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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Basilea (1545) » Capítulo 1

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Capítulo 1 Basilea, martes de Carnestolendas de 1545

—No me vengáis diciendo que no os lo dije, compadre Oporinus. Hace dos años que os vengo repitiendo que no perdáis de vista a ese Sebastian Münster. Un discípulo de Melanchthon, uno con dos hombros así de grandes, ¿entendido?, que escribe una Cosmografía como no se ha visto jamás otra igual, geografía y novela, cartografía y anécdotas, ilustraciones y texto, un auténtico acontecimiento, ¿entendido? ¡Y hacéis que la haga publicar por esos carcamales de la tipografía Hericpetrina, cinco mil ejemplares en cinco meses, no es grano de anís!

Pietro Perna es un río de palabras en un alemán chapurreado, mezcla de italiano y latín, que se desborda sin previo aviso en la imprenta de micer Oporinus, una de las más importantes de toda Suiza.

—¿Haremos enseguida una traducción italiana de este genio o vamos a esperar a que la publique cualquier otro? Pero ¿qué es esto?

Coge un libro de un anaquel y lo hojea, casi lo frota entre las manos grasientas, luego lo lanza sobre la mesa con una expresión de desagrado. Se acerca a Oporinus y lo coge por los hombros, torpemente, pues es por lo menos dos palmos más bajo que él. Con un ademán lo somete a nuestra atención.

—¡Señores, el gran Oporinus, que ha publicado hace poco el libro que le garantizará fama imperecedera, el extraordinario De Fabrica del gran anatomista y dibujante Vesalio, está interesado al mismo tiempo por una colección de dichos burlescos sobre la circulación de la sangre, un volumen sin ninguna ilustración, que parece obra del más fiel seguidor de Aristóteles! Pero ¿queréis entender de una vez, compadre, que los tratados científicos que no demuestran aquello de lo que hablan deben ir a parar al cu-bo-de-la-ba-su-ra?

Da vueltas nervioso por entre las mesas frotándose las manos, mientras Oporinus nos lanza miradas de desconsuelo. Italiano, uno de los hombres más bajos que he tenido ocasión de conocer, si excluimos los enanos propiamente dichos, blasfemo empedernido, casi completamente calvo e incapaz de parar quieto un momento, Pietro Perna es un personaje muy conocido en Basilea. Según parece, se pasa por aquí todos los meses, para aconsejar publicaciones, ver novedades, criticar obras y, sobre todo, proveerse de libros prohibidos, clandestinos, sospechosos de herejía, que a su vez vende en las librerías de todos los ducados, las repúblicas, los estados y las señorías de la Italia del norte.

—¿Stancaro? Olvidadlo, compadre Oporinus. ¡Es lo más aburrido del mundo!

—¿Aburrido, decís? —Es una voz llena de resentido estupor—. Francesco Stancaro es un hombre cultísimo, un hebraísta refinado. En su próximo escrito establecerá un paralelismo entre anabaptistas y judíos en relación con la venida de…

—¡Muy bonito, interesante y digno del mayor de los respetos! —Baja el minúsculo brazo y con un gesto barre todo delante de él—. Pero ¿cuántos sonámbulos crees que van a comprar semejante cosa?

—Vender, no pensáis en otra cosa. Pero hay libros que resulta conveniente publicar de todas formas: dan prestigio, bienquistan a determinados detractores…

—Mi único prestigio te diré yo cuál es, compadre: que los libros que aconsejo y distribuyo hacen pasar las noches en blanco a los operarios de la imprenta. En una palabra, vamos, que los ataques frontales, las discusiones que hilan muy fino, las acusaciones, no gustan ya a nadie. Lo que priva ahora es la miscelánea, ¿entendido?, ¡la mis-ce-lá-nea! Esas cosas que te dejan con el aliento en suspenso, ¿entendido?, y que hasta el final no sabe uno si se trata de un autor herético u ortodoxo. Libros como El beneficio de Cristo, escrito por un fraile católico pero lleno de temas caros a la fe de Alemania. ¡Stancaro! ¿Y quién os aconseja eso? ¿Nuestro anabaptista, ese?

Me ha señalado a mí. Viene hacia donde estoy yo. Una serie de rápidas palmaditas en la espalda.

—¡Bueno, bueno! La idea no deja de ser astuta. Original no, pero sí astuta. Este Stancaro vomita anatemas contra los anabaptistas. No los lugares comunes de siempre. Algo serio. Bien: ¿qué mejor modo de exponer las características de vuestra fe a toda Italia?

Una mirada de reojo:

—¿Mía? ¿Fe? —Me río a gusto y le devuelvo la palmada—. ¡Vos no me conocéis a mí!

Pietro Perna se vuelve a levantar del suelo quitándose el polvo de la ropa.

—¡Puta miseria, pero qué largo de mano que sois, compadre! Recuerdo a uno en Florencia que…

Oporinus interviene con ademán paternal, aun sabiendo que cuando habla de Italia, Perna se vuelve imparable:

—Vamos, micer Pietro, centrémonos en los negocios. Estos señores están esperando y vos les habéis pasado delante. ¿Qué os interesa?

El italiano sigue dando vueltas por entre las mesas y mesitas, cogiendo un libro a cada paso:

—Este no, este no, este tampoco. ¡Este! —Abofetea la tapa con el dorso de la mano—. Reservadme veinte ejemplares de este y un centenar del de Vesalio.

Entretanto, unas campanadas me recuerdan sin duda alguna que es ya tarde. Le hago una seña a Oporinus de que volveré a pasarme y me dirijo hacia la salida.

—No, esperad. —La voz estridente de Perna y sus pasos rápidos detrás de mí. Como si no hubiera dicho nada—. Os digo que esperéis. Al tanto, Oporinus: el tercer libro de la obra de Rabelais, traducidlo, ¿a qué esperáis?, y luego Miguel Servet, ¿habéis leído su tratado contra la Trinidad, eh? ¿No la habréis tomado contra mí por el asunto ese de la fe?

Me alcanza al cabo de media legua de persecución, secándose con un pañuelo la generosa extensión de su frente.

—Pero ¡qué susceptible que sois, compadre! ¡Vosotros los nórdicos no sabéis lo que es la ironía!

—Es posible —respondo yo desprendiéndome enseguida de su sudada mano—, y os ruego que me perdonéis por el manotazo de antes, pero, como sabéis, los nórdicos no están acostumbrados a ponerse las manos encima, si no es para zurrarse.

El italiano se esfuerza por tomar aliento tras la larga carrera, mientras trata de mantener mi paso ligero:

—Me han dicho de vos que sois muy rico, que habéis visto más de lo que uno pueda imaginarse, que sois anabaptista y estáis interesado en el comercio de libros. Con respecto al anabaptismo, me parece haber comprendido cómo están las cosas. ¿En cuanto a lo demás?

—Dejémoslo como está: si todo lo demás fuera cierto, ¿qué me pediríais?

—Os propondría un negocio.

Sacudo la cabeza:

—La última persona que lo hizo fue ajusticiada hará unos pocos meses. ¡Olvidaos de ello, os lo aconsejo!

Insiste en aferrarme el brazo con esa mano:

—¡No os las deis de supersticioso con un italiano, compadre!

—No se trata de superstición. Es lo que ha sucedido hasta ahora: todos aquellos que han tenido algo que ver conmigo han acabado mal.

—¡Pero vos estáis vivo! —grita con ese tono de voz siempre demasiado alto—, y yo soy un hombre muy afortunado.

Se para delante de mí, caminando hacia atrás con los brazos extendidos:

—¡Escuchad al menos de qué se trata! Tiene que ver con el libro al que me he referido anteriormente, El beneficio de Cristo. Un escrito que armará mu-cho-ru-i-do. Entendámonos: todo lo que en él se dice, en sí, es algo para caerse muerto de sueño, ¿entendido?, un engrudo sobre la justificación solo por la fe, pero lo que cuenta es que lo han escrito unos cardenales. Y ello significa escándalo, ¿entendido?, y escándalo significa miles de ejemplares.

Levanto el cuello de piel del jubón para protegerme las orejas del helado viento.

—Habladle de ello a Oporinus, ¿no? Estoy convencido de que la cuestión a él le interesa.

—Oporinus no tiene nada que ver en esto, compadre. El beneficio de Cristo es un libro que interesa exclusivamente en Italia. No se publica un libro así en Basilea.

—¿Y dónde se publica, entonces?

—En Venecia. De hecho, es allí donde ha visto la luz. Pero no tardarán en prohibir su impresión, y es cuestión de pocos meses, tal vez su actual editor deje de tirar más ejemplares, ¿entendido?, y tal vez los que lo están distribuyendo hoy no quieran tener ya nada que ver con él. Ya sabéis que en Venecia…

—De Venecia no sé mucho. Alguien me dijo que hay canales como en Amsterdam.

Mi no solicitado acompañante se para de sopetón como presa de una indisposición. Se agarra con la mano a una argolla que descubre en la pared, de esas para atar los caballos, y lentamente vuelve la cabeza hacia mí:

—¿Me estáis diciendo que no habéis estado nunca en Venecia?

—Os diré más: esta ciudad en la que estamos es el punto más meridional al que he llegado en toda mi vida.

En tono ofendido, permaneciendo en todo momento agarrado a la anilla:

—Pero, entonces, todo cuanto me han contado de vos es pura falsedad. No solo no sois anabaptista, ¿entendido?, sino que ni siquiera debéis de haber visto cosas increíbles, si entre ellas no podéis incluir a Venecia, y la verdad es que no estáis muy interesado que digamos en el comercio de libros, si nunca os habéis pasado por la capital de la imprenta, y por último no podéis ser tampoco muy rico, pues nadie que tenga un poco de dinero se priva hoy día de un viaje a Italia.

Lo miro un instante y sigo sin comprender por qué razón este hombre petulante y torpe me resulta al fin y al cabo simpático. De todas formas, es hora de despedirme de él, me ha hecho alejarme ya bastante del lugar al que tenía que dirigirme.

—Si queréis estar agarrado toda la mañana a ese hierro, por mí está bien. Por mi parte, yo tengo que entregar una carta en la casa de postas antes del mediodía.

Expresión de moribundo:

—Id, pues, compadre. Bien sé que aceptaréis mi propuesta. No hacen falta más motivaciones: es vuestra oportunidad de ver Venecia.

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