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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Basilea (1545) » Capítulo 5

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Capítulo 5 Basilea, 28 de abril de 1545

—He oído que os disponéis a partir. ¿Hablamos de negocios?

Radiante, se ríe a carcajadas y me hace entrar en la sala de estar, donde chisporrotea el fuego y nos aguardan dos sillones. La botella de vino no puede faltar sobre la mesa. Parece como si me estuviera esperando.

Se frota las manos, inclinándose hacia delante, aguzando el oído.

Es imposible no sonreír delante de este hombre.

—Si he de invertir mi dinero, es necesario que me expliquéis qué os ronda por la cabeza.

Asiente con grandes cabeceos:

—Por supuesto, no faltaría más. Pero a cambio vos me diréis qué os ha convencido.

—Me parece aceptable.

Da unos saltitos hasta la bolsa de viaje de la que saca el librito amarillento.

—Aquí tenéis: El beneficio de Cristo, de fray Benedetto de Mantua. Este es el negocio del momento. Bindoni lo imprimió en Venecia en el cuarenta y tres y consiguió vender algunos miles de ejemplares. Yo mismo he contribuido a difundirlos, mi contrato con Bindoni me garantiza la mitad neta de las ganancias.

—Id al grano.

Apoya los pies en el suelo y acerca el sillón al mío, con la expresión astuta de quien sabe que puede vender abrigos de pieles a los suecos:

—Bindoni tiene agallas, ¿entendido?, pero le falta capital y la necesaria amplitud de miras. Me explicaré mejor: en la República de Venecia no es difícil vender libros como este, digámoslo así, no ortodoxos: a los venecianos les importa mucho seguir siendo independientes del Papa incluso en las cuestiones religiosas, pues de lo contrario Bindoni tendría que olvidarse de imprimir El beneficio. Pero si una persona avispada y con un poco de astucia que sirva para viajar por el mundo, se encargara de llevar los ejemplares por Italia, a Ferrara, Bolonia, Módena, Florencia… accedería a un mercado de un potencial ilimitado.

—Hum. Habría que aumentar la tirada. ¿Estáis seguro de que el tal Bindoni está dispuesto a brindarnos su apoyo?

—¿Cómo no? Los venecianos se huelen los negocios a la legua, pero aunque él no estuviera interesado, encontraríamos a algún otro impresor en menos de lo que cuesta decirlo, ¿entendido? Venecia es la capital de la imprenta.

Se queda mudo buscando mi asentimiento con unos ojos como platos. Fuera, un grupo de estudiantes entona una canción vulgar que se pierde a lo largo de la calle.

Más leguas, más tierras, ciudades.

—Imagino que tendré que ser yo quien viaje a Italia con los ejemplares del libro.

—Es un negocio que compartiremos equitativamente, ¿entendido? Yo me ocuparía del Milanesado y de Roma. Y a vos os correspondería el nordeste, la Emilia y Florencia. Pero es indispensable que alguien vaya a Venecia a contactar con los impresores y ponerlos a trabajar en El beneficio. Daos prisa, de este libro pueden venderse decenas de miles de ejemplares.

Lo miro de reojo:

—¿He luchado toda mi vida contra Lutero y los curas para ponerme ahora al servicio de los cardenales enamorados de Lutero?

—Un servicio bien retribuido, compadre. Y útil para quien, como vos y yo, piensa que es mejor que los libros y las ideas continúen circulando libremente, sin tribunales de la Inquisición de por medio. No os estoy pidiendo que apoyéis a los autores de este libro, sino tan solo que los ayudéis a hacernos la vida más fácil, quizá incluso a salvárnosla, ¿entendido?

De nuevo el silencio, el fuego tan solo y un carro que pasa por la calle lanzando crujidos. El italiano sabe lo que se hace, esgrime sólidos argumentos. Sirve vino y me ofrece el vaso. Un suspiro, luego en tono casi fraternal:

—Amigo mío, ¿de veras queréis pasar el resto de vuestros días en Basilea? ¿De veras no llegan a aburriros las infinitas discusiones de toda esta gente? Sois un hombre de acción, lo dicen vuestras manos y vuestra mirada.

Apenas sonrío:

—¿Qué más os dice mi mirada?

En voz baja:

—Que no os importan mucho los derroteros que puedan tomar los acontecimientos, pero que aún sois capaz de dejaros fascinar por un paisaje desconocido. Y que precisamente por eso podríais embarcaros en esta empresa. De lo contrario, no habríais venido a verme, ¿o me equivoco?

Perna es un hombre singular, materialista y roñoso, pero al mismo tiempo agudo y refinado conocedor de los hombres. Une la sapiencia doctrinal a un sentido concreto de las cosas: una mezcla que he encontrado raramente en la vida.

Degluto el vino, el sabor llena mi boca. Le dejo continuar, he aprendido que no es fácil frenar su lengua.

—Habéis conocido las armas y las letras. Habéis luchado por algo en lo que creíais y habéis perdido la causa, pero no la vida. Espero me comprendáis, hablo del sentido de la vida que une en común a gente como vos y yo, la incapacidad de detenerse, de quedarse cómodamente en algún oscuro rincón, en espera del fin; la idea de que el mundo no es más que una gran plaza a la que se asoman los pueblos y los individuos, desde los más grises a los más extravagantes, desde los matachines a los príncipes, cada uno de ellos con su insustituible historia, que nos habla de la historia de todos. Vos debéis de haber conocido la muerte, la pérdida. Tal vez ha sido una familia, en alguna parte, en las tierras del norte. Con seguridad muchos amigos, perdidos por el camino y nunca olvidados. Y quién sabe cuántas cuentas que ajustar, destinadas a seguir estando pendientes.

La luz del fuego le ilumina media cara, le hace asemejarse a una criatura fabulosa, un gnomo sabio e intrigante al mismo tiempo, o tal vez un sátiro, que te susurra secretos al oído. Sus ojillos diminutos parpadean junto a las llamas.

—Estoy hablando de eso, ¿entendido? De la imposibilidad de detenerse. No es acertado. No lo es nunca. Habríamos tenido que hacer otras elecciones, hace mucho tiempo, y hoy es ya demasiado tarde. La curiosidad, la insolente, terca curiosidad de saber cómo va a terminar la historia, cómo concluirá la vida. De eso se trata, de nada más. Nunca es el afán de lucro el que nos lleva por el mundo, nunca es solo la esperanza, la guerra… o las mujeres. Hay algo más. Algo que ni yo ni vos podremos describir nunca, pero que conocemos perfectamente. Incluso ahora, incluso en el momento en que os parece haberos alejado demasiado de las cosas, incuban en vos las ganas de conocer el final. De seguir viendo. No hay nada que perder cuando se ha perdido todo.

Una sonrisa de desapego debe de habérseme quedado grabada en el semblante durante todo el tiempo. Y sin embargo nace de la sensación de estar escuchando el consejo de un viejo amigo.

Me toca el brazo:

—Yo parto mañana para Milán, voy a vender los libros de Oporinus allí. Tendré que permanecer allí un tiempo para despachar algunos asuntos que dejé pendientes. Tras lo cual partiré hacia Venecia. Si mi propuesta os atrae, la cita es en la librería de Andrea Arrivabene, que tiene en el letrero un pozo, acordaos de este nombre. ¿Por qué os reís?

—Nada, pensaba en las coincidencias de la vida. Un pozo, ¿habéis dicho?

—Exactamente eso.

Me mira perplejo.

Vacío el vaso. Tiene razón: cuarenta y cinco años y ya nada que perder.

—Descuidad, allí estaré.

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