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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Qoèlet » Capítulo 43

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Capítulo 43 Venecia, 5 de noviembre de 1551

Dos días en vela, aliviados por ocho horas de sueño, bastan para imposibilitar que un cincuentón lleno de achaques se ate como es debido su jubón. Solo al tercer intento recobro por fin mi confianza en lo que hago todos los días. Dejo subir del estómago la agitación necesaria para sacudirme de encima el cansancio.

Gresbeck está ya en el zaguán, envuelto en el capote, con la espalda apoyada contra la cómoda y la cabeza abandonada hacia atrás, como si tratara de concentrarse con la ayuda de largos suspiros. No llevará consigo armas de fuego. Solo una hoja corta, lo mínimo. Es tan viejo como yo. Más cansado. Puedo fiarme de él.

Sujeta a la muñeca, prietamente fajada por una ligera tela oriental, multicolor, doblada varias veces sobre sí misma, de una anchura de unos cinco dedos, cubriendo poco menos que la mitad del antebrazo.

Entrará en la agencia sin despertar sospechas. Tiene carta blanca, los Fugger saben con quién están.

Ceñidos guantes de piel oscura, reluciente, fina, de los curtidores españoles, que me regaló el joven Bernardo Miquez.

Extraño destino, el ajuste de cuentas no es como te lo esperas. Devuelve la imagen reflejada por el suntuoso espejo, tan alto como yo y el doble de ancho, de la residencia de los Miquez, en el extremo de la Giudecca. No es como te lo esperas. Barba rala gris que enmarca el rostro.

Deberá entretenerse el tiempo necesario para retirar el legajo, nada de cumplidos.

La vieja prominencia en la nariz presiona ligeramente la punta hacia la izquierda. El cabello atado tras la nuca y alisado con aceite, obsequio de Beatrice. Las pistolas terciadas al cinto, acaricio el mango del cuchillo asegurado a la espalda.

Vendrá a mi encuentro, pasándome la pequeña bolsa de tela con el documento dentro.

Cubro las armas echándome al hombro el ala del capote. Una ojeada a Heinrich, reflejado en el espejo, en la misma posición.

Sebastiano nos espera en la embarcación.

Tras el intercambio, saldremos por el lado opuesto del Fondaco, directamente al Gran Canal. De allí, al Tonel. Luego hacia tierra firme.

De repente aparece João; todo está listo. Una seña a Gresbeck, en marcha.

Tomamos por rio del Vin, entre las cúpulas de San Marcos y el campanario de San Zaccaria. Sebastiano empuja la barca, Gresbeck y yo sentados uno enfrente del otro. Relaja la tensión de los músculos en el cuello, masajeándoselo largamente. Nadie siente ninguna necesidad de hablar. Tras una amplia curva tomamos por rio San Severo, un recorrido tortuoso. Pasamos por debajo de un par de puentes hasta rio San Giovanni, luego a la izquierda, el canal se abre, siempre recto.

Desde tierra firme a toda velocidad hacia Trento, remontando el valle del Brenta. Dos días a todo galope, parando tan solo para hacer los relevos, escoltados por seis de los mejores hombres de los Miquez. Alcanzar a Pole a toda costa.

En el cruce con rio dei Miracoli tomamos a la izquierda, hasta rio del Fondaco. Desembarcamos.

Entregar en mano al cardenal inglés la confesión de Manelfi. Solo Heinrich puede hacerlo.

Cincuenta pasos y estamos dentro. En torno a la entrada algarabía de corrillos: me cruzo con la mirada de Duarte. Solo un gesto con la cabeza. Gresbeck está a mi lado. Entramos en el cuadrilátero del Fondaco dei Tedeschi.

En el centro del patio destaca el pozo, realzado por dos escalones de piedra. Es mi sitio. Ir y venir de hombres de negocios, el inevitable puesto de despacho de cerveza.

Gresbeck dobla bajo el pórtico a la izquierda, se dirige recto hacia la agencia de los Fugger. A la altura de la tercera arcada, entra.

Toco las empuñaduras bajo el capote.

Tres filas de pórticos se alzan en los cuatro lados del patio. Cinco arcadas en tierra, diez en cada uno de los órdenes superiores, cada vez más bajas a medida que se asciende.

A la derecha, cuatro personas discuten acaloradamente, contando con la punta de los dedos.

Un hombre apoyado en una columna, en la salida que da al Canal.

En el ángulo del fondo, a mis espaldas, un grupo de alemanes se pasa unos papeles.

La mirada prosigue su ronda. Otros hombres atareados, entran y salen de continuo, recorren el pórtico. Desde el primer piso, el ruido de los parroquianos de la cervecería, asomados al patio, enfrascados en la charla.

En la entrada principal, más allá del ir y venir, dos hombres de negro están apostados a los lados.

Bultos bajo las capas.

Miran fijamente a la puerta del banco.

Mierda.

Gresbeck está dentro aún. A la derecha, los cuatro no han dejado de contar. El más apartado hace un gesto como queriendo indicar la agencia: esperar. Mira hacia las arcadas superiores, a mis espaldas.

Me vuelvo. Desde la cervecería otro sicario no pierde de vista el banco.

El que está apoyado en la columna sigue allí. Ojos en la misma dirección.

Es una trampa.

Nos joderán.

De nuevo en la entrada principal. Los dos cuervos están nerviosos por el alboroto que llega del exterior.

Duarte entra en el Fondaco a la cabeza de los mercaderes de Rialto. El ruido va en aumento.

La agencia.

Gresbeck viene a mi encuentro. Levanta el brazo apuntando con la pistola.

Me has jodido de nuevo.

Hace fuego.

A mis espaldas un hombre se desploma y grita, caído sobre el pozo. Ruido de hierros por el suelo.

Los mercaderes invaden el patio.

Gresbeck me alarga la bolsa:

—¡Vamos, coño!

Un clamor indistinto, me veo absorbido por el enorme gentío, remonto la corriente que me sirve de escudo, empujones y gritos en todas las lenguas.

Pietro Perna se planta ante mí. Me arrebata la bolsa de la mano y me la cambia por una igual.

Guiña el ojo: —Habemus papam!

Se escabulle fuera de la muchedumbre, hacia la entrada principal. La confesión de Manelfi está a buen recaudo.

Me dejo llevar por la marea de los mercaderes de Rialto que forman un enjambre en sentido opuesto, hacia la salida al Canal. No veo a Gresbeck, llego al portal llevado en peso por una nube de hombres vociferantes que parecen enloquecidos. Golpes, gritos. El sicario de la puerta es rápidamente arrollado. Gresbeck reaparece a mi lado, se abre una brecha y somos arrojados dentro de la barca.

Vamos, vamos, al Tonel.

Pasamos por debajo del puente de Rialto, Sebastiano empuja la barca con todas sus fuerzas; tomamos por rio San Salvador.

Las manos me tiemblan de la agitación. Sofoco de la cabeza a los pies.

No estoy seguro de lo que ha sucedido. Enfrente de mí el rostro de Gresbeck parece tranquilo, sorprendentemente impasible.

Mientras tomamos a la derecha, por rio degli Scoacamini, pide que le pase un poco de pólvora y vuelve a cargar la pistola. Se vuelve hacia atrás, hace un ademán de expresión tranquilizadora: no están siguiéndonos.

Pongo en orden mis ideas, me paso las manos por el rostro.

—¿Dónde la has cogido?

—Gert, en los Fugger uno puede depositar cualquier cosa. Sé lo que has pensado. Pero como ves no he respondido mal a tu confianza. Tampoco en Münster te equivocaste al hacerlo: Heinrich Gresbeck fue un buen lugarteniente.

—He creído que ese disparo era para mí.

—Esos eran sicarios de Carafa. La presa era yo. Me pregunto cómo podían estar ya allí esperándome.

Rio dei Fuseri, lo remontamos hasta rio San Luca para desembocar de nuevo en el Gran Canal. Nos dirigimos directamente a rio dei Meloni.

—Los Fugger saben con quién juntarse, Heinrich. Su proverbial reserva desaparece frente a quien garantiza que Dios está de su parte. Han sido ellos quienes han dado aviso a Carafa.

Se entrevé la entrada de rio Sant’Apollinare, viramos. Ya casi estamos.

Gresbeck sacude la cabeza:

—La caza acaba de comenzar. ¿Cómo llegaremos a Trento? Aunque lo lográramos, Carafa estará esperándonos con los brazos abiertos.

La barca atraca.

Una mueca que quisiera asemejarse a una sonrisa:

—Somos viejos, Heinrich. Lo intentaremos.

Saca un pequeño cuaderno del bolsillo. Hojas amarillentas, envueltas en una tira de cuero atada con un lazo.

—En la caja de caudales de los Fugger había también esto. Es el único rastro de mi paso. Tómalo, capitán, tuyo es.

Me lo meto en la manga. Saltamos de la barca.

Recorremos el estrechísimo callejón uno detrás de otro hasta la puerta trasera del Tonel.

El ajuste de cuentas no es como te lo esperas.

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