto de milla. La pilota el segundo de Silas, un joven bucanero galés que ha navegado a las Indias.

El mercader Hans Grüeb va a vender azúcar a Londres. Los llanos islotes de Zelanda, la tierra arrebatada al mar con uñas y dientes, desfilan por delante, atestados de gaviotas, y a medida que se vuelven más escasos, el mar del Norte lo recibe plácido con su azul intenso, sombrío como los pensamientos que se agolpan en su mente por la noche.

El relato increíble de Lazarus el resucitado me obliga a volver a los recuerdos de Münster, tal vez hoy más vívidos por habérselos contado a Eloi.

La pregunta es siempre quién. Quién era el espía. Quién trabajaba desde un principio para los papistas. Quién dio dinero para la causa, consiguiendo hacerse acoger entre los regenerados.

Quién.

Quién era el infame.

Paso revista a los rostros, lugares, ocasiones. Mi llegada a la ciudad, el recibimiento, las barricadas y luego el delirio, la locura. Quién trabajó para que todo terminase así. Ya se lo dije a Eloi. Están todos muertos. No sobrevivió nadie. Solo Balthasar Merck y sus amigos. ¿El joven de los Krechting? Ni por asomo.

Pero también este es un modo como otro cualquiera de ahuyentar el peor de los presentimientos.

Uno de nosotros. Un aliado. Capaz de ganarse la confianza. Y de mandarte a la carnicería en el momento adecuado.

Las cartas.

Las cartas a Magister Thomas.

Un espía activo desde antes del 24.

En Alemania.

Uno y nadie.

Frankenhausen. Münster.

La misma estrategia. Los mismos resultados.

La misma persona.

Qoèlet.

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